En una sociedad que excluye, fuera de la dualidad hombre/mujer heterosexual, Gabriel Álvarez es un disidente del género en Guatemala. Académico rebelde y psicólogo, cuestiona la heteronormatividad y la transición como fin último. Como persona trans, lucha por los derechos de su comunidad, en un país cuyo gobierno renueva en 2021 su defensa de la familia tradicional.
“De 5 formas diferentes, yo sé lo que significa ser leído como mujer, como lesbiana, como una persona trans, que no se entiende aún si es hombre o mujer o qué, yo sé lo qué es que me lean como hombre cisgénero -la expresión de género coincide con el sexo biológico- y sé lo que se siente que me lean como hombre gay; entonces, comprendo todas esas violencias tan diferentes que se viven en un mismo cuerpo”.
Gabriel Álvarez
Detrás de la cortina, Gabriel Álvarez escuchó el sonido de las puertas del teatro al abrir. El público estaba entrando al Centro Cultural de España, en Ciudad de Guatemala. Era el 23 de noviembre de 2014. El murmullo de las personas se intensificaba. Estaba solo y le temblaban las manos y las piernas. También el latido de su corazón. Esa noche, iba a desnudarse física y emocionalmente. Un sonido inesperado opacó a todos los demás: la voz de su abuela. Por el eco de sus palabras, Gabriel intuyó que se había sentado en la primera fila.
Gabriel Álvarez reconoce que no quiere ser hombre, como alguna vez pensó. No se siente identificado con el sexo femenino que le asignaron al ver su cuerpo, cuando nació. No es lesbiana, como aseguraba a sus doce años. Se ha enfrentado a la violencia que implica trasgredir, salirse de lo que la sociedad exige. Es psicólogo de profesión, graduado de la Universidad de San Carlos, donde instauró un curso sobre diversidad de género. Desde su cátedra ha estudiado y profundizado en las diferentes identidades y expresiones de género. Pero a esta persona de sonrisa enmarcada en una barba incipiente, las identidades sexuales y de género se le quedan cortas. A sus 32 años, se define como persona trans.
Oscar Álvarez, de 69 años, es el papá de Gabriel. A través de la pantalla de una videollamada se le ve sereno y afable. No cree en el destino, pero está convencido de que la vida lo preparó desde muy joven para ser el padre de una persona que, día a día, infringe las fronteras del género: “Gabriel logró hacer de los valladares (obstáculos), ruedas para caminar más rápido y de los problemas que le podrían aquejar horriblemente, hizo un trampolín y es hoy lo que es”.
La comunidad LGBTIQ+ en Guatemala es una comunidad en resistencia. No existe en las legislaciones y los diputados, salvo contadas excepciones, no quieren verla. En esa negación, se fortalecen los discursos y acciones públicas para obviar del mapa social a las personas de la diversidad.
La sociedad de Guatemala funciona como una sociedad binaria, incapaz de ver más allá de la dualidad hombre o mujer. En el documento de identidad no se acepta otra cosa que no sea masculino o femenino, lo mismo ocurre en los hospitales, en los bancos, en las instituciones educativas.
En pleno 2021, una acción gubernamental encendió las alarmas en la comunidad LGBTIQ+: el 16 de marzo de 2021, el Ministerio de Gobernación creó el Comité Técnico para la Protección de la Vida y la Institucionalidad de la Familia. Si bien el acuerdo de creación parece no limitar los derechos de la comunidad LGBTIQ+ , el nuevo órgano lleva un nombre casi idéntico al de la iniciativa de ley 52-72, Ley para la Protección de la Vida y la Familia, que impulsan diputados conservadores en el Congreso de la República, la cual de forma frontal criminaliza a la población de la diversidad sexual.
“Se busca crear las condiciones que permitan reconstruir el tejido social partiendo de la protección de la familia como célula fundamental”, explicó la secretaría de Comunicación de la Presidencia sobre el objetivo del nuevo comité.
Las organizaciones que defienden los derechos de la diversidad sexual del país han hecho esfuerzos para que el Estado garantice una atención integral y evitar todo tipo de discriminación. Con dificultades, consiguieron en 2016 que el Registro Nacional de las Personas (Renap) implementara un protocolo especial de atención para respetar la expresión de género en el documento de identidad.
“Lo primero que el Estado debería hacer es reconocernos, reconocer que las personas trans existen”, piensa Gabriel. “El simple hecho de que no estemos en los proyectos y en las políticas públicas, es una forma ya de que se nos esté violentando, ¿Qué pasa si en algún momento sufro violación? ¿me ampara todo el protocolo y ley de femicidios también, en dado caso me agredan o algo en ese sentido? Por supuesto que sí. ¿Pero cómo se lleva el caso? ¿cómo lo ve toda la articulación de atención en la víctima y fiscalía de la mujer? Y otro punto también es que, ¿qué pasa si por producto de esa violación también yo quedo embarazado? Creo que tratamos de reducir una realidad que es sumamente compleja”.
En este país y con estas preguntas, Gabriel crece, aprende y allana el camino para otros que, como él, no existen ante el Estado.
Por el ruido, no era difícil adivinar que la sala, en la que cabían ciento cincuenta personas, estaba llena. En los ensayos nunca se quitó la ropa, así que su primer desnudo integral sería con público. Antes de salir, estaba muriendo de nervios. Tenía muy poca experiencia actoral.
1992, niño y lesbiana
A los cuatro años, Gabriel le dice a su padre con toda seguridad: yo soy un niño. En casa, es un niño consentido, adorado por sus padres y por su abuela. Tiene una habitación con pistas de carros, las barbies más modernas, trastecitos, pistolas, muñecas, camiones. Le visten con pantalón y lleva el pelo corto cuando lo pide.
Dos años después, suena el timbre de la escuela y la profesora pide a todos los niños que formen dos filas, una de mujeres y otra de hombres. Principian los noventa y en el colegio Decroly, Gabriel titubea.
Sus pasos se mueven hacia la línea de los varones. Pero una duda lo detiene, se queda en medio, en tierra de nadie, formando una tercera fila que no existe. Se acerca la maestra y lo empuja hacia la fila de las niñas, obedece y se queda al final. Lleva una falda de uniforme como las demás, y la detesta, se siente mejor con pantalones y camisas holgadas.
“¿Qué hacés aquí?”, preguntan dos niñas. No sabe, tiene la misma duda: ¿qué hago aquí? Otra de las compañeritas suelta una pregunta sin empacho: ¿eres una niña o un niño? No tiene la respuesta. Conseguirla le tomará muchos años y descubrirá que ni uno ni lo otro, que existen más opciones que las del criterio infantil.
Gabriel Álvarez nació el 8 de septiembre de 1988, en una familia guatemalteca de profesionales, de clase media en la capital, con madre abogada y padre biólogo. En sus antepasados, se cuentan judíos que murieron en el Holocausto y católicos, devotos de la Iglesia de La Merced. Su padre cargó por más de cuarenta años un turno que perteneció a su bisabuelo en la procesión de Semana Santa.
Gabriel es delgado, de facciones finas y ojos grandes detrás de sus grandes lentes. Su cabello negro corto y sus labios rojos completan un rostro que denota simpatía, sonríe mucho. Una mascarilla le esconde la sonrisa, pero no le quita el aire para el ejercicio. Lleva pantalones cortos, una camisa holgada y la gorra hacia atrás. En una de las conversaciones para este texto, nos reunimos en el Parque Érick Barrondo, su sitio favorito para hacer ejercicio. Llegó una hora antes de que el sol se pusiera en su cenit, así le daba tiempo de hablar con tranquilidad. Se coloca a dos metros de distancia y a cada pregunta observa con atención para responder con los mayores detalles posibles.
Se reconoce a sí mismo como un privilegiado, tuvo la suerte de nacer en una familia que podía comprender y respetar las diferencias, no le faltó apoyo. De niña, no recibió rechazo en su propia casa, como le ocurre a la mayoría de personas de la diversidad sexual; pero sufrió violencia fuera del hogar; la violencia social que experimentó cuando creció y su mundo se amplió más allá de la protección familiar. “Empecé a tener muchos retos sociales, el no saber cómo vivir hacia afuera me debilitó”, confiesa.
Gabriel reconoce como un punto de quiebre sus doce años, cuando se enamoró por primera vez. Era su maestra de Estudios Sociales en sexto primaria. Tendría unos veintidós años y le gustaba usar güipiles que combinaba con sus jeans gastados. Era hermosa, dice, pero sobre todo era una mujer revolucionaria; irradiaba una libertad que Gabriel admiraba, los invitaba a pensar, a cuestionarse todo. Pasaba las tardes escribiéndole cartas y poemas que nunca le entregaba.
Pero ese enamoramiento le ayudó a descubrir tres cosas: la primera que le gustaban las mujeres (todavía la palabra ‘lesbiana’ no entraba en su sistema). La segunda fue que necesitaba pensar, teorizar, criticar, no quedarse conforme con nada. La tercera, que tenía un vínculo con la literatura y con el arte y que aquellos poemas eran la primera muestra de su vocación.
El día de su cumpleaños número doce su padre le hizo una pregunta. Óscar notó que, a pesar de la celebración, su hija no estaba contenta, le veía cabizbaja, triste. Cuando todos los invitados se fueron su padre le llamó, le pidió que hablaran, que le contara qué ocurría. Gabriel no tuvo miedo de hablar, le explicó que se sentía diferente a los demás. ¿A ti te gustan las niñas? Preguntó el padre y Gabriel respondió que sí, ¿eres lesbiana?, le consultó. No sabía qué era eso.
Don Óscar le explicó y fue entonces cuando Gabriel empezó a entenderse. Esa liberación —él lo deja muy claro— no fue nada agradable, resultó ser una confrontación descubrir que no era igual a las demás personas. “Yo viví convencido que era un niño y me metí en mi cabeza y me imaginé que yo era un niño toda mi infancia, hasta los 12 años mi cuerpo ya no era de niño, ya no me podía esconder en ropa de niño”.
Gabriel recibió un abrazo, palabras que le ayudaron a comprenderse y la certeza de que nada malo ocurría con él. Veinte años después, su padre sonríe y dice que sintió que la vida lo había ido preparando para ese momento. En su promoción en la Facultad de Ciencias Químicas en los años setenta, había 106 estudiantes y 94 eran mujeres.
“Tanto en mi vida de estudiante, como mi vida de profesor conviví con algunas compañeras que pertenecían a la diversidad y eran mis amigas. Aprendí desde antes a entenderlas, es decir, yo sospechaba también al ver el desarrollo de la niñez de mi hijo que por ahí iba a tocar y cuando llegó el momento pues me agarró con alguna madurez sobre el tema, no me era extraño ni me era ajeno, ni repulsivo, totalmente lo contrario, lo entendía, lo sentía”, recuerda Óscar Álvarez.
La reacción del resto de la familia también fue buena. Su abuela lo aceptó bien, a su madre le costó un poco más, pero a final de cuentas también lo apoyó. “Con mi mamá tenemos una relación un tanto lejana, pero ella también me ha apoyado y nunca ha permitido que me haga falta nada”, reconoce Gabriel mientras comienza a hacer estiramientos antes de correr en la pista del parque Erick Barrondo, donde suele ejercitarse cada semana.
Su papá siente que nunca va a dejar de pertenecer a sus dos hijos. “Yo nunca voy a dejar de pertenecer a mis hijos, pero mis hijos no me pertenecen y llegado su momento seguirán su destino; prepararlos lo mejor que se pueda, apoyarlos en todo en cuanto se necesite, el mejor apoyo que uno les puede dar es entenderlos, darles libertad y colaborar con ellos en todo”, expresa.
Con doce años, empezó a decir: “Soy lesbiana”.
“Era mi bandera, era una forma en que yo me defendía. En sexto primaria, me empezaron a decir lesbiana, sos una macha y lo percibí como muy hiriente. Entonces dije nel, eso no lo vuelvo a vivir y me defendí de esa manera, diciéndolo yo antes de que lo usaran para ofenderme”.
Gabriel interpretaba a Gabriel. Era un personaje muy difícil porque Gabriel de la obra era el mismo que el de la vida real. Y era un reto poner su vida y vulnerarse frente a las demás personas. Antes de desnudarse, un silencio expectante dominó la sala. Los esquemas tradicionales y estereotipos de cómo ser hombre estaban por bajar al sepulcro. El actor estaba por develar una forma alternativa de vivir.
2000, niño y macho
Pasó por ocho colegios diferentes, de los que salía siempre expulsado. Las expulsiones empezaron, cuenta, por su carácter conquistador. Le da pena contarlo. No son cosas de las que se siente orgulloso y cuando menciona ese comportamiento mueve las manos como borrando en el aire ese recuerdo. Desde que se dio cuenta que le gustaban las mujeres se comportó como un macho acosador: les enviaba flores, poemas, las piropeaba. Mientras cuenta las anécdotas de su infancia llega a su mente uno de los poemas que le escribió a su maestra, sonríe y recita, sin que se lo pidamos:
“Tan frágil fue el pétalo de rosa, pero eso sí de la más hermosa, con esos ojos que irradia la luz más bella causando envidia en cada estrella, cuando me acerco a ella no me atrevo a mirarla y solo quiero acariciarla con una suave mirada, la veo tranquila y me pregunto: ¿qué puede pensar? ¿habrá casi notado que desde esta esquina me pongo a observar a esa obra de arte tan mágica y bella que solo Dios pudo crear?”
“Yo tenía una conducta machista traidera —recuerda— a mí me gustaban las mujeres y desde que me gustó la primera no paré de escribirles, de hacer de todo, me da vergüenza admitirlo porque después me construí en el feminismo”.
A los 16 años, volvió a enamorarse de una maestra. Esta vez en otro colegio. Le dejaba flores, chocolates, escribía poemas y cartas. Una tarde, otro de los profesores se le acercó, le dijo que la maestra le había mostrado el chocolate que él le dejó en su escritorio. “¿Sabe qué me dijo?”, le preguntó el profesor. Gabriel negó con la cabeza, nerviosísimo. “Me dijo que ese chocolate se lo regaló su novia”. Ese día esperó a que todos salieran y cuando estuvo a solas con la profesora, la besó.
Empezó una época en la que no le faltaba novia, “detrás de una venía la otra”, dice y hace surcos con sus hombros como quien acepta que tuvo buena fortuna en sus conquistas. Llamaba la atención entre las chicas. En cuarto magisterio, dice que las chavas del secretariado le llamaban y les gustaba. “Me decían ‘me encanta tu aire masculino, sos cosa rara’. Yo tenía como pinta queer, era machito, pero no marimacho, mi rareza les gustaba. Me decían, te ves como un hombre que me gusta, pero tienes como que otros detalles que nunca los he vivido con un hombre, entonces era esa inquietud de ellas, lo viví muy abiertamente, muy libre”.
Esa libertad le valió otra expulsión. La octava y definitiva. Su padre había vivido a su lado todas esas expulsiones. Para él, eran únicamente producto de su diversidad. “Siempre buscaban excusas”, recuerda, como cuando aseguraban que había perdido matemáticas.
El padre pidió revisión del examen y entonces el profesor no tuvo más remedio que confesar que lo habían obligado a bajarle la nota, para poder sacarlo del establecimiento. “Les dije que estaban quitando a una persona muy inteligente, a un estudiante muy valioso por su diversidad, por sus preferencias, que se dejaran de babosadas y que hablaran totalmente claros, nunca lo reconocieron, pero por lo menos les hice pasar un muy mal rato porque yo estaba defendiendo una causa justa”, recuerda Óscar.
En el punto medular de Disidencias, Gabriel alzó los brazos con su cuerpo desnudo sobre el escenario. Expuesto a las miradas de todos, se encontraba un hombre con musculatura pronunciada y una vulva. En el escenario se erguía el primer actor trans masculino de Guatemala al desnudo. En ese momento, pensó que no le hacía falta nada, que no quería ser un hombre porque le gustaba ser una persona trans.
2000, trans y lesbiana
Le faltaba poco para graduarse, así que juró no volver a buscar novia en el colegio. A cambio, rogó a su padre que le permitiera ir a un bar para lesbianas a cantar y tocar la guitarra cada quince días. Dudó porque Gabriel no era mayor de edad. Lo aceptó, con la condición de que él iría a dejarlo y a recogerlo siempre a las 11:30.
Entre las chicas que lo escuchaban, estaba una colombiana, ejecutiva de una empresa, diez años mayor que él. Una noche en su casa, Gabriel recibió un mensaje de texto en su teléfono: “Ahora las cenicientas modernas se van una hora más temprano”. Era ella. Gabriel dejó caer el teléfono en la cama y sonrió emocionado. No pasó mucho tiempo antes de que se fueran a vivir juntos.
En esa época, empezó a leer sobre feminismo, se declaró feminista y dejó atrás las conductas de macho que había llevado en su adolescencia.
En 2011, Gabriel, aún llamado por su nombre asignado al nacer, estudiaba psicología clínica en la Universidad de San Carlos. Su promedio era de 95 puntos y ameritaba un magna cum laude. Se acababa de mudar con su pareja, juntos construían un hogar. En el deporte, recién había ganado un campeonato centroamericano de karate en la rama femenina. La victoria le resultó tan fácil que tuvo la osadía de pedir que le permitieran concursar en la categoría de hombres, en la que ganó el tercer lugar. “Iba bien en mi carrera, tenía una pareja, prácticamente me había casado con ella y, sin embargo, había algo que no me hacía sentir bien”, recuerda este joven que corre cada semana, pero que ya no compite.
Dentro de Gabriel surgió un deseo, una voz intuitiva y reiterada. Lo presionaba a retornar a esa apariencia física, que define como “neutra” que tuvo en la infancia, cuando sus compañeras a menudo le preguntaban “¿tú eres un niño, niña o qué eres?”, sin que él supiera qué responder.
Y entonces decidió obedecer la pretensión que le nacía desde adentro. Intensificó su rutina de ejercicio y corrió cada vez más. Al quemar grasa, se le aplanó el torso. De usar un brasier copa C, pasó a usar una copa A. En la calle las personas lo empezaron a llamar “joven” y “caballero”. Y se sintió bien. ¿Qué es esto?, se preguntó. Fuera lo que fuera, era mejor a que le llamaran señorita.
Dejó de menstruar, porque las hormonas no tenían la grasa suficiente para funcionar. Desarrolló una fobia a que las personas lo volvieran a identificar como mujer. No quería ganar grasa corporal porque esto implicaría que sus pechos volvieran a crecer. Entonces dejó de comer. Con 1.61 metros de estatura, llegó a pesar 85 libras y vio la muerte de cerca.
“Desarrollé una anorexia y la llevé muy lejos. Yo pensaba: si vuelvo a comer, estas mierdas me van a volver a crecer y no. No, no, no. Sin comer, empecé a entrenar un montón y me maltripié. Eran años malos”, recuerda.
Gabriel abandonó la universidad durante cinco años. “¿Te operaste?” y esas preguntas y comentarios que violentaban de forma sutil lo hicieron interrumpir los estudios. “¡Te estás matando! ¿Morirte querés?”, le reprochó su mamá a los 21, al ver que su condición era crítica.
De forma accidentada, Gabriel daba los primeros pasos de su transición, pero él no lo sabía. Aún ignoraba que era una persona trans. Sin certeza de por qué sentía lo que sentía, le dijo a su papá que no quería tener pechos, que se los quería quitar.
Inmediatamente, Óscar se dirigió junto con su hijo con un cirujano plástico que tenía su hospital en el centro comercial Eskala. Lo persuadió para que le extirpara los pechos a Gabriel, pero el médico no estaba convencido. Tras una argumentación audaz, cedió.
“Yo le dije al cirujano: el objetivo de su trabajo es hacer que las personas se sientan bien. Usted hace una cirugía de implante de seno a una mujer porque sabe que eso aumentará su autoestima y la hará más feliz. Si alguien viene con una nariz torcida o con un labio demasiado grueso y le pide que se lo corrija, usted lo hace porque sabe que la persona se va a sentir mejor. Lo que mi hijo le pide es exactamente lo mismo. Esas palabras terminaron de convencerlo”, recuerda Óscar.
La mastectomía fue una cuestión de vida o muerte. “Era hacerlo, o este man se nos pela”, dice Gabriel. El costo, a nivel emocional, también fue grande. Su novia colombiana, con la que vivió de 2006 hasta 2015, se marchó. Era lesbiana y enamorarse de un hombre era imposible. No volvió a saber de ella.
Su abuela y muchos de los asistentes al estreno de Disidencias salieron sin aliento. El texto de la obra explicaba lo complejo que es para una persona trans expresarse como alguien distinto; las soledades, discriminaciones y la búsqueda de la identidad hasta hallar el camino de la aceptación, interna y externa, personal y familiar, en sociedades rígidas. Por eso las voces de los actores eran fuertes. Y lo más fuerte, el final, Gabriel rompiendo esquemas: un hombre con vulva.
Hay necesidades humanas comunes. Pertenecer, por ejemplo. Alex Castillo, de 48 años, alivió esta necesidad en 2013, gracias a Alas de Mariposa, una asociación que trabaja con víctimas y sobrevivientes de violencia contra la mujer, y en la cual él laboraba como contador. Coincidió con Gabriel.
“Éramos tres y éramos feos. Gabriel era un niño flaco, chiquito, cabezón, pelón y feo. El otro también era flaco, peludo y con rasgos femeninos. Yo era completamente femenino. Los miraba horribles y yo me miraba peor. Éramos raros, como marcianos”, recuerda Alex con mofa de ellos mismos.
Se preguntaron si les gustaba su cuerpo, si les gustaba su menstruación, si les gustaba ser tratados en femenino. Se respondieron que lo odiaban. “Bueno, entonces te podés definir como un hombre trans. Si te gustan los hombres o las mujeres, esos son otros 20 pesos’. Y así me di cuenta de que era un hombre trans”, relata Alex.
En un café, Gabriel le dijo a Alex: “Man, tenemos que hacer algo. Hay más mara como nosotros y tenemos que hacer algo”. Así se gestó la idea de crear el Colectivo Trans-Formación, la única organización de hombres trans en Guatemala que fomenta los derechos humanos de su comunidad.
Gabriel fue activista en el colectivo por unos meses, pero marcó cierta distancia en 2019, sin separarse por completo. ¿La razón? Gabriel hizo una firme declaración: no soy un hombre, soy una persona trans.
Hasta entonces Gabriel había pasado ya por varias identidades y expresiones de género, todo ese cambio le llevó a deconstruirse y a construirse muchas veces. “Con veinte mil horas de terapia”, dice mientras se prepara para correr. Y corre. Gabriel no se detiene.
Aquella noche de 2014, hizo la primera de las setenta funciones que realizó de la obra Disidencias, con la que recorrió durante dos años y medio Centroamérica. La obra es una creación colectiva basada en varias entrevistas con personas trans. “Esa fue la primera vez que comprendí mi cuerpo, y cuando las demás personas me vieron, fue cuando yo me vi y dije: Sí, soy este. Está construcción soy yo”.
2021, persona trans y feminista
Gabriel, como psicólogo, es la licenciada Gabriel. Su título lleva el nombre en masculino pero el grado en femenino. Tenía planes para cambiarlo y conseguir que diga licenciado, pero llegó la pandemia y se interpuso. Su madre, por ser abogada, suele ayudarlo con estos temas. Fue ella la que se ocupó de que en su documento de identidad diga Gabriel, aunque nada pudo hacer por cambiar el “femenino”, porque la ley no lo permite.
Gabriel luce como lo que la sociedad asume que es un hombre. Pero no se define como “hombre”. No le incomoda que en su documento de identificación personal, en la categoría de sexo, se indique que es femenino, porque “ella” aún vive en él. Se narra con su nombre anterior, habita la persona dentro de Gabriel; pero para una persona trans, que otros digan o escriban su nombre asignado al nacer—advierte semanas después— es una ofensa. Conceptualmente se le llama deadnaming (nombre muerto).
“Gracias a que mi DPI dice femenino a mí me ampara la ley del femicidio. Si tengo complicaciones ginecológicas, puedo acceder a los servicios ginecológicos del seguro social. Pero el hecho de que eso diga mi DPI, no define mi identidad de género”, sentencia.
Como persona feminista, dice entender quién es. “Gabriel es una forma de defenderme, yo tengo puntos en la adolescencia donde a mí se me marcó mucho por niña, por mujer atacada y violentada, entonces mi identidad masculina la entiendo como una forma que necesité construir para defenderme, entiendo a Gabriel como mi construcción para posicionarme en un mundo que estaba haciendo hostil conmigo como mujer, me uno mucho también ahora a la lucha feminista, y me entiendo muy bien con las compas y no dejo de llamarme como “ella” también, porque hay una ella dentro de mí, dentro de mi historia está ella y hoy en día la puedo sostener”, cuenta.
Antes de comenzar a correr, ve hacia el cielo. Quiere comprobar que el sol aún no está en un punto que lo fatigue en su rutina de ejercicio. Y aún si el calor fuera intenso, cumpliría con su compromiso personal de correr. Igual que está comprometido con la investigación de la masculinidad, que es su machete de trabajo: “Ser hombre te castra las emociones”, dice.
Como un proceso infinito, Gabriel y su papá repiten una frase:
“El tránsito es continuo”.