“El Ejército de Guatemala no es botín de nadie”. El 1 de septiembre, en la conmemoración del 151 aniversario de la Escuela Politécnica y el día del Cadete, el presidente Bernardo Arévalo redundó en una idea que ha repetido desde que se convirtió en comandante general de las Fuerzas Armadas en enero: casi 30 años después de los acuerdos de paz del 96, el ejército guatemalteco no cumple el principio constitucional de ser apolítico. En ese mismo discurso, Arévalo denunció las “debilidades” que “ponen a la institución militar al servicio de políticos de turno y de otros actores poco transparentes e incluso criminales”.
Lo hizo sin citar nombres, sin señalar culpables, pero lamentando una herencia que su gobierno, dice, quiere cambiar.
El ahora presidente ya lo había advertido en sus años de académico y consultor en políticas de seguridad y construcción de paz: “El Ejército de Guatemala ya no tiene capacidad de ejercer un control sobre el sistema político ni goza de la penetración social del pasado”, escribió en 2008, “[pero] la ausencia de una política de Estado coherente y la debilidad de las instituciones democráticas otorgan a los militares un espacio de maniobra que estos aprovechan para mantener importantes grados de autonomía”.
Autonomía del poder civil. Autonomía entendida como poder no vigilado. Autonomía para mantener su propia interpretación de la historia nacional y su papel en ésta. “Una situación de autonomía militar relativa, en el marco de un Estado débil, constituye una amenaza a la sostenibilidad del proceso de democratización”, afirmaba en 2008 Arévalo, que este septiembre, frente a jóvenes cadetes alineados en uniforme de gala bajo un sol inclemente, ordenó al ministro de la Defensa una “revisión minuciosa de la doctrina militar vigente”.
Viniendo de un político que a punto estuvo de no tomar posesión por los intentos de anular su victoria electoral, que no tiene mayoría en el Congreso, y cuya popularidad se redujo un 24 % en sus primeros cuatro meses de gobierno —del 78 % de apoyo en enero al 54 % en mayo—, una orden de ese calado, en desafío a la tradición castrense, podría leerse como un gesto vacío, un deseo imposible o una osadía.
***
El primer juicio por el intento de exterminio del pueblo Ixil se celebró en 2013. Nunca antes un país, había tenido la audacia de juzgar su propio genocidio y sentar en un banquillo al dictador que lo encabezó. El general Efraín Ríos Montt, que gobernó de facto entre 1982 y 1983, y que ya en democracia había llegado a presidir el Congreso del 95 al 96 y entre 2000 y 2004, fue acusado de orquestar una campaña militar de tierra arrasada que costó la vida a cientos de mujeres, niños y hombres ixiles durante el conflicto armado interno.
Bajo el gobierno de Ríos Montt se orquestaron masacres, violaciones y desplazamientos forzados con el objetivo de eliminar a población civil considerada aliada de la insurgencia. Una generación entera de oficiales del Ejército de Guatemala participó en aquellos crímenes.
Aunque el 10 de mayo de 2013 Efraín Ríos Montt fue condenado a 80 años de prisión, diez días después la Corte de Constitucionalidad anuló el juicio por supuestos errores procesales y ordenó su repetición. El exdictador murió a los 91 años, sin ser juzgado de nuevo.
En abril de 2024, otro tribunal inició un tercer juicio por el genocidio ixil, esta vez contra el general retirado Benedicto Lucas García, jefe del Estado Mayor del Ejército de 1981 a 1982, durante el gobierno de su hermano, el también general Fernando Romeo Lucas.
El genocidio ixil es quizá el más conocido, pero apenas uno, de los crímenes de guerra y de lesa humanidad de los que se acusa al Ejército guatemalteco. Panzós, La Llorona, Chisec, Dos Erres, son algunas de las masacres que cimentaron su leyenda negra. Durante el conflicto, más de 200 mil personas fueron asesinadas y 45,000 desaparecidas, según organizaciones de derechos humanos y el informe “Guatemala: Memoria del Silencio”, elaborado en 1999 por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH).
El informe atribuye el 93% de las violaciones a los derechos humanos documentadas durante el conflicto, incluídas cientos de ejecuciones arbitrarias y desapariciones forzadas, al Estado y grupos paramilitares. Las víctimas de aquella política estatal fueron en su mayoría mujeres, niñas y niños de pueblos mayas, y obreros, campesinos, profesionales, religiosos, políticos o estudiantes sospechosos de pertenecer o simpatizar con la insurgencia.
“La doctrina de seguridad nacional plantea que la fuerza armada es el ente regulador del Estado y la nación, y que tiene la obligación de extirpar al, entre comillas, enemigo interno”, dice la académica estadounidense Jo-Marie Burt, especialista en Derechos Humanos con más de 20 años de experiencia en Guatemala y asesora en la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA). “Esa doctrina identificaba a sectores de la propia población como amenazas al Estado”.
Los Acuerdos de Paz firmados en diciembre de 1996 por el gobierno de Alvaro Arzú y la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional de Guatemala (URNG) pusieron fin a 36 años de guerra interna, pero historiadores y personas defensoras de derechos humanos creen que no lograron transformar de forma sustantiva al Ejército.
“Tras la firma de la paz los militares siguieron siendo educados en la doctrina de la seguridad nacional”, asegura el doctor en sociología e investigador histórico Virgilio Álvarez Aragón, exiliado en Europa desde 1984. “Hubo un momento en que dentro del Ejército se dijo que los enemigos ya no eran los comunistas, porque ya no existíamos, sino los defensores de los pueblos indígenas y del medio ambiente, y eso se repite y mantiene hoy”, dice.
Álvarez Aragón opina que el Ejército guatemalteco no ha cambiado a fondo la formación de sus cuadros en materia de Derechos Humanos y aún se considera “una fuerza de salvación contra los enemigos del estatus quo”. “Hablan de que hay que defender la democracia, pero ¿qué entienden por democracia más allá de las elecciones? También Lucas García decía que la defendía; y Arana dijo que defendía la democracia y por eso había que andar matando gente; el mismo Ríos Montt dijo que había que acabar con mucha gente porque eran enemigos de la democracia”, dice.
“La doctrina es un catecismo”, sentencia. “No son solo ideas, son creencias que se asientan en la persona. Son fundamentos. Y en el Ejército de Guatemala siguen siendo, en su parte medular, los mismos de los 80”.
***
Arévalo no es el primer presidente de la postguerra que trata de reformar la doctrina militar. El Acuerdo sobre el Fortalecimiento del Poder Civil y Función del Ejército en una Democracia (AFPC), uno de los doce acuerdos de 1996, estableció nuevos parámetros para la función militar e intentó redefinir el poder del Ejército al separarlo del ejercicio de gobierno. El acuerdo incluía también una disminución significativa del personal activo, la reasignación de funciones de seguridad interna a la Policía Nacional Civil (PNC) y la racionalización del gasto militar, atado a principios de transparencia. Parte del presupuesto militar debía destinarse, además, a sectores sociales como la educación, la salud y el desarrollo rural.
Entre avances, retrocesos y enormes tensiones, se cumplió en parte.
“El ejército cambió, porque tuvo que replegarse en el terreno”, explica un exfuncionario de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (MINUGUA) que llegó a Guatemala en 2000 para apoyar la implementación de los acuerdos y pide no ser citado por incompatibilidades con su cargo actual. “Antes había una ocupación del país, con 300 destacamentos en 300 municipios, en una lógica de ocupación de tu propio terreno como se ocupa un territorio enemigo. Y se redujo el ejército. Algunos compromisos de los acuerdos de paz se honraron. Otros no tanto”, dice.
El informe de 2004 de la Unidad de Fortalecimiento del Poder Civil de la ONU hablaba de “avances irregulares y resultados mixtos”. Si la destitución de líderes militares ordenada por Arzú generó una crisis institucional, dentro del Ejército se atrincheraron facciones que obstaculizaron en los siguientes gobiernos la agenda de reformas.
Un informe de la Secretaría de la Paz (SEPAZ) del gobierno de Guatemala, publicado en 2011, detalla cómo con la llegada de Alfonso Portillo a la presidencia en 2000 se impulsó la desmovilización de unidades militares y se intentó un cambio en la doctrina de defensa, pero el gasto militar volvió a los niveles previos al conflicto armado, mediante millonarias transferencias de fondos que a menudo se justificaban como “gastos no previstos”.
El gobierno siguiente, de Óscar Berger, revirtió la tendencia y recortó el gasto militar un 50 % más de lo pactado en los Acuerdos de Paz. El número de integrantes de las Fuerzas Armadas también se redujo de 27 mil a poco más de 15 mil. El descenso en una década había sido considerable: cuando acabó la guerra el Ejército de Guatemala tenía 46 mil miembros.
“El objetivo del repliegue a una función defensiva también fue alcanzado con Berger”, dice el exfuncionario de MINUGUA. “Pero los aspectos pendientes tienen que ver con la doctrina, la reforma del sistema educativo y la formación de la oficialidad. El proceso de revisión de la doctrina militar, igual que todas las otras cosas que empezó MINUGUA, quedó truncado en el momento en que la misión se fue, porque no hubo transición hacia actores nacionales”.
“Yo fui quien cerró, literalmente, la caja en la cual pusimos los documentos sobre justicia militar, y la mandaron a un archivo en Baltimore”, recuerda el exfuncionario. “Y allí está todavía”.
Álvarez Aragón lo dice así: “Ya no tenemos un ejército en el que prive la represión, pero aunque la nueva oficialidad ya no va a dar golpes de estado, tampoco asume que los perpetradores de la guerra tienen que ser juzgados”.
Helen Mack, activista y defensora de derechos humanos, cuya labor comenzó tras el asesinato por fuerzas del Estado en 1990 de su hermana, la antropóloga Myrna Mack, sí cree que los Acuerdos de Paz abrieron la puerta a mejoras en el respeto a los derechos humanos, pero coincide en denunciar el bloqueo sistemático a los esfuerzos de esclarecimiento y Justicia en casos de crímenes de guerra. “Se han podido llevar casos a tribunales, pero la justicia transicional requiere de un mecanismo especial”, dice. “Y en Guatemala, como los chafas —los militares— nunca aceptaron el Informe de la Verdad, nunca hubo mecanismo y todos los casos se fueron al sistema de Justicia ordinario”.
“Y ahorita en muchos de estos casos les están dejando en libertad”, lamenta Mack.
Solo la semana pasada, una Corte de Apelaciones anuló el proceso que se seguía contra ocho oficiales del Ejército acusados de desaparición forzada y torturas en el caso CREOMPAZ, tras el hallazgo de 565 osamentas —90 de ellas de niños— enterradas en una instalación militar en el departamento de Alta Verapaz, en el norte del país, donde se cometieron entre 1981 y 1988 numerosas masacres y desapariciones de población civil.
Para el exfuncionario de MINUGUA, “la falta de reconocimiento de la responsabilidad de los militares en las violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado interno dificulta todavía hoy el avance en los procesos de reforma”. “Es mayor aún la ironía si pensamos que en Alta Verapaz se montó después de los Acuerdos un centro de formación, el Comando Regional de Entrenamiento de Operaciones de Mantenimiento de Paz (CREOMPAZ) sobre una de las mayores escenas de crimen de la guerra”.
Álvarez Aragón insiste en conectar los crímenes cometidos por el Ejército en el pasado con su doctrina actual: “La paz se firmó en el 96 y los militares sobrevivientes ya no están en el ejército, pero hay una reproducción de la manera de pensar”, dice. “He conversado con militares, y cuando les digo que en lugar de defender aquello lo tienen que condenar, porque los mancha, a los jóvenes oficiales no les entra en la cabeza. Repiten que había que hacer aquellas cosas porque si no el país sería Cuba”.
“Los crímenes los cometieron militares en concreto, pero amparados en la institucionalidad”, explica. “Es precisamente por doctrina que el ejército aceptaba y acepta, como institución, a aquellos militares que cometieron crímenes de lesa humanidad”.
RESISTENCIA AL CAMBIO
El gobierno de Alfonso Portillo (2000-2004) tuvo cuatro ministros de Defensa en cuatro años. Eran tiempos tensos. Asegura el expresidente que la rotación de ministros era deliberada, “para evitar que pudieran acumular demasiado poder militares antidemocráticos”, y recuerda que se reunía regularmente, cada seis meses, con la oficialidad “para explicarles las políticas del gobierno y la intención de esas políticas, y así no tener oposición o resistencia”. El que fuera su último ministro del ramo, el general Robin Macloni Morán Muñoz, lo confirma: “Cada tres o seis meses el presidente Portillo se reunía con los oficiales para que todos estuviéramos en armonía”, dice.
En esa armonía construída a base de que el presidente civil diera a sus subordinados armados explicaciones periódicas sobre sus políticas, Virgilio Álvarez Aragón recuerda un proceso de diálogo entre la sociedad civil y los militares convocado por el gobierno para consolidar los Acuerdos de Paz y superar diferencias de la única forma posible: logrando que el Ejército de Guatemala aceptara que había cometido crímenes de guerra durante el conflicto armado interno.
Al frente del diálogo, financiado por la cooperación internacional, estaba Bernardo Arévalo, que como Álvarez Aragón era parte de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). El equipo lo completaban dos personas de la máxima confianza de Arévalo y que hoy ocupan puestos clave en su gobierno: Ana Glenda Tager, hoy Secretaria Privada de la Presidencia, y Carlos Ramiro Martínez, Canciller de la República.
“La responsabilidad por los crímenes de la guerra era un tema ineludible”, dice Víctor Gálvez Borrell, que fue director de FLACSO entre 2000 y 2008. Asegura que supo que el diálogo avanzó con cierto nivel de consenso hasta su etapa final, en parte gracias a concesiones como el uso de la palabra desbordamiento —“una palabra impersonal, que disipa la responsabilidad”, admite— en vez de abusos o ni siquiera excesos para calificar los crímenes cometidos. Pero aun así el proceso se empantanó cuando los temas discutidos llegaron a la mesa de los altos mandos: “A las reuniones de diálogo llegaban oficiales de nivel intermedio, pero cuando el tema subió a otro escalafón dio con militares con otro pensamiento, otra edad”, dice.
Álvarez Aragón confirma que se alcanzaron algunos acuerdos, y cuenta que se decidió plasmarlos en una publicación, “pero cuando llegó el momento de firmar el documento, los altos oficiales, el ministro de la Defensa, el jefe del Estado Mayor del Ejército, se opusieron a asistir al acto”. Portillo, comandante general del Ejército, quiso eludir la confrontación y envió a un civil en su nombre para firmar: Gabriel Aguilera Peralta, padre del actual magistrado del Tribunal Supremo Electoral, Gabriel Aguilera Bolaños.
“Me informaron de la oposición que había en algunos oficiales del Ejército”, recuerda el expresidente Portillo. “Ellos pensaban que el tema del esclarecimiento les trataba de manera desigual. Pero se solventó. Gabriel jugó un papel importante en eso”, dice.
“El licenciado Aguilera llega y firma”, cuenta Álvarez Aragón, “pero había tensión porque, digámoslo claramente, se había producido una insubordinación de los militares. Y aun así se produce el documento, se firma, y se publica, pero empieza a circular y en ese momento el Estado Mayor y el ministro de la Defensa se oponen a que circule”.
Álvarez Aragón usa la palabra “zipizape” para referirse al momento, pero se queda corta para describir el segundo pulso consecutivo que el Ejército echaba al presidente de la República en el asunto de la publicación, apenas unos años después de la firma de los Acuerdos de Paz. Una fuente que pide anonimato porque no tiene autorización para revelar el encuentro, habla incluso de una reunión privada entre directivos de FLACSO y el ministro en busca de una solución. “El general ni siquiera nos dijo que nos sentáramos, mientras él permaneció sentado en su escritorio”, dice la fuente, que asistió al encuentro.
En esa reunión se terminó, en apariencia, encontrando un camino: el libro circularía, eso ya estaba aprobado, pero si el ejército no estaba de acuerdo con su contenido podían escribir una carta y anexarla en todos los ejemplares. “No recuerdo el contenido, pero sí me acuerdo de lo de la carta, porque lo tratamos en Consejo de Ministros”, confirma Portillo.
Así se hizo. Se incluyó en la publicación una carta enviada por el ministro de Defensa. Pero no fue el fin del problema. “El libro, al día de hoy, no existe”, dice Álvarez Aragón. “Ni siquiera está en la biblioteca de FLACSO. Lo he buscado y no está. Tal parece que el Ejército se opuso a que circulara el documento, en el que públicamente y ante actores civiles habían reconocido los crímenes de sus antecesores”.
Sin atreverse a acusar al Ejército, tanto Gálvez Borrell como otro exdirector de FLACSO, Virgilio Reyes, confirman que el documento no existe en la biblioteca de la institución, y admiten que, en el mejor de los casos, tuvo “una difusión restringida”. Alfonso Portillo coincide: “Es posible, sí, que se haya restringido algo la circulación”.
“Ahí, en esos momentos, se acabó cualquier posibilidad de cambio en el Ejército”, sentencia pesimista Álvarez Aragón. “Y Bernardo se fue al extranjero, a seguir su vida profesional”.
***
Veinte años después, Arévalo dice querer avanzar allí donde él mismo y Portillo —que terminó en una cárcel estadounidense condenado por lavado de dinero— no pudieron hacerlo.
El 15 de enero, al día siguiente de haber sido juramentado, el nuevo Presidente y comandante del Ejército recibió en el parque central de Ciudad de Guatemala el saludo protocolario de las Fuerzas Armadas. En su discurso, que se volvía a pronunciar en un lugar público después de cuatro gobiernos celebrándose en una sede militar a puerta cerrada, Arévalo afirmó: “Estamos aquí para demostrar la subordinación al poder civil y al pueblo de Guatemala… y es un honor para mí representarlos como símbolo de pertenencia, apertura y transparencia en su actuar democrático”.
Hijo del expresidente Juan José Arévalo Bermejo (1945-1951), Bernardo Arévalo es un sociólogo y antropólogo de larga trayectoria diplomática y académica. Con la organización global Interpeace colaboró en procesos de resolución de conflictos y consolidación de paz en tres continentes. Tras la firma de los Acuerdos de Paz de Guatemala, fue el principal asesor de MINUGUA a cargo de supervisar el cumplimiento de aquellos acuerdos.
“Su perspectiva como académico con un amplio conocimiento sobre los temas de defensa es invaluable. Arévalo es un conocedor de primera mano de las dinámicas del ejército de Guatemala”, dice el exfuncionario de MINUGUA, que trabajó con el presidente en la etapa en que este colaboró con la misión de Naciones Unidas.
Virgilio Álvarez Aragón considera a Arévalo “uno de los dos expertos vivos que mejor conocen el Ejército de Guatemala”. “A finales de los años 90 trabajó cerca de un sector del Ejército que estaba por la construcción de la paz… pero por la construcción de la paz en su beneficio”, matiza, “Porque eran militares que querían la paz en su beneficio como grupo armado, como grupo profesional y como grupo económico. Y Bernardo los conoce”.
En su libro de 2018 “Estado Violento y Ejército Político: formación estatal y función militar en Guatemala (1524-1963)” Arévalo denuncia cómo, desde la administración colonial, las Fuerzas Armadas guatemaltecas han seguido un patrón de prácticas e irregularidades en contubernio con las élites locales, que ejercían influencia sobre el reclutamiento y funcionamiento de las milicias a cambio de aportes económicos.
“El desinterés peninsular los obligaba [a las autoridades coloniales] a pactar con las élites locales contribuciones más o menos voluntarias, según el caso, para el funcionamiento de las milicias (…) y para el despliegue de las ocasionales campañas militares (…). Por su parte, la élite criolla cobraba las contribuciones en puestos administrativos y grados militares de relevancia otorgados proporcionalmente a los montos donados en influencias políticas y en tolerancia a sus abusos”, escribió el hoy presidente de Guatemala.
Esos vínculos históricos, según Álvarez Aragón, se reforzaron tras el proceso de negociación de la Paz, con la conversión de grupos de militares en actores económicos y su reubicación en espacios de poder civil. No es casual que en mayo de 2013 la cúpula del CACIF, la principal gremial del país, pidiera públicamente la nulidad de la condena por genocidio contra Ríos Montt, igual que lo hizo la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (AVEMILGUA).
Consciente de ello, en su primer año en la presidencia Arévalo ha pedido al Ejército alejarse de “personas o grupos cuyos intereses o comportamientos contravengan y obstaculicen el desarrollo del marco de valores profesionales y principios institucionales meritocráticos y democráticos que profesa el Ejército de Guatemala”. Y en abril de 2024, el Ministerio de la Defensa Nacional (Mindef) presentó su nueva Política de Transparencia del Ejército de Guatemala, en cumplimiento de tratados internacionales como la Convención Interamericana Contra la Corrupción, firmada por el país en 2001.
“Al Ejército se le percibe como corrupto. No es solo la carga del conflicto armado interno y las violaciones de Derechos Humanos, sino que se les considera más corruptos que las autoridades civiles”, asegura Julie López, periodista de investigación especializada en temas de seguridad y narcotráfico. “Ha habido gente buena y recta en la entidad, claro, pero son contados”, dice.
Hellen Mack destaca que en todos los gobiernos de la postguerra ha habido militares en activo o retirados en puestos del Estado, lo que asegura su influencia: “Muchos de estos militares están en el Congreso, en la Justicia y en el Ejecutivo. Aunque no son directamente Ejército, son los que siempre llegan a promover iniciativas. Por ejemplo, en todo el tema de los veteranos militares”, dice.
Quizá el caso de Ríos Montt presidiendo el Congreso en los años 90 o la llegada de Otto Pérez Molina a la presidencia de la República son los casos más visibles, pero en las últimas décadas decenas de militares en retiro han ocupado escaños en el poder legislativo o ministerios en sucesivos gobiernos. Un funcionario del actual Ejecutivo, que pide anonimato porque no está autorizado para dar entrevistas, asegura que hay un vínculo casi orgánico entre los militares en activo y aquellos en retiro: “Es muy impresionante el sistema de lealtad con el que los militares en activo defienden las prerrogativas de quienes están en retiro, desde el entendido de que quienes vengan detrás harán lo mismo por ellos”, dice, y asegura que de manera no oficial y por instrucciones del presidente “el General Cifuentes, secretario técnico del Consejo Nacional de Seguridad [y a quién Arévalo ya había confiado el proceso de transición con el Ejército] ‘controla’ a los veteranos”.
La fuente se refiere al general retirado Ismael Cifuentes Bustamante, cuestionado por sus vínculos con grupos de poder militar cercanos a gobiernos anteriores, pero que quizá por esos mismos lazos “está haciendo el trabajo fino con los militares viejos y el ejército está ahora muy tranquilo, sin meterse en ninguna bronca”, en palabras del funcionario entrevistado.
“Ahí es donde sí se ve la habilidad del Bernardo que conoce al Ejército”, asegura.
— La influencia militar sobre el Gobierno se sigue manteniendo, limitada, pero aún hay influencia política —insiste Mack.
—¿Y qué obstáculos encontrará Arévalo en sus intentos por reformar al ejército?
—Su falta de liderazgo en un entorno muy complejo y muy polarizado —responde—. Él juega dentro de las reglas democráticas y quienes tiene enfrente no están jugando dentro de esas reglas, así que su primer obstáculo va a ser la resistencia interna, en la misma institución.
—¿Resistencia por qué?
—Porque ellos, los militares, quieren mantener su autonomía, su poder. Aunque no sea tanto como antes, el Ejército sigue teniendo una influencia grande en la política nacional, y si no es a través de los oficiales actuales es con los exmilitares, los veteranos, que fueran criminales o no fueran criminales, todavía hay que considerarlos parte de un poder.
—¿Y no puede cambiar eso?
—Se tendría que trabajar con el Ministerio Público y el Organismo Judicial —dice Mack—. Y ahí Arévalo tampoco tiene condiciones favorables. O sea, si no tenés el Congreso y no tenés la Justicia… tienes condiciones totalmente adversas. Piensa que hay gente que todavía sigue buscando al Ejército para dar el golpe de Estado.
Esa sombra, la del Ejército de Guatemala como árbitro en la disputa política, no se basa solo en la fuerza que dan las armas. La Encuesta Libre de 2023 coloca, como sucede en muchos países del continente, al Ejército como la institución mejor valorada por la población, con un 58 % de confianza y un aumento de 11 puntos desde 2011, cuando la confianza era del 47 %. Por contra, la popularidad de Arévalo ha bajado de forma drástica en su primer año en el poder. En una encuesta a escala nacional elaborada en septiembre de 2024, que no se ha hecho pública y a la que se tuvo acceso de manera no oficial, el 45 % de los consultados consideraba la labor del presidente “mala o muy mala”, y solo un 41 % aprobaba —el 50 % desaprobaba— la administración actual.
***
—¿En agosto de 2023, cómo cree que recibió la cúpula militar la noticia de que Arévalo había ganado las elecciones? —le preguntamos a Álvarez Aragón.
—No les preocupa. Mientras Arévalo no se meta en temas realmente serios de la estructura social y política del país, para el Ejército no habrá problema.
—¿Aunque hable de un cambio de doctrina?
—A esos militares les da risa que Bernardo intente hacerlos cambiar. Primero, porque son muy fuertes. Como el mismo Bernardo dice en uno de sus libros, la transición democrática en Guatemala, o la transición pseudo-democrática, la hicieron ellos, los militares. Ellos fueron los que en 1983 pactaron el golpe contra Ríos Montt, colocaron el nuevo gobierno y promovieron una constituyente en la que no estaban presentes las fuerzas insurgentes, una constitución basada en sólo un sector.
—Entonces ve usted un panorama muy difícil.
—No es que lo vea, es que así es. Porque el Ejecutivo no tiene en este momento una fuerza social que acompañe sus exigencias, y los militares sí son una fuerza.
Los primeros pasos de la nueva administración en referencia a las Fuerzas Armadas provocaron de hecho momentos de tensión. Por más que Arévalo, en sus discursos sobre institucionalidad del Ejército, ha defendido que los ascensos “deben cumplir y respetar los requisitos establecidos, acompañados de las valoraciones del desempeño laboral, principios y valores éticos y morales” como una forma más de exigir la despolitización de las Fuerzas Armadas, según la citada fuente en el Ejecutivo la decisión de nombrar como ministro al general de Brigada Henry David Sáenz —con 54 años fue ascendido a General de División cuatro meses después de asumir el cargo— fue recibido con suspicacias dentro de la institución, porque dejaba de lado a generales de mayor rango y edad.
La sombra de la politización, pese al discurso público de Arévalo, sobrevoló el nombramiento. Y las dudas se agravaron, especialmente entre la oposición a Arévalo, cuando el 6 de mayo Sáenz caminó al lado del presidente hasta el Congreso para entregar una iniciativa de reforma de la Ley orgánica del Ministerio Público, con el objetivo evidente de tener una herramienta legal para destituir a la fiscal general, Consuelo Porras.
“La Constitución prohíbe a los miembros del Ejército participar en política, y qué más político que ese acto”, protesta Ricardo Méndez Ruiz, presidente de la Fundación Contra el Terrorismo (FCT) y operador político de la oposición más radical contra el gobierno de Arévalo. “No es cierto que Bernardo Arévalo pretenda alejar al Ejército de la política, al contrario, lo está involucrando como no se había hecho en toda la era democrática”, dice.
Las tensiones fueron aún mayores por la inesperada destitución a inicios de mayo del Jefe del Estado Mayor, general Carlos Medina Juárez, un oficial de una promoción anterior a la del ministro, y el nombramiento en su lugar de un coronel de infantería, Hermelindo Choz Soc, compañero de promoción de Sáenz. Aunque el relevo se trató de presentar desde el gobierno como “rutinario”, fue evidente que Arévalo estaba recolocando sus piezas en el tablero castrense.
Choz fue ascendido a general solo dos semanas después, y el mismo ministro Sáenz se vio obligado a desmentir en público que la sustitución hubiera producido una crisis interna en la Fuerza Armada —dijo que “no hubo ninguna riña, ninguna insubordinación, ningún cambio de opiniones”—, lo que terminó de consolidar la certeza de que ésta efectivamente sucedió.
—El nuevo jefe del Estado Mayor es un coronel, cuando normalmente es un general, y eso genera tensiones, porque significa que tienes a un coronel dando órdenes a todo el Ejército —ilustra la fuente en el Ejecutivo—. Arévalo padre tuvo ese mismo problema hace 80 años.
—¿Y por qué el presidente Arévalo hace un movimiento así, si conoce bien el Ejército y sabe que tendría ese efecto?
—Porque no había nadie limpio en quien él confiara.
En los últimos meses se solicitó por cauces formales y vías alternas una entrevista con el presidente Bernardo Arévalo para profundizar en sus planes de reforma del Ejército, y preguntarle por el contexto político, el perfil actual de la institución y la viabilidad de esos cambios. Pese a la inicial respuesta positiva, la entrevista nunca fue concedida.
¿TIENE GÉNERO EL EJÉRCITO?
En abril, el gobierno de Arévalo sumó a su impulso reformista la Política de la Mujer Militar del Ejército de Guatemala, que, según se describe en el documento, tiene como objetivo: “Fortalecer la observancia y cumplimiento de los derechos de la mujer militar, para su desarrollo integral y meritocrático en todos los campos del quehacer del Ejército de Guatemala, valorando el reconocimiento de su jerarquía, capacidad profesional, valores éticos y morales, en apego al respeto de su dignidad humana, libre de prejuicios, estereotipos y paradigmas, como lo establece el marco internacional, nacional e institucional, referente al respeto de los derechos humanos”.
La nueva política incluye la implementación de una cuota de mujeres en la institución, incluyendo su incorporación a la Brigada de Fuerzas Especiales “Kaibil”, unidad de élite del Ejército de Guatemala.
La medida vino acompañada de una acción práctica y de enorme simbolismo: el 31 de enero, cuando apenas se cumplían dos semanas del gobierno de Arévalo, Defensa anunció el ascenso de cuatro mujeres militares y su asignación a posiciones de alto mando: Hilda González Klusmann, Coronel de Sanidad, fue colocada al frente del Comando Regional de Entrenamiento de Operaciones de Mantenimiento de Paz (CREOMPAZ) y se convirtió en la primera mujer en comandar un destacamento; la coronel Karen Pérez Meléndez fue nombrada encargada de la Industria Militar; la coronel Ana Patricia Prado Barahona fue nombrada responsable de Sanidad General; y la coronel Verónica Doño Lobo, fue nombrada Directora general de Derechos Humanos. En el acto de entrega de nuevos mandos, Arévalo se comprometió a que al fin de su mandato haya una mujer general en el Ejército de Guatemala.
También esta maniobra despertó escozor en las filas más conservadoras de una institución de por sí conservadora. Otra fuente del Ejecutivo asegura que en el entorno del presidente se sintió el oleaje causado por la nueva política de la Mujer Militar: “El discurso de Bernardo Arévalo generó mucho ruido, por su supuesta intención de inyectar lo que llaman ideología de género en el Ejército”, dice.
Desde un lugar diametralmente opuesto, la socióloga, investigadora y comunicadora social feminista Ana Silvia Monzón advierte que, en su perspectiva, “la teoría feminista es incompatible con instituciones que han sido patriarcales y que se basan en el ejercicio de la violencia, como el Ejército”, pero aun así aplaude la aspiración a la equidad que impulsa el Gobierno “en una institución que por ahora se hace necesaria por las funciones que tiene el Ejército en el Estado”. “Si no se puede prescindir del Ejército en tanto institución que sea lo más equitativa posible”, dice.
Desde su fundación en 1871, el Ejército de Guatemala estuvo por más de un siglo integrado sólo por hombres. La primera mujer oficial de carrera se incorporó a filas dos siglos después, en la década de los últimos 70, y sólo en 1997 ingresó a la Escuela Politécnica la primera promoción de damas cadetes. La estructura de mando ha mantenido en todo caso, una tradición y una cultura rígidas en términos de género: los trabajos a los que se destina a mujeres dentro de la institución han sido en general de carácter administrativo, con contadas excepciones en unidades de paracaidismo o unidades humanitarias. Ese es el contexto que enfrentan las 3,095 mujeres que, según el Diario Oficial, son parte de las fuerzas armadas.
Julie López aporta un detalle de perspectiva: “Sólo hubo una vocera del ejército, en comunicación con prensa, en los años 90. Y ninguna mujer ha ocupado un puesto alto del Ministerio de la Defensa”, dice.
La opinión de Ricardo Méndez Ruiz, vocero de las fuerzas más reaccionarias de la política guatemalteca, da un indicio del tipo de posturas a las que se enfrenta el intento democratizador de Arévalo: “Modernizar el Ejército es equiparlo, que esté bien armado, que se pueda transportar con facilidad en toda la República y que pueda comunicarse con facilidad a lo largo y ancho del país para ser eficiente”, argumenta. “Modernizarlo no es meter a puro tubo a las mujeres y hacerlas generales sin cumplir los requisitos, eso es destruirlo. Solo hace falta que trate de incluir homosexuales en el Ejército. Eso sería el colmo, y no estamos muy lejos de eso”, dice el líder de la FCT, que se presenta a sí mismo como “activista de ultra derecha” y tiene fuertes vínculos con veteranos del Ejército.
El problema no es sólo generacional. No se trata de resistencias enquistadas en las capas de más edad del Ejército o de la derecha guatemalteca. El funcionario del gobierno de Arévalo explica que se reunió en los últimos meses con oficiales jóvenes y salió, dice, “escandalizado” por su visión del país, que le pareció mucho menos que democrática. “Además, están bravos. Sienten que los nuevos funcionarios somos contrarios a los valores que ellos han cultivado en toda su carrera militar”.
“Guatemala es una sociedad en la que el tema militar produce tensiones, polariza y termina por zanjar posiciones ‘anti’, ya sea antimilitares, como anticiviles”, escribieron en 2020 el historiador Knut Walter y el historiador y politólogo Otto Argueta, hoy subsecretario de la Secretaría de Inteligencia Estratégica (SIE) en el Gobierno de Arévalo.
“Las alarmas se siguen encendiendo cuando un presidente, civil y electo democráticamente, hace alarde del apoyo que encuentra en el Ejército para poder llevar a cabo su gestión, y la institución armada no escatima recursos para demostrar su capacidad de cumplir con dicha insinuación”, se lee en su artículo. “¿Nos encontramos ante una democracia que, por la debilidad o incapacidad de sus autoridades civiles, no puede escapar de depender de la institución armada?”
Alfonso Portillo se coloca del lado de los optimistas. “Creo que a pesar de todas las dificultades que tiene para avanzar en sus políticas, Bernardo puede hacer que haya un salto adelante en el Ejército, porque los oficiales formados en el anticomunismo ya no están”, dice el expresidente. “El Ejército necesita transparencia, despolitizar los ascensos y romper con las cofradías, y creo que Bernardo lo puede lograr hablando con la oficialidad media, que es más permeable, consciente y moderna”.
***
“El ministro Sáenz ha demostrado que tiene músculo, porque para domar a esa jauría”, dice la fuente en el gobierno de Arévalo, en un intento por transmitir calma sobre el rumbo de las maniobras de Arévalo en los sectores tradicionalistas del Ejército. Sáenz también se esfuerza por restar importancia a los choques y repite que “el Ejército tiene que ser apolítico y no estar plegado a intereses de grupos partidistas”. “El Ejército tiene que estar alejado de problemas coyunturales, legales, políticos o económicos”, dijo en una entrevista para este reportaje.
“Siempre hay grupos que quieren tener influencia mediática ideológica y a veces hasta económica”, asegura. “No es el caso en esta ocasión: el que manda es el Presidente, yo recibo órdenes directas de él, no hay intermediarios, no hay grupos de presión”, asegura.
El ministro de Defensa también se pronuncia sobre el compromiso del nuevo gobierno con la igualdad de género en las Fuerzas Armadas, y presume de una de las medidas que más atención despertó en los primeros meses de su mandato: la apertura del curso kaibil, que forma a las fuerzas especiales del ejército, a mujeres soldado: “Ya una vez, hace algunos años, antes de que se regulara si las mujeres podían ser o no kaibiles, participó en el proceso de selección una mujer y ganó la prueba”, dice. “Pero nuestra infraestructura, los procedimientos, los protocolos, no estaban preparados para la participación femenina, y por eso no participó en aquella ocasión el curso kaibil”.
“Pero no solo los kaibiles son fuerzas especiales” se esfuerza por aclarar. “Las mujeres ya están en una unidad aerotransportada, son paracaidistas y hacen operaciones especiales”.
“Las primeras cinco que participaron este año no se prepararon y no ganaron, pero ya la puerta está abierta. Estoy seguro que muy pronto vamos a tener a la primera mujer en la historia de pisar la escuela kaibil”, afirma. “Y ya serán sus capacidades las que definan si van a serlo o no. Hay oficiales que llegan, hombres, que a los dos días o a los tres días vienen de regreso por la intensidad del entrenamiento”, dice como si fuera una advertencia.
Mario Duarte, secretario de Inteligencia Estratégica del Estado durante el gobierno de Jimmy Morales, y otro de los opositores más agresivos al nuevo presidente, cuestiona los ascensos y nombramientos de mujeres oficial hechos bajo el nuevo gobierno. “En la actualidad, en Guatemala no hay ni una oficial mujer que cumpla con los estándares para optar al puesto de coronel o ascender a general”, dice antes de insinuar con cierto desprecio que las oficiales que recibieron nuevos cargos no tienen la formación militar de sus pares hombres y pasaron por “cursitos que se sacan a última hora”.
El Ministro Sáenz lo desmiente. Asegura que las oficiales que están en nuevos puestos clave llevan ocho meses enfrentando día a día los desafíos del cargo muchas veces con recursos limitados”, y que sus subalternos están respaldando las decisiones. “Esto no es tema de género, es de calidades y cualidades”, dice.
Y agrega: “Se han ido apagando las voces de los recalcitrantes y de los radicales que dicen que se las asciende por cuota y por una cuestión ideológica”.
HECHOS Y GESTOS
“¡Kaibil, kaibil, kaibil!”, gritaba Jimmy Morales mientras golpeaba con la palma derecha una placa de madera con su nombre. Aquel 5 de diciembre de 2019 el entonces presidente de la República, actor cómico de profesión, gobernante casi por azar tras la elección convulsa de 2015, portaba la conocida boina corinto de la unidad de élite del Ejército, creada en 1974 para conducir operaciones especiales de contrainsurgencia y combate en condiciones extremas.
Una boina asociada a los más brutales crímenes de guerra del conflicto interno, y al mismo tiempo ensalzada como símbolo de valentía, fuerza y hombría en amplios sectores del país.
Morales había sucedido en la presidencia a un kaibil real, Otto Pérez Molina —un exgeneral vinculado con el genocidio ixil que terminó yendo a la cárcel por corrupción— y cumplía su tercer año de mandato tras expulsar de Guatemala a la Comisión Internacional Contra la Impunidad (Cicig). Durante la celebración del XLV aniversario de la Brigada de Fuerzas Especiales, en un acto semisecreto, había sido nombrado “Kaibil Honorario”.
El Ministerio de Defensa dijo que el nombramiento se le otorgaba “por su apoyo al engrandecimiento de las Fuerzas Especiales y, por ende, del Ejército de Guatemala”. En cuatro años, Morales había aumentado un 20 % el presupuesto de las fuerzas armadas, que en 2016, al inicio de su mandato, rondaba los 2.5 mil millones de quetzales y cuatro años después, alcanzó los 3 mil millones, más de US$380 millones de dólares.
Virgilio Álvarez Aragón vincula lo kaibil con lo que llama “la ideología autoritaria del Ejército de Guatemala” y su rostro más conservador. “Es una ideología construida desde una visión machista, patriarcal, autoritaria y violenta de ‘aquí vive el más fuerte’”. A ese cuerpo ha abierto el gobierno de Arévalo la incorporación de mujeres militares.
Jo-Marie Burt es crítica con la medida. “Incorporar a mujeres a los kaibiles no cambia nada”, opina. “Es necesario un cambio más radical. Al ser detenido en Estados Unidos, el kaibil Gilberto Jordán aceptó haber participado en la masacre de Dos Erres y confesó haber sido el primero en tirar a un niño, un bebé, a un pozo” recuerda. “No veo cómo una unidad que tuvo ese papel en la historia podría reformularse. Debería ser abolida”.
Un Coronel de Artillería y kaibil, que pidió no ser identificado en este reportaje porque dio la entrevista sin permiso de sus superiores, dice ser consciente del peso que aún arrastran las Fuerzas Armadas, y en concreto los kaibiles, por sus actos en el pasado. “Cuando estamos de misión en lo más recóndito de la montaña, o en sitios fronterizos, hay mujeres y niños que ven a un soldado, a un kaibil, en sí a un hombre con camuflaje, y salen corriendo”, describe. “Temen, porque seguramente les han contado aquella parte de la historia que a nosotros, en el Ejército, no nos gusta abordar”.
Hay mujeres dentro de la institución que ven con escepticismo la posibilidad de cambio, o su alcance. “Lo que diga el gobierno y lo que tenga pensado en temas de inclusión, perfecto, porque en papel todo se mira bonito y todo suena bien en cámaras”, expresa una miembro del Ejército que trabaja en labores administrativas y pidió no ser identificada por temor a represalias. La fuente, que ha llegado a participar en misiones internacionales del Ejército de Guatemala, es crítica también con el reciente nombramiento de mujeres como comandantes: “Son de Sanidad Militar, graduadas en México, son enfermeras… No son oficiales del Ejército de Guatemala, no vivieron lo que vivieron las mujeres que se integraron a la primera promoción de la Escuela Politécnica”, dice.
También pide cierta prudencia Jo-Marie Burt: “La idea de la participación de la mujer en todas las instituciones, en todos los lugares, a mí me parece fantástica, pero de por sí no necesariamente significa que vamos a tener una política más progresista o más acotada a los derechos humanos”, dice la académica. “Tendemos a tener la visión simplista de que el hombre es el bélico y la mujer aporta un balance de amor y paz. Eso es simplista”.
—El presidente Arévalo está comprando cierto apoyo de la oficialidad, pero es un apoyo que no se va a traducir en democratización, es decir, en una visión claramente democrática —lamenta Álvarez Aragón—. “Habrá cambios, pero cambios cosméticos. Puede suceder que tres o cuatro mujeres coronel tengan la posibilidad de ascender. Puede ser, incluso, que Bernardo termine con una ministra de la defensa…
— Pero no cree que sean cambios de fondo.
—No. Lo que tendría que hacerse es un cambio constitucional. Que el ministro de la Defensa pueda ser un civil. Pero eso de momento es imposible. Ya Portillo trató de nombrar precisamente a Gabriel Aguilera como ministro de la defensa, pero para eso tenía que hacerse un cambio constitucional, y no lo hicieron.
***
El ministro de Defensa insiste en defender los avances y se atribuye el mérito de haber impulsado la política de igualdad de género: “Hay narrativa en donde el presidente a mí me da la orden de poner mujeres en el mando, y no fue así”, dice. “Yo soy hijo de mamá soltera y tal vez por eso mi formación fue un poco diferente, desde el enfoque de una mujer. Yo tengo la intención de que el ejército dé oportunidades para todos. Es criterio personal tomar mujeres para hacerlas comandantes y es criterio personal ordenar que las mujeres puedan ir al curso kaibil”.
Esos gestos contrastan con las realidades invisibles que describen mujeres con experiencia dentro del Ejército de Guatemala. Una mujer en el ejército, que habla desde el anonimato por temor, describe una estructura de poder jerárquica que ha mantenido una cultura de silencio e impunidad frente a prácticas de acoso y hostigamiento a mujeres, y que dificulta cualquier denuncia o incluso una conversación abierta sobre estas prácticas:
“Es bastante complejo hablar libremente, porque después se crea una situación insostenible”, dice la fuente. “Toman represalias, todos se señalan entre sí, y como nosotros solemos decir: ‘si lo llevan mal te llevan mal’”.
Son especialmente comunes, dice, las insinuaciones de mandos superiores a mujeres en puestos subalternos: “Es horrible. A una la miran, digamos, que es bonita, y ‘a esa quiero’. Así como que están escogiendo”, describe, y asegura que en la mayoría de casos las mujeres no denuncian estas agresiones por miedo a ver afectadas sus oportunidades de promoción. “La verdad es que existe muy poco apoyo con ese tema. Primero, porque todos se cubren entre todos. Y después entra la intimidación: ‘Es que después que va a pasar esto, es que no lo hagas, es que no pongas la denuncia…’”.
Uno de los ejes estratégicos de la Política de la Mujer Militar es, en el papel, “la protección en contra de casos de violencia hacia la mujer militar, discriminación, acoso sexual, acoso laboral y otras vulneraciones a sus derechos fundamentales”. El texto reconoce que las acciones, mecanismos y procesos institucionales para la protección ante casos de violencia, discriminación y acoso son insuficientes, propone desarrollar procesos para “facilitar las denuncias, estandarizar las investigaciones y proteger a quienes denuncian”.
Hay mujeres dentro del Ejército que conservan las dudas. La oficinista de la Fuerza Armada lo resume: “La institución no es la mala; es la gente, los hombres que la dirigen”.
(Logo CAP) Este reportaje se realizó en el marco del Ciclo de Actualización para Periodistas (CAP) sobre Democracia en Guatemala.