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El país cárcel de Xiomara Castro

La presidenta de Honduras ganó el poder con una promesa de cambio, pero ahora queda claro que el único cambio que hubo fue de partido porque el país está más cerca de ser una cárcel que uno donde las libertades y la democracia tienen futuro.

El gobierno de Castro fue para muchos una promesa de cambio y reivindicación para las mujeres, pero lejos de eso, cuando la violencia se salió de control en diciembre 2022, la única estrategia fue la de emular la ya conocida mano dura para enfrentar la extorsión y el narcotráfico. En plena crisis carcelaria, la primera mujer presidenta de Honduras prefirió obviar el evidente involucramiento de autoridades en la masacre de 46 mujeres en una cárcel y en lugar de optimizar el sistema de justicia en el país o investigar los hechos, trasladó a las sobrevivientes a una cárcel de máxima seguridad donde solo hay hombres, militarizó el sistema penitenciario, separó a las pandillas en centros penales exclusivos y aceleró el “plan solución contra el crimen” que prolonga el estado de excepción e incluye la construcción de una mega cárcel en una isla inhabitada. El único cambio que hubo fue de partido porque ahora Honduras está más cerca de ser una cárcel que un país donde las libertades y la democracia tienen futuro.

Este proceso de imponer las medidas más populares frente a uno de los problemas que más aqueja a la población comenzó con la promesa de que la Policía Nacional Civil lideraría los esfuerzos de seguridad ciudadana, medida que inevitablemente dio un giro hacia la militarización cuando las cárceles comenzaron a retumbar en motines, asesinatos y la masacre de 46 mujeres ocurrida en junio 2023, la tragedia cúspide del sistema carcelario. 

La mayoría de las mujeres no tenían sentencia firme, las perpetradoras, de la pandilla 18 en su mayoría estaban presas por el delito de homicidio o sicariato y las mujeres víctimas y sobrevivientes eran simpatizantes de la MS que estaban presas en su mayoría por el delito de venta de drogas y extorsión. Pero en Honduras, un país altamente femicida, esta noticia fue solo una más de las desgracias de un país catalogado como un narco-Estado. 

Honduras ya había sufrido tragedias en cárceles con centenares de víctimas, en los gobiernos del Partido Nacional –el partido del expresidente Juan Orlando Hernández ahora condenado en EE. UU. por narcotráfico– entre 2002 y 2014, sin embargo esta fue la primera vez que las víctimas fueron mujeres, justo en el gobierno de la primera mujer presidenta. 

La viceministra de seguridad, Julissa Villanueva, dijo en diversos medios de comunicación que ella había advertido que algo pasaría en el sistema penitenciario y que había que resguardar, sobre todo, la cárcel de mujeres, una aparente muestra de que las mujeres eran una prioridad en el gobierno de Xiomara Castro. Meses después Villanueva aseguró que descubrió que miembros de la Policía estuvieron involucrados en la masacre y que el sistema de corrupción del sistema penitenciario está enraizado institucionalmente. Sus declaraciones no causaron ni siquiera un escándalo.

Cuarenta y seis víctimas en un solo hecho violento es una cifra terrorífica, pero a un año de esta masacre parece que a nadie le importa que haya justicia para estas mujeres que eran parte o habían colaborado con la Mara Salvatrucha. Fue como un escarnio público en el que se paga con el cuerpo de las mujeres y nada más. Nadie habla siquiera de lo que el Estado de Honduras puede volver a perder por un caso como este, ya que en 2012 tras un procedimiento judicial en la CorteIDH por un incendio ocurrido en 2004 en el centro penal de San Pedro Sula, el Estado tuvo que reconocer su responsabilidad por la pérdida de la vida de 107 privados de libertad algo que implicó gastos por reparación y el compromiso de mejorar las condiciones carcelarias poniendo al mando de civiles el sistema. 

Por eso la vía fácil es seguir la receta conocida: más militarización y más cárceles, aunque esté probado que es una receta para el desastre. Después de las múltiples denuncias sobre el involucramiento de la Policía en la reciente masacre en la cárcel de mujeres, la presidenta no ordenó investigar más o realizar una reforma policial, al contrario, le dejó la chequera con mil millones de lempiras (aproximadamente 40 millones dólares) a los militares para tomar el control de las medidas de seguridad y el sistema penitenciario y ahora le ha dado vía libre para construir dos mega cárceles, una en una zona entre Olancho y Gracias a Dios, dos de los departamentos más afectados por el crimen organizado, y una en las Islas del Cisne, un área protegida y parque marino en el caribe hondureño entre las islas de la bahía y la moskitia hondureña. Una cárcel que podría costar más de 80 millones de dólares en una isla inhabitada que no cumple ningún requisito más que el de satisfacer una fantasía de la administración Castro por parecerse al autoritario más cercano.

Para comprender el nivel de la fantasía hay que explicar que el alcatraz hondureño es inviable, no tiene licencia ambiental, no tiene acceso a agua dulce. Dos expertos contratados por el Gobierno, el Colegio de Biólogos de Honduras y la misma Universidad Autónoma han desaconsejado cualquier construcción allí. Es, sin haberse puesto la primera piedra, un desastre ambiental mezclado con el ambiguo sentido de justicia y castigo que genera un estado de excepción liderado por un gobierno que no quiere quedarse atrás en mostrar su uso de la fuerza. El desastre incluye también la falta de garantías mínimas de respeto a los derechos humanos, no solo de las personas privadas de libertad que terminarían ahí, sino también sus vecinos. Pero ni las críticas ni los estudios científicos, ni sentencias de la CorteIdh  ni las protestas de comunidades que podrían ser afectadas han significado algo para el Gobierno. Para esta administración la única respuesta posible es que estas medidas solo afectan a los malos, que los ciudadanos que no tienen vínculos con el crimen deben estar tranquilos y que quienes se oponen y defienden pandilleros algo deben. Esta mirada dicotómica, sin embargo, los toca y afecta de frente ahora que los vínculos con el narcotráfico también han llegado a altos funcionarios del gobierno de la refundación. 

Honduras es un país cárcel desde hace tiempo. Miles han logrado escapar con dificultad, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) por sus siglas en inglés entre 2021 y 2023 y el primer trimestre de 2024 los migrantes hondureños en frontera fueron de 1,734,686 en el año fiscal 2021 y 2,475,669 en 2023. Otros se han quedado esperando a que la situación mejore. Centenares votaron en 2021 por un giro de tuerca al narcoestado, pero continúan su día a día sobreviviendo en la oscuridad de un estado todavía más militarizado.

Cuando vi en octubre de 2023 a las sobrevivientes de la cárcel de mujeres que ahora habitan un módulo de máxima seguridad en una cárcel de hombres, la mayoría sin condena o con condenas menores por participar en el narcomenudeo, les pregunté qué país creen que les espera al salir después de cumplir su condena, me respondieron en coro: «¡Estados Unidos!» Sí, ese país en donde uno de sus candidatos a la presidencia promete un enorme muro y la operación de deportación de migrantes más grande de la historia es mejor opción que quedarse e insertarse socialmente en Honduras.  

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