Las comadronas han estado ahí durante toda la Historia. En silencio, han acompañado cientos de nacimientos. Pero el choque entre tradición y modernidad las ha alcanzado. El Estado ha intentado imponer su visión occidental de la biomedicina. Y ante ello las abuelas comadronas exigen respeto y reconocimiento. Existir ante la ley.
Faltan tres semanas –quizás menos– para que el bebé de Ana Tiul se convierta en cientos de pequeños estremecimientos dolorosos y quiera salir de su vientre. Será un grito o una docena. Y si todo sale de acuerdo al plan: será una larga espera con un buen final. Pero hoy en el centro de salud de Tamahú, en Alta Verapaz, a Ana le han dicho que hay un problema. Y la sentencia de los enfermeros fue contundente: el parto será complicado.
“Yo no quiero que me corten”, dice ahora Ana Tiul, en poqomchi’, su idioma materno.
Le explicaron que el niño, a lo largo de ocho meses de embarazo, ha sido travieso y ha dado vueltas de 180 grados dentro de su vientre y cuando falta menos de un mes para que nazca ha colocado sus nalgas bloqueando la única salida. “Saldrá de piecitos. Viene sentado”, le avisaron.
Por eso Ana, 23 años, con el vientre enorme y redondo, risueña, acompañada de su madre y su primera hija, ha llegado al casco urbano de Tamahú desde la aldea Santa Ana en busca de una comadrona. Los enfermeros le dijeron que nada pueden hacer por su caso más allá de una cesárea; los vecinos de su comunidad, en cambio, le han dicho que una comadrona puede arreglarlo todo. Y en este pueblo que marca una de las fronteras entre las etnias q’eqchi’ y poqomchi’, la clínica de la abuela Ilool (comadrona en poqomchi’) Thelma Max es conocida. Un lugar donde cada martes –día de mercado– hay mujeres a la espera de una revisión prenatal o de postparto.
La clínica se llama Rukuwil Tinamit (salud del pueblo). Ana pasa a consulta y no dice una sola palabra; quita la faja de su corte, se recuesta en una camilla y expone su vientre que parece una esfera cobriza palpitante. Bajo la luz de neón espera contemplando el cielo falso de la clínica.
Thelma Max es pequeña, divertida, de gestos teatrales, tiene 44 años y 25 de ser comadrona, que significa haber perdido la cuenta de los cientos de niños que ha ayudado a traer al mundo, “todos vivos”, dice con orgullo. Ahora ella se alza de puntitas sobre los pies para poder alcanzar el vientre de la paciente en la camilla. Localiza su estetoscopio que parece una pequeña campana de bronce que luego presionará contra Ana y se pondrá atenta.
“Busco el latido del corazón”, murmulla. Primero abajo del ombligo y nada. Luego va más arriba en el vientre y detecta una pequeñísima frecuencia “pum-pum, pum-pum”. La posición del latido, comenta, confirma la complicación del parto. “El bebé está al revés”. Thelma Max entonces se frota un poco de aceite en sus manos morenas. Sopla y se prepara. “Sólo las comadronas más hábiles podemos hacer esto”, dice y frota una mano sobre la otra. “Los médicos del mundo occidental prohíben este método”, frota. “Según ellos con esto el bebé se puede quebrar”, frota. “O el cordón umbilical se puede enredar en el cuello del pequeño”, frota. “Lo cierto es que hay que saber hacerlo. Tener el don”.
Con una mano sobre la otra, la comadrona dibuja y realza la figura del feto en el vientre de Ana. Aparecen los rasgos de la cabeza redonda que sobresale como un bulto. Una breve protuberancia esboza una pequeñísima cadera. Thelma Max mueve, acomoda, palpa, empuja, frota, y poco a poco crea un movimiento circular dentro del útero, de abajo hacia arriba, y de arriba hacia abajo. El bebé se deja llevar por el desplazamiento de las manos y finalmente se acomoda y da señales de protesta: pies-patadas, manos-manadas que sobresalen sobre la piel que recubre el abdomen de su madre hasta que se siente a gusto en su nuevo lugar. Luego de quince minutos de las maniobras de la comadrona ha quedado en posición, listo para nacer.
–Ya no le cortarán cuando nazca– tranquiliza Thelma Max a su paciente.
–¿Son muchos los embarazos de este tipo? – se cuestiona a la comadrona.
–¿Podálicos, así? Bastantes. También hay niños que vienen atravesados. Esta mañana revisé tres casos similares. Es mejor reacomodarlos a que las madres sean cortadas por cesárea. Los doctores solo cesárea y cesárea y cesárea quieren hacer– se queja.
Ana ha cambiado de semblante y camina relajada, “con menos dolor”, dice mientras toca su vientre y se vuelve a vestir. “Será parto normal”, sonríe.
Y ya hay otra paciente que busca una comadrona en la puerta de la clínica.
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En Guatemala la mayoría de partos son atendidos por comadronas. Niños que dan su primer respiro junto al esfuerzo y sudor de su madre en su propia casa, en su propia cama, y no en la frialdad de un centro o puesto de salud, mucho menos un hospital. El Foro permanente ciudadano por la salud de los pueblos de Guatemala, un conglomerado de asociaciones que lucha por la pertinencia cultural dentro del sistema de salud oficial, contabilizó que un 70 por ciento de partos, en 2014, fue atendido por comadronas a nivel nacional. Es decir, nacer en casa es algo normal en muchas comunidades. “Los servicios públicos y privados son una alternativa y la primera opción son las abuelas Iyom (como las menciona en k’iche’ el Popol Vuh)”, explica Aura Cumes, doctora en Antropología.
En el área rural, salvo complicaciones importantes, las mujeres prefieren la atención de una comadrona que ha aprendido el cuidado y atención de un embarazo y un parto por medio de las tradiciones y no de los libros académicos. En los lugares más retirados, entre las montañas, donde no hay agua potable o electricidad, las comadronas son la voz de la sexualidad y la medicina (a veces atravesadas por una moralidad un tanto conservadora). Y si se pregunta, cualquier mujer sabrá dónde queda la casa de la comadrona que trabaja en su comunidad. Cada mujer embarazada tiene su comadrona. Y en esos parajes tan lejanos, según cifras proyectadas por el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) para el área rural, se darán casi un cuarto de millón de nacimientos en 2017. Y para cada uno habrá posibilidad de atención de una comadrona.
Y aun así:
“El Estado no ha logrado y no ha querido reconocer lo que hacemos. Sin nosotras, las abuelas comadronas, el sistema de salud de Guatemala colapsaría. Y hoy enfrentamos el mayor de nuestros miedos. Nos quieren fuera. Nos quieren prohibir nuestro trabajo. Nosotras planteamos coordinación y ellos proponen asimilación y poco a poco desaparecer nuestra costumbre”.
Micrófono en mano, quien habla es la abuela comadrona Graciela Velásquez. Es maya k’iche’, de Totonicapán, y representa legalmente a poco más de 12 mil comadronas guatemaltecas aglutinadas en el movimiento Nim Alaxik Mayab’ (Sabiduría Ancestral). Ahora mismo son cientos de comadronas las que escuchan sus palabras. Un congreso nacional con mujeres procedentes de ocho departamentos. Todas, como explican los organizadores, han ayudado a traer vida en algún momento a esta Tierra. La misión de una comadrona es esa precisamente: recibir vida y todo lo que puede implicar esta metáfora.
Pero no es tan sencillo, dice Velásquez. El Estado de Guatemala y la cooperación internacional tienen más de 40 años de intentar controlar el trabajo de las comadronas. “Una visión paternalista. Racista. De integrar sin respetar. Y tratar de desconocernos”. Velásquez, desde el escenario, es contundente. “Hemos sobrevivido y aún trabajamos en nuestras comunidades”.
No han podido contra ellas, contra el arraigo que ellas significan dentro de su cultura.
Desde 1969 empezaron las capacitaciones por parte del MSPAS. “Imponer lo biomédico occidental y desvirtuar la tradición de los pueblos originarios. Sin pertinencia cultural”, reclama Velásquez. Capacitaciones que aún hoy se realizan una vez al mes en los puestos y centros de salud y que resultan vitales para que las comadronas de toda Guatemala puedan realizar su labor porque asistir involucra implícitamente la posibilidad de tener un carnet respaldado por MSPAS donde se acredita quién es y quién no es comadrona y con el cual pueden inscribir el nacimiento de un niño en el Registro Nacional de las Personas (Renap).
“Una comadrona nace no se hace. Nadie puede venir a decir quién es y quién no es comadrona”, exclama Velásquez y los aplausos rugen a su alrededor.
Hay comadronas que caminan seis horas para llegar a su capacitación mensual que consiste, muchas lo dicen, explicar cosas que ya saben solo que con palabras más complicadas y rebuscadas que no dicen nada y que nadie comprende. Si faltan a tres capacitaciones, el carnet es recogido. La lógica es simple pero de una fuerza simbólica importante: sin carnet, para el Estado, las comadronas pierden de tajo todos sus conocimientos.
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¿Quién es comadrona? ¿Por qué son abuelas incluso las que no son tan ancianas? Una tarde lluviosa de principios de agosto la abuela Aq’omanel’ (comadrona en Kaqchikel) Rosa Chex, en su casa de San Juan Comalapa, Chimaltenango, contaba en qué consistían las capacitaciones que reciben en el centro de salud, “imponernos su visión de las cosas y convertirnos en parteras que no es lo mismo que una comadrona”, decía.
Luego Chex explicó cómo ella arma su kit de emergencia para la atención de partos que consiste en una balanza, dos pinzas, una tijera, varias toallas, cinta castilla, alcohol, guantes y una palangana metálica para colocar la placenta, todo esterilizado dentro de una pequeña maleta. “Hay cuatro formas de iniciarse en la misión de las comadronas”, dijo Chex: A) “Hay quién sueña que recibe cientos de recién nacidos durante las noches. Y esa es la revelación del don a través de los sueños”. B) “Hay otras que enferman. Viven toda la vida enfermas hasta que se dan cuenta que ese es su llamado, un aviso. Y cuando por fin atienden a su misión de comadronas sanan”. C) “Otras veces la comunidad las reconoce como comadronas. Algo intuyen. Algo siente la comunidad y las embarazadas tocan a la puerta de las comadronas en busca de ayuda”. D) “La misión también se hereda. Mi madre era comadrona y desde pequeña, 7 u 8 años, ahí estaba yo ayudando en los partos, llevando los remedios. Así me convertí en comadrona. Una vez que recibes un niño, la comunidad te empieza a decir abuela, aunque seas joven, has crecido en conocimientos. Te conviertes en abuela”.
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Ahora, ante más de 500 comadronas, la voz de Graciela Velásquez rebota por la amplificación de los equipos de sonido: “Cada año dicen que atendemos menos partos. Pero sabemos que es al contrario: ¡cada año atendemos más nacimientos!”.
Es con esta frase con la que Velásquez llega al corazón de la nuez de todo su discurso: la lucha legal que las comadronas han emprendido contra el Estado de Guatemala en los últimos años para conseguir ser reconocidas dentro de los sistemas de salud oficial.
En 2001 se creó el programa de salud tradicional que era una cuestión impuesta por el MSPAS, dentro del cual, se enmarcaron nuevas capacitaciones de medicina occidental para las comadronas y cuyo resultado fue un efecto colateral no esperado: la organización colectiva de las abuelas comadronas todas unidas en un frente común que velaba por el respeto a sus derechos.
Una década y media más tarde, la Unidad de Atención de la Salud de los Pueblos Indígenas de Guatemala (UASPIG), un órgano asesor de muy bajo perfil dentro del MSPAS, creó la Política Nacional de Comadronas, respaldada por la Ley de Maternidad Saludable. Se contabilizaron 23 mil 320 comadronas a nivel nacional. Se tomaron cifras del Instituto Nacional de Estadística que indican disminuciones fuertes, año con año, en la atención de partos por parte de las comadronas: 47 por ciento en 2011, 30.2 en 2015, 30.07 en 2016. Las organizaciones abuelas Iyom, no obstante, señalan que muchos de estos datos son ambiguos, con más del doble de nacimientos no registrados, con más de 50 mil comadronas no tomadas en cuenta.
El objetivo de la política nacional de comadronas, finalmente, se resumió en cuatro artículos muy generales, como diciendo, sabemos que existen las abuelas comadronas y por supuesto toleramos su presencia. Además de la promesa vaga de que se haría algo al respecto.
“El Estado es racista y colonial y nos discrimina. No nos permiten ingresar a los hospitales. Nos insultan. Nos hacen de menos y nos desprecian”, dice Velásquez para explicar que en septiembre de 2016, cansadas del maltrato, la organización que representa planteó una queja contra el Estado. Un amparo legal que les fue concedido por la Corte Suprema de Justicia (CSJ) en la que resolvió que había “omisión en garantizar el derecho a la salud sexual y reproductiva con pertinencia cultural a las mujeres indígenas”. La decisión fue apelada por los representantes de salud del gobierno de Guatemala y hoy continúan a la espera de una resolución por parte de la corte más alta del país, la de Constitucionalidad.
Nim Alaxik Mayab’ y otros consejos de comadronas del Altiplano demandan un fin “a la violencia física, sicológica, obstétrica, racista, machista de clase social en contra de las mujeres indígenas y comadronas”. Más de seis meses sin respuesta.
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–¿Por qué apeló el Ministerio de Salud el amparo que solicita el reconocimiento y respeto por la labor de las comadronas? – se cuestiona a la doctora Marcela Pérez, que ejerce como directora de la UASPIG, institución creada en 2009.
–Hay muchas peticiones generales en ese amparo. El reconocimiento va mucho más allá de dar instrumentos a las abuelas comadronas. Piden insumos como tijeras, pinzas, estetoscopio o equipo básico en salud. Para ello consideramos que no deben de tener estos instrumentos que tienen enfoque biomédico y no ancestral.
–¿Después de toda la inversión en años de capacitación les prohíben estas herramientas que ellas mismas piden?
–Hay un peligro a los conocimientos tradicionales. Desde la UASPIG queremos cambiar la lógica de imponer un enfoque occidental que no les pertenece. Les hemos hecho mucho daño a sus tradiciones. Queremos también disminuir la discriminación y el rechazo que sufren por el personal médico. Que se les permita el ingreso a las instalaciones de salud pública. De todo hay procesos iniciados– respondió la doctora Pérez, en su despacho donde asesora al Ministerio de Salud en temas de interculturalidad.
«El Estado no ha logrado y no ha querido reconocer lo que hacemos. Sin nosotras, las abuelas comadronas, el sistema de salud de Guatemala colapsaría»
Desde hace un año, las abuelas comadronas de La Tinta, Alta Verapaz, no han podido hacer su trabajo. Lo tienen prohibido terminantemente. Tienen prohibida la entrada al Hospital Distrital, puestos y centros de salud de toda la zona. Y tienen prohibida la atención de partos y cualquier consulta médica que haga la comunidad.
La Tinta es un territorio aislado. Flanqueado por caminos de terracería imposibles, calurosos, desesperantes y agotadores. Los trabajadores del Estado, muchos obligados a permanecer aquí sin otra opción, fácilmente crean pequeños feudos donde, sin supervisión de ningún tipo, su palabra se convierte en ley. Y nada más importa.
Desde hace un año, el doctor Douglas Ovalle es el encargado del Hospital Distrital de La Tinta. No importa si hay órdenes de más arriba. Si hay una Política Nacional de Comadronas desde el MSPAS o algún intento de reconocer algún sistema intercultural de salud, o cualquier lucha legal. Aquí lo que opine y dicte el doctor Ovalle es lo que prevalece. Su propia política para su distrito es evitar muertes maternas a toda costa. Para ello, dice, trata de no complicarse.
–Este año tenemos ocho meses de trabajar y no ha habido una sola muerte materna– se ufana. –El año pasado (2016) murieron dos pero porque llegaron tarde al hospital.
Se han construido centros de atención materno-infantil y servicios de extensión de cobertura, que han ido acercando la salud a las comunidades más remotas. Ello ha ido acompañado de un arrinconamiento de las comadronas.
En su oficina de director distrital –quizá uno de los pocos espacios con aire acondicionado de todo el hospital de La Tinta–, Ovalle habla del trabajo de las comadronas de manera despectiva. Espera, como doctor, que el contexto se adapte a él y a su ciencia, antes de que él intente adaptarse a la cosmovisión q’eqchí’ que le rodea. Y a pesar de todo, el doctor Ovalle se siente tranquilo de opinar. “Nuestra prioridad es institucionalizar a los partos. Que todos nazcan en un hospital”, explica y argumenta que es parte de los compromisos asumidos por Guatemala para cumplir con los Objetivos del Milenio de Naciones Unidas. Y culpa a las comadronas de no saber nada de su oficio. Dice:
–Si no tienen ni sexto primaria, y no tienen mayor concepto de fisiología o anatomía, manejan mucha desinformación; su concepción del mundo está dentro de un marco mágico. Ellas explican muchos eventos derivados de la naturaleza.
–¿No es falta de respeto al trabajo de las comadronas y su cosmovisión?
–Yo tengo un año de estar en el hospital de La Tinta. Diez años de ser médico. Cada mes asistimos a mesas técnicas de análisis de muerte materna en el Ministerio. Ahí se ve cuál fue la dinámica de una paciente y el contacto que tuvo con los sistemas de salud, sus síntomas y cómo murió. Y se incluye si hubo intervención de facilitadores comunitarios, si hubo comadronas, terapeutas o curanderos, si hubo sobadores, todo este tipo de personas que han tenido que ver con el caso. Y no hay un mes en el que no se vea: los errores son los mismos, y son derivados de la tradición.
–¿En La Tinta sirven las capacitaciones que el Estado ofrece a las comadronas? ¿No es desobedecer órdenes de más arriba, del Ministerio y el intento de buscar enfoque intercultural?
–Se hace, sí se hace, pero muchos de los conocimientos que realizan estas personas necesitan de otros conocimientos previos. He visto decisiones del ministerio que son tomadas por personas que nunca han tenido contacto con el área rural y sus costumbres. Con su cosmovisión. La teoría no es igual a la práctica.
–¿Las comadronas tiene prohibido trabajar en La Tinta?
–Las respetamos hasta la medida de lo posible. Mientras que su trabajo no implique que aumenten las muertes maternas. Tenemos que tratar de convencer a la gente de cómo cambiar su estilo de vida, respetando sus creencias. Y sin embargo, sus creencias van en contra de la salud. Y nosotros tratamos de llevar más salud– responde Ovalle.
Contra el Hospital Distrital de La Tinta, desde septiembre de 2016, hay una demanda interpuesta ante la Comisión Presidencial contra la discriminación y el racismo (Codisra). El doctor Ovalle no teme a las repercusiones legales en su contra: “Yo soy médico y no soy antropólogo, no soy sociólogo”, defiende.
Las abuelas xoconel’ (comadrona en q’eqchí) plantearon en la denuncia contra el Hospital Distrital de La Tinta que sus derechos habían sido violados, y percibían que el trato contra ellas tenía un significado racista. En este municipio la lucha de las comadronas ha sido solitaria. Hasta hace poco, no obstante, organizaciones como el Centro de Estudios para la Equidad y Gobernanza en Sistemas de Salud (CEGSS) han brindado ayuda para la asesoría legal. Angelina Chum, comadrona de 65 años, llora al explicar su caso: “Desde hace un año no tenemos trabajo. No podemos atender a la gente. Nos quitaron nuestra misión”.
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Las comadronas suelen obtener algún ingreso por su trabajo, un intercambio en algunos casos simbólico. Es variado. “Yo cobro Q50 por todo el proceso”, comenta Miguel Carrillo. Porque también hay hombres que se ganan la vida como comadronas. “Así como hay doctores varones hay comadrones”, dice. “A mí me pueden decir el compadrón”, ríe.
Mientras camina por las calles de Santa María Chiquimula, Totonicapán, Carrillo, protegido del sol de mediodía por su sombrero de tela, explica: “Hay algunas que cobran Q200 o Q150. Antes había un programa del gobierno que nos pagaba Q50 mensuales, que eran parte de los Programas de Extensión de Cobertura, a cargo de ONG’s. Pero se terminó”.
Antes, en otra época, en otro siglo, las comadronas aceptaban un pago en especie. Desde aves de corral hasta comida, todo a cambio de su trabajo. Pero vivimos otro tiempo y hoy las necesidades marcan otro tipo de agenda y las comadronas dicen que ven como un acto justo que haya un pago por su labor. “Es una forma de reconocimiento”, indica Carrillo.
En 2016 hubo un intento legal por parte del Estado para reconocer el trabajo de las comadronas de manera monetaria. Incluía también un día conmemorativo para su profesión: 19 de mayo. Más allá de la política nacional del Ministerio de Salud se intentó crear una ley que contemplaba el reconocimiento y un estipendio anual de Q3 mil para las 23 mil 320 que habían sido registradas. La ley fue aprobada por el Congreso de la República en febrero de este año y vetada por el presidente Jimmy Morales bajo el argumento principal de falta de presupuesto y “el peligro de deslegitimar a las comadronas al ser integradas al sistema de salud como otras empleadas más en la prestación de los servicios de salud pública”, y quedó sin efecto este cinco de octubre de 2017 por el Congreso de la República al ratificar la decisión de nulidad del Presidente.
La mayoría de organizaciones de comadronas apoyaron el proceso de creación de una iniciativa de ley en un principio, pero hoy mantienen neutralidad por el tema. “Hay miedo entre las abuelas de que sea otra forma más en la que se nos discrimine”, dice Graciela Velásquez. “La ley busca certificar quién es y quién no es comadrona. Y ese es –de nuevo– un problema. Certificar significa que el Estado te aprueba la misión. Y la misión no puede ser aprobada o evaluada por nadie. Se trae”.
Amílcar Pop, del partido político Winaq, fue el diputado ponente de la Ley de la Dignificación de las comadronas. Para él es simple lo que se pretendía. Nada más importante, dice Pop, que las comadronas puedan existir ante la ley siendo sujetos de derecho: “Tan sólo eso para poder organizarse. Para pedir respeto. Exigir al sistema reconocimiento como alguien más ante la ley”, comenta. Y eso, dice Pop, también conlleva quedar registradas ante el Estado. “No como control social, en términos de seguridad, sino desde el aspecto legal para validar la forma de integrar colectivos a nivel nacional y poder reclamar derechos”. Aunque en la ley (ahora anulada) no se establecían procedimientos y era breve en información y mecanismos, Pop indicaba que la tarea de registro y control de las comadronas corría a cargo del MSPAS. Su legitimidad ante el Estado, sin embargo, como indica Marcela Pérez de la UASPIG, aún es una idea ambigua y reconocer quién es y quién no es comadrona debe estar a cargo de movimientos nacionales de comadronas como Nim Alaxik Mayab’.
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En medio de una calurosa habitación en el municipio de Raxruhá, en Alta Verapaz, hay un enorme bebé de plástico sobre una mesa. Un ojo ya no le cierra bien. Está raspado y un poco sucio, pero aún tiene utilidad y está completo. Los ojos de 30 mujeres se han posado sobre el juguete. Todas con abuelas xokonel’ (comadronas en q’eqchí’) y en esta capacitación hablan de cómo cuidarlo porque, como les ha explicado la representante de la organización Tierra Sagrada, Norma Cochoo’ch, el muñeco de plástico acaba de nacer hace pocos minutos.
–¿Cómo se debe cuidar a un bebé? –pregunta la capacitadora.
Hay murmullos.
Catalina Pop, 74 años, toma al bebé de juguete entre sus brazos. Simula, frente a sus compañeras, que limpia la cabeza y el cuerpo con un trapo, revisa los ojos, el ombligo, la boca y los dedos de los pies y de las manos. Todas las mujeres asienten con la cabeza en señal de aprobación con el procedimiento. Casi al unísono, cinco de ellas dicen que el siguiente paso es vincularlo con la madre, que le dé de mamar.
“Neonato se le dice hasta que cumpla 30 días. Después se le dice recién nacido”, dice la enfermera Sandy Alvarado, que representa al puesto de salud de Raxruhá durante la capacitación. El bebé de juguete ahora pasa a una nueva fase de examinación: las 30 comadronas a su alrededor hablan de cómo deben estar atentas a la falta de llanto, a que su ano no esté perforado, que su labio no sea leporino, que el niño no sea de color amarillo, que no convulsione, que no vomite, que no haya diarrea, que su cabeza no sea grande como una pelota porque podría ser macrocefalia. Cualquier signo afirmativo, dicen en coro las comadronas, “debe ser remitido al puesto de salud”.
La enfermera les explica: “Recuerden que ustedes no pueden llevarse solas a los recién nacidos por cualquier emergencia o para registrarlos. No. Tiene que ir alguien de la familia. Se les puede acusar de robo”.
En Raxruhá las cosas no son como en La Tinta. “No es una capacitación, es un intercambio de conocimientos”, corrige Alvarado. Para los auxiliares de enfermería de este municipio no resulta válido pelear contra la realidad: “El 90 por ciento de nacimientos en Raxruhá son atendidos por comadronas. Ellas son el sistema de salud oficial. Nosotros sólo apoyamos”, indica.
Alvarado es interrogada por las muertes maternas en el municipio cuya salud está a su cargo. Y ella contesta que a la fecha (agosto), en Raxruhá, en 2017, sólo ha muerto una mujer durante el parto. “Fue porque decidió irse sola al hospital y se complicó todo en el camino”. El Hospital Nacional más cercano se encuentra a tres horas en carretera.
Esta tarde, cuando la capacitación haya terminado, las comadronas q’eqchíes de la comunidad de San Luis Tonitzul, Raxruhá, tendrán que demostrar sus habilidades. Lo que ellas hacen, cómo lo hacen, según la tradición, pero con un detalle importante: El Estado de Guatemala, aunque es mucho decir, las estará observando: la enfermera acompañará a Carolina Cabnal y a Albina Reynoso en la visita de revisión prenatal que ellas tienen programadas con varias de sus pacientes. La tarde estará hecha de calor y ruido de cigarras, embarazos, mujeres desnutridas y planicies llenas de casas humildes. “Los dos sistemas pueden coexistir”, dice la enfermera.
Lo que está por suceder en Raxruhá esta tarde es algo que ocurre quizás miles de veces, cada día, y casi de modo simultáneo en toda el área rural de Guatemala: una revisión prenatal. Una mujer en su casa –piso de tierra, block o bambú, espacios reducidos– que quitará la faja de su corte para exponer un vientre en crecimiento. La confianza ciega en su comadrona que buscará el latido de su bebé. Su posición. Colocará las manos sobre su vientre y dará un masaje. Sobará fuertemente y palpará. Muchos bebés reaccionan a esta estimulación. Se mueven. Se acomodan. O sólo dan una pequeña señal de su presencia. Las comadronas, entonces dicen, “us”, “utz”, “todo bien”. A menos que sean casos complicados.
Dependiendo de la región, la etnia y la costumbre hay diversas técnicas. En el área de Occidente se acostumbra el baño de agua caliente dentro del temascal para realizar las revisiones prenatales. La placenta, dicen las abuelas comadronas, encierra el talento del bebé y se entierra o se quema u ambas cosas. El ombligo se deja cerca de la casa cuando los niños nacen. La mujer puede escoger la posición más cómoda para dar a luz: vertical u horizontal. La mayoría de abuelas comadronas recomienda el parto vertical, “es más sencillo”, indican, “evita que se desgarre la piel de la vagina”. En el área sur de Guatemala, donde casi no hay comadronas indígenas solo mestizas, los procedimientos tienen otro enfoque, a veces marcados por la espiritualidad judeocristiana. Pero siempre la posibilidad de rito.
El puesto de salud de Raxruhá trabaja con 26 comunidades y con al menos 120 comadronas. Las enfermeras conocen la situación de casi todas las embarazadas del lugar, las posibilidades de complicación de ciertos casos, enfermedades de las madres, y tratan de estar pendientes de alguna emergencia. Con la capacitación mensual, las comadronas son los ojos más cercanos del sistema de salud en su comunidad.
–Si 20 mujeres llegan a chequeo prenatal al puesto de salud, quizá solo dos de ellas darán a luz de forma institucional– explica la enfermera de Raxruhá.
–¿Los demás bebés?
–Los demás nacimientos se harán en la casa de las familias, con una comadrona– dice Alvarado, sin soltar el bebé de plástico que la ha acompañado durante la jornada ya cuando atardece.
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Un geiser humano que exhala vapor de todo su cuerpo. Hace frío. Rebeca Us, de 21 años, parece un geiser de vapor junto a su comadrona Estela Ajtún, Ambas acaban de salir del temascal, esa bóveda de agua caliente y vapor que se ha utilizado desde siempre. Plantas medicinales, todo huele a té de hierbas medicinales: romero, salviasanta. Y dentro del temascal una escena oscura, con claustrofobias de inframundo. Porque en Totonicapán la revisión de un embarazo es sinónimo de agua caliente:
Rebeca tiene ocho meses de embarazo pero un vientre pequeño. Dentro de un mes, su plan es quedarse en casa. Nada de hospitales ni doctores. Nada de eso porque, tras dos embarazos, la experiencia la ha hecho más sabía.
–¿Por qué quieres tener a tu bebé en casa y no en un hospital?
–El hospital es lejos. Se pierde tiempo. Es más cómodo acá y no me insultan– dice Rebeca.
–¿Insultan?
–Con mi primera hija me hicieron cesárea. Me cortaron. Mi segunda hija nació de forma natural en el hospital pero me gritaron: “Así como abriste las piernas para gozar, así ábrelas ahora”. Fue feo.
Rebeca tendrá a su próximo hijo en casa, con la ayuda de una comadrona. “Queda solo una luna llena”, dice.
Razones hay suficientes por las que una mujer puede llegar a despreciar los puestos y centros de salud en el área rural. Muchas mujeres embarazadas se quejan de los tratos. Muchas dicen que hay insultos. Otras que no dejan que su comadrona explique su diagnóstico. Las echan. No hablan su idioma. Y, aseguran, intentan no volver a asomarse por los alrededores.
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Hay una orden del Ministerio de Salud que las comadronas intentan cumplir de forma diversa en todas las regiones. La orden general de no atender a mujeres que darán a luz a su primer hijo; tampoco a aquellas que hayan tenido más de seis niños. Primigestas y multíparas.
–Sabemos que intentan no hacerlo. Pero dependiendo del contexto no siempre se cumple. No se les puede prohibir su trabajo– dice Aida Tzuc, jefa de la asistencia técnica de enfermeras del Hospital Nacional de Cobán, Alta Verapaz.
–¿Por qué prohibir atender primigestas y multíparas?
–Por el esfuerzo que realizan. Puede haber complicaciones.
–¿Qué más se les prohíbe a las comadronas?
–La resistencia muchas veces es de los médicos, en realidad. Aunque se prohíban algunas cosas, ellas, a pesar de todo, intentarán llevar a cabo su trabajo. No por prohibir tareas dejarán de hacer sus cosas– dice Suc.
Una mala práctica también es tomada en cuenta. Hay comadronas que insisten en que las mujeres embarazadas deben pujar antes de tiempo durante el parto. Hay otras que se atreven a inyectar medicinas sin tomar en cuenta las consecuencias.
Hace cinco años el Hospital Nacional de Cobán fue parte de un experimento intercultural. Sus instalaciones se convirtieron en un espacio en el que se intentaría unir a los dos sistemas de salud de Guatemala. Un intento en el que las comadronas trabajarían dentro del hospital, debido a la alta demanda de sus servicios. La idea, impulsada por la cooperación internacional, buscaba aumentar el número de partos institucionalizados en Alta Verapaz. Tras poco más de dos años todo fracasó. ¿Un hospital con un área para comadronas? Se contrataron a cinco para llevar a cabo la atención. La legitimidad de las comadronas bajo las luces de neón de las salas de parto fue cuestionada. “Ustedes ya no son comadronas”, decían.
Y dentro del hospital:
–Las pusieron a trapear y barrer. Decían que eran sucias. No las dejaban hacer nada para atender a mujeres embarazadas. Dos de ellas dejaron de ser comadronas para trabajar en el área de limpieza y cocina. Aún están acá– dice la enfermera Tzuc. Ella contabiliza por lo menos 2 mil 39 comadronas trabajando en Alta Verapaz en estos momentos. Y estima que hay un 80 por ciento de nacimientos atendidos por comadronas.
–¿Hay muchas muertes maternas en Alta Verapaz?
–Bastantes. Es un número importante a nivel nacional. En los últimos años se ha reducido. Pero no es posible explicar los motivos.
«En el área rural se darán casi un cuarto de millón de nacimientos en 2017. Para cada uno habrá posibilidad de atención de una comadrona».
En todo reclamo colectivo hay pequeñas motivaciones individuales. Resistencias personales dentro de resistencias más grandes. Doña María Celedonia Tzucuc, 68 años, es una comadrona kaqchikel histórica. Se convirtió en abuela Aq’omanel’ el día en que trajo al mundo a un bebé en medio de los escombros del terremoto de 1976. La gente de su comunidad, en San Juan Comalapa, no ha dejado de buscarla desde entonces. Ella no sabe que existe una acción legal para que Guatemala la reconozca como comadrona. Tampoco sabe que el presidente vetó y dejó sin efecto la ley que buscaba dignificar su trabajo. Hoy, el miedo que tiene doña Celedonia es el de perder lo que hace cada día, que le quiten su carnet y no pueda cumplir su misión. La forma que ha encontrado para resistir y luchar consiste en algo pequeño pero de suma importancia para ella: aprender a leer y escribir. “Ya puedo firmar”, sonríe iluminada. Su firma es “M I I I I I C I I I I”.
“Con esto ya puedo ir a inscribir a los niños que atiendo durante su nacimiento. No pierdo mi trabajo. Pero poco a poco… la lucha”, dice aliviada.
La clínica de doña Celedonia es como muchas otras clínicas de abuelas comadronas. Es un cuarto muy limpio, una camilla, posters educativos, lamparitas, un par de armarios con remedios y tres mujeres esperando afuera, frente al portón. En una esquina una cama y en otra un pequeño altar con la patrona de las comadronas: la virgen de Guadalupe. La consulta se hace aquí. Un lugar que ha visto incluso nacimientos. Y también casos que para el Estado suelen ser invisibles, casos de maltrato familiar. Historias que cuentan las pacientes. “La confianza que genera una comadrona no es la misma que se tiene ante un enfermero o doctor desconocido que no entiende el idioma. Nosotras damos consejo, se intenta denunciar”, dice doña Celedonia.
Graciela Velásquez, la comadrona que representa a más de 12 mil a nivel nacional, lo relataba así durante una breve entrevista:
–Ahora como mujeres tenemos muchas herramientas. Cada vez nos empoderamos más. Podemos denunciar. Podemos exigir que se respeten nuestros derechos. Podemos ir a la Defensoría de la Mujer Indígena e intentar un cambio. Las cosas están cambiando.
–¿Cuál es la lucha más importante de las comadronas?
–Nuestra lucha es por existir. Que se reconozca nuestro valor. Hemos estado aquí durante siglos. Hacemos el trabajo que el Estado no logra cumplir. Queremos que se respete nuestra labor. Que podamos trabajar conforme a nuestra tradición, como nos enseñaron las abuelas. Que nuestra profesión se dignifique. Porque deben aceptar que no vamos a desaparecer.