Centroamérica ignora la sobrecarga laboral de las mujeres y no invierte lo suficiente para protegerlas. En una región donde 6 de cada 10 centroamericanas brindan cuidados de manera no remunerada a integrantes de su hogar, durante casi 20 horas semanales, la falta de políticas integrales que transforme esta realidad es la norma, no la excepción.
Por regla general en torno a las mujeres, hay casi siempre una madeja de personas que dependen de ella en más de un sentido. Se trata de hijas, hijos, madres, padres y otras relaciones estrechas por las que circulan afectos, tiempo y dinero. Durante casi toda su vida, la vivencia de las mujeres está profundamente definida por estas relaciones de alimentación, cariño, sostén, en resumen, de cuidados. Tradicionalmente, estas tareas han sido vistas como un deber estrictamente femenino, dictado por normas de género arraigadas. En Centroamérica, 6 de cada 10 mujeres brinda cuidados de manera no remunerada a integrantes de su hogar y le dedica a ese trabajo casi 20 horas semanales – 13 horas más que los hombres. Esta carga tan visible ha sido fácilmente ignorada no solo por los presidentes sino por una región entera que prefiere llamarle “amor” a las labores de cuidado, generando más presión sobre ellas en lugar de exigir políticas que transformen esta realidad.
Idealmente, el mundo laboral, los gobiernos y los hombres –dentro y fuera de la casa–deberían compartir esta responsabilidad. En países con trabajos remunerados de calidad, licencias por nacimiento, servicios de cuidado infantil y apoyo financiero para criar a los niños, la vida es muy diferente en comparación con Centroamérica. En lugares donde además se crean condiciones para que los hombres asuman su parte en el cuidado, la vida de las mujeres mejora significativamente, y los cuidados se convierten en una experiencia menos gravosa en su sueño y su salud, y más gratificante y compatible con tiempo personal y laboral.
Las políticas familiares son los brazos del Estado que moldean cómo se protege y apoya – o se les deja solas– a las personas y, muy especialmente, a las mujeres en sus roles familiares. Muchas veces, estas políticas son implícitas y pasan desapercibidas en tanto intervenciones en las familias. Por ejemplo, la falta de derechos reproductivos, como el acceso a la interrupción de un embarazo no deseado, es una política de familia implícita que afecta directamente a las mujeres, aunque generalmente se aborda como política de derechos humanos o incluso de salud pública – que también es. El que las mujeres deban dedicar tantísimas horas al trabajo doméstico no remunerado, también refleja una política de familia implícita. En Guatemala, ellas le destinan entre 60 y 44 horas semanales, según se trate de las de menores o mayores ingresos, respectivamente.
En las últimas dos décadas, Centroamérica ha avanzado al crear políticas de familia explícitas. Algunos gobiernos, como el de Costa Rica con su Red de Cuido y El Salvador con su Comisión Interinstitucional de Cuidados, han reconocido que las mujeres no pueden hacerlo todo solas y que los cuidados son responsabilidad de toda la sociedad, incluyendo el Estado y los hombres con responsabilidades familiares. Esto ha llevado, por ejemplo, a hacer encuestas de uso del tiempo que muestran cómo se distribuye el trabajo entre hombres y mujeres y cómo las mujeres a menudo enfrentan jornadas de trabajo dobles o triples, entre trabajo pagado y no pagado.
Todos los países centroamericanos cuentan con al menos una medición aunque los datos no se actualizan desde 1998 en Nicaragua, 2009 en Honduras y desde 2019 y 2017 en Guatemala y El Salvador, respectivamente. La última encuesta disponible, realizada en Costa Rica en 2022, muestra que las brechas en el tiempo semanal que destinan las mujeres a cuidar de manera no remunerada en sus hogares continúa siendo de más de 16 horas, tal como ocurría en 2017, cuando la encuesta se realizó por primera vez.
Estas encuestas muestran también que las mujeres en Centroamérica –al igual que en el resto de América Latina– somos hoy más desiguales que nunca entre nosotras, a la vez que persisten las desigualdades de género. Esto se ve, según estimaciones de ONU Mujeres, en la participación laboral de las mujeres. Aquellas con menos educación formal tiene una participación similar a la que tenían a inicios de los años 2000 (4 de cada 10), mientras que la participación de las mujeres con mayor educación formal ha continuado aumentando hasta superar las 6 de cada 10. Si lo comparamos con la participación de los hombres con un nivel de educación similar, las primeras tienen una brecha de hasta 70 puntos porcentuales y las segundas, de solo 10.
Sin embargo, a pesar de la rampante evidencia que existe para contar con políticas públicas adecuadas, los avances han sido más anunciados que concretados. Las políticas explícitas de familia son limitadas en su alcance y efectividad. Los cambios son difíciles, especialmente en contextos de alta informalidad laboral y adonde los recursos destinados a las políticas públicas son insuficientes. En Costa Rica, por ejemplo, se ha extendido la licencia por nacimiento a trabajadoras independientes. Aunque no es fácil hacer cumplir estas medidas, su reconocimiento legal es un paso importante, siempre vinculadas al trabajo de las madres y su contribución a la seguridad social.
Además, los países centroamericanos no invierten suficiente dinero en proteger a su población. La pandemia de Covid-19 demostró que la capacidad de los gobiernos para llegar masivamente a las personas es mayor de lo que se suele suponer. Países que se asumen con gobiernos con poquísimas capacidades para proteger a su población, como Guatemala, en cuestión de semanas logró entregar transferencias monetarias de emergencia a más de 10 millones de personas. Lastimosamente, una vez que el miedo a la pandemia y al desorden social que ella podría generar se disipó, se desvanecieron rapidamente las medidas.
Reconocer formas de organización familiar más allá del modelo tradicional de «papá trabaja y mamá amasa la masa» lleva tiempo. Aunque la mayoría de los hogares en Centroamérica ya tienen a mamá trabajando y cuidando, las reformas para que papá también participe de manera equitativa en el cuidado y que se reconozcan los permisos para parejas del mismo sexo aún están en pañales.
De hecho, hay gobiernos que están actualmente promoviendo políticas que siguen estando basadas en modelos tradicionales, como se ve en programas de primera infancia en El Salvador y Nicaragua – “Crecer Juntos” y “Amor por los más chiquitos”, respectivamente. Estas políticas, aunque son en teoría bien intencionadas, conllevan una mayor demanda de trabajo para las mujeres, algo que se agrava dado el contexto de altísima informalidad laboral y de mayor precariedad económica ocasionada por el alza en el precio de los alimentos.
Las políticas punitivas que se están implementando en países como en El Salvador, con su régimen de excepción, agravan aún más la situación de las mujeres. La captura masiva y sin debido proceso de hombres que tradicionalmente han sido los principales proveedores de ingresos obliga a las mujeres a asumir responsabilidades adicionales. Ellas deben correr para atender a sus familiares presos, pagar por su alimentación, vestimenta y medicamentos, mientras continúan sosteniendo a los miembros de la familia que están fuera. Esto aumenta la carga de trabajo de las mujeres, que deben hacer malabares para mantener la red de relaciones familiares que dependen de ellas.
A menudo, las medidas punitivas se presentan como soluciones rápidas a problemas sociales urgentes, como la inseguridad. Sin embargo, en lugar de resolver los problemas, estas políticas aumentan la desigualdad socioeconómica y de género. El populismo punitivo refuerza la idea de que la cárcel reduce la delincuencia y cohesiona a la «gente buena» contra la «gente mala». Sin embargo, esta narrativa simplista no aborda las causas subyacentes de los problemas sociales, y exacerba las desigualdades existentes. Además, en escenarios represivos, quienes tienen menos voz, como es en términos generales el caso de las mujeres, suelen tener más para perder. Para muestra está la represión de que ha sido objeto el salvadoreño Movimiento de Víctimas del Régimen (MOVIR), integrado fuertemente por madres, hijas y hermanas de personas presas sin debido proceso.
Para saber realmente si y cómo los gobiernos están mejorando la calidad de vida de las mujeres, es crucial considerar tanto las políticas familiares explícitas como aquellas que, siendo implícitas, pueden agravar las dificultades económicas y de cuidado. Si no se abordan estos problemas, muchos de los avances recientes podrían verse revertidos, y las mujeres seguirán siendo las principales víctimas de un sistema que les exige cada vez más mientras les ofrece menos apoyo real.