Desde la implementación del Régimen de Excepción en marzo de 2022 cientos de pandilleros han huido a países como México, Estados Unidos, Nicaragua, Honduras, Guatemala y España. Dromómanos y La Redacción Regional reconstruyen con decenas de testimonios la diáspora de unos hombres que pasaron de controlar casi todo El Salvador a malvivir en el extranjero, temerosos de ser deportados. Los que quedan en el país están presos o escondidos mientras el autoritarismo de Bukele se ha convertido en dictadura.
I – Pandilleros sin pandilla
Una noche a principios de marzo de 2024, un pandillero apodado El Pinki se quedó sin marihuana, así que empuñó un diminuto cuchillo y salió descamisado a la calle dispuesto a asaltar al primer vecino que se le cruzara por delante. Pronto vio a una señora que caminaba con su carterón bajo el brazo y su celular en la mano. El Pinki, un joven alto y de cara huesuda, le mostró con rudeza sus tatuajes y le arrebató el teléfono de un manotazo.
“Mejor dele recto y no se vaya a andar quejando, vieja pendeja”, amenazó.
Después del asalto, el pandillero caminó feliz y listo para cambiar su botín por un poco más de droga, pero un par de cuadras adelante un grupo lo detuvo. Era el presidente comunal y un séquito de hombres vestidos de negro.
“Aquí no vas a andar robando, pendejo”, sentenció el presidente, y uno de sus escoltas le propinó un garrotazo en las piernas con un tubo de hierro.
El Pinki echó a correr desesperado en busca de protección hasta la casa de El Güero, el líder pandillero en esta colonia en Tapachula, una ciudad al sur de México, en la frontera con Guatemala. Aquello, sin embargo, no detuvo a los guardias de la noche: entraron a la casa y siguieron golpeando el esquelético cuerpo de El Pinki.
Patadas, trompadas, tubazos y más patadas.
“Solo en la cabeza no le peguen porque nos podemos comprometer”, ordenó el presidente mientras El Güero observaba aquella escena desde un viejo y curtido sillón.
El Pinki se cubría la cara con las manos hasta que finalmente rompió en llanto.
“¡Déjenme, ya no me peguen! ¡Les juro que no vuelvo a robar!”, suplicaba. “¡Voy a trabajar, les voy a cortar el pelo a todos de gratis, lo juro, lo juro!”.
El líder pandillero lo veía con ojos de lástima, pero no intervino por su “homeboy”. Ni siquiera preguntó qué había hecho para que todo aquello estuviera ocurriendo en su propia casa.
Los golpes cesaron. Los guardianes de la noche le quitaron el celular de la señora y le hicieron una última advertencia: si volvía a robar lo iban a desaparecer.
El Pinki volvió llorando y vapuleado a su casa. Ahí se encerró para sanar sus heridas sin la anestesia de la marihuana.
***
Una semana después de que los guardias de la noche vapulearan a El Pinki, un grupo de jóvenes se reúne frente a un bulto de basura humeante en la orilla del Río Coatán, en Tapachula, en la misma colonia donde le propinaron la paliza al pandillero. Son cerca de las 3:00 de la tarde y el grupo se refugia del sol pegándose a un muro que proyecta una sombra piadosa. El Güero, un hombre bajito, de cuerpo fibroso y cabeza rapada, atiza el fuego con un tubo largo de plástico mientras recuerda en voz alta la paliza de El Pinki.
“N´ombre, yo les digo a estos morros que no se anden metiendo en pedos, que aquí la cosa es diferente, aquí ya no están en su casa”, dice El Güero.
El Pinki escucha el relato sentado en la acera y mira de reojo con una mezcla de furia y pena. Los demás oyentes asienten con la cabeza.
La juntura que hay en este lugar es, cuando menos, extraña. Hasta hace poco, imposible. Los cinco jóvenes reunidos son pandilleros, pero pertenecen a dos estructuras históricamente en guerra que dejaron decenas de miles de muertos en El Salvador solo en las últimas dos décadas. Tres de ellos son de la MS-13 y dos del Barrio 18. Esta tarde están aquí reunidos como homeboys de una misma clica, como se le llama en argot pandillero a una célula o grupo. Aunque ellos no son una clica.
En Tapachula hay pandilleros, no pandillas.
Hace muchos años, esta ciudad clave en la principal ruta migratoria hacia Estados Unidos fue parte del territorio en el que la MS-13 extendía su control más allá del llamado Triángulo Norte de Centroamérica, es decir, más allá de Honduras, Guatemala y El Salvador. Ahora la presencia de las pandillas se dibuja en famélicos grafitis pintados sobre algunas paredes de edificios viejos sobre los que, una y otra vez, los pandilleros tachan los símbolos de unos para pintar encima el de los otros. Las cifras oficiales sirven para reafirmar lo lánguidas que se encuentran. Según la Fiscalía General de Chiapas, entre el 1 de enero de 2021 y el 4 de octubre de 2022 se detuvo a 241 integrantes de ambas pandillas, pero sólo procesó a 12 de ellos: tres por homicidio, siete por robo, uno por lesiones y otro más por posesión de droga. Ahora Tapachula es solo un buen lugar para esconderse; una vieja guarida a la cual es seguro regresar.
“Aquí es un sálvese quien pueda, viejo. Si te metés con la persona equivocada no van a tardar en botarte (matarte en este contexto)”, dice El Güero, que lleva casi dos años viviendo en Tapachula y ahora se dedica a vender crack, marihuana y cocaína al menudeo.
El declive de las pandillas en el sur de México comenzó en 2005 cuando el huracán Stan arrasó la estructura ferroviaria por donde los migrantes pasaban a lomos de “La Bestia”, el tren de mercancías que cruza el país de sur a norte, y con ella su principal negocio: secuestrar y extorsionar centroamericanos. Pero la gran derrota de la MS-13, más allá de aquella tempestad meteorológica, tiene que ver con la avalancha de policías y soldados que comenzó en El Salvador en marzo de 2022 cuando el presidente, Nayib Bukele, instauró un Régimen de Excepción. Bajo su gobierno este mecanismo extraordinario contemplado en la constitución que permite suspender varios derechos de los salvadoreños durante 30 días, se ha renovado 26 veces y sigue vigente más de dos años después.
Desde aquel día cientos de pandilleros han huído del país; algunos hacia el sur, a Honduras y Nicaragua; o con rumbo norte, a Guatemala, México y Estados Unidos; otros incluso han puesto un océano de distancia hasta llegar a España. Durante más de dos años, estos periodistas han entrevistado —en persona y por teléfono— a más de una veintena de pandilleros que huyeron a seis países para reconstruir el éxodo de la MS-13 mientras en El Salvador la pandilla ha quedado reducida a una sombra.
Los pandilleros, según sus propios testimonios, escaparon por instinto, por la cercanía de otros países y se camuflaron en la histórica migración de los salvadoreños que durante décadas han huido del hambre o la violencia provocada por las mismas pandillas. Para ello sortearon puntos fronterizos ilegales; muchos usaron contactos de su misma estructura en otros países en la ruta; pagaron coyotes, sobornos a la policía y algunos hasta pidieron refugio en otro país, aprovechando la corrupción de las instituciones y vacíos legales, o incluso haciéndose pasar por víctimas de violencia en El Salvador. La inmensa mayoría de aquellos hombres que llegaron a controlar el 90% del país y la vida de millones de personas ahora malviven en el extranjero, escondidos y temerosos de ser deportados.
Hueso pasó 30 de sus 48 años en la MS-13, ahora sobrevive del techo y la comida que le regala un pastor evangélico y su prima en el sector Rivera Hérnandez de San Pedro Sula, uno de los barrios más marginales y uno de los bastiones más importantes de su antigua pandilla en Honduras. “Ey, ¿y usted no me puede ayudar a que mi familia se venga para aquí?”, preguntaba en noviembre de 2023. “Es que para mí la vida en El Salvador ya se acabó, ya no queda nada”. Mache llegó a decir que se sentía “orgulloso” de su presidente, a quien consideraba una “leyenda”, pero huyó luego de que un vecino de la comunidad a la que antes atemorizaba lo denunciara en Facebook: “Por este medio hacemos una denuncia ciudadana y un llamado a las autoridades a que investiguen a este delincuente”. Para su fuga eligió Barcelona, España, un país donde estaría alejado de la presencia de las pandillas. Cuando comenzó el Régimen de Excepción, Veterano, un pandillero de la clica South Side Locos que tuvo un alto rango en su estructura criminal tanto en El Salvador como en Estados Unidos, apenas tenía 33 días de haber salido de prisión. Según un informe policial filtrado por Guacamaya Leaks y un testimonio de su clica, huyó a Guatemala y es uno de los pocos pandilleros localizados en esta investigación que siguen activos en medio del colapso de la MS-13 en El Salvador.
Los cinco pandilleros frente a la fogata de basura que ahora están sentados a orillas del Río Coatán también escaparon del Régimen. En El Salvador fueron peligrosos sicarios que caminaban holgados con los brazos separados del cuerpo, armas al cinto y felonía en la mirada. Ahora están derrotados. Ni siquiera le pueden robar un celular a una señora con impunidad.
En México, “la mafia”, “la maña”, como se le llama al crimen, no son ellos.
“Arriba están Los Señores, después estamos nosotros y por debajo de nosotros está la pandilla, que ni son pandillas. Ellos venden droga, digamos. Si los encontramos robando o pidiendo piso (extorsión) no se lo perdonamos”, dice el presidente de la comunidad y líder de los guardianes de la noche.
“Los señores” son el narco, más concretamente, El Cartel de Sinaloa, y más recientemente el Cartel Jalisco Nueva Generación, que ha entrado en disputa por el control del estado fronterizo de Chiapas.
“El Cartel es el que tiene el control de todo. Controla el territorio, las instituciones, la política, las rutas de droga y de tráfico de migrantes” explica Bigote, un policía estatal que lleva casi una década trabajando en esta región y que pidió ocultar su nombre. “La llegada de pandilleros que vienen huyendo de El Salvador no ha modificado el mapa criminal en Tapachula. Lo único que sí es cierto es que ha aumentado el delito de narcomenudeo. Ellos vienen y ponen su puesto de venta de crack, marihuana o perico (cocaína) y venden tranquilamente siempre y cuando esa droga se la compren al cartel”.
Esta tarde, durante las primeras tres horas frente a la fogata de basura, unas treinta personas llegan a comprar pequeñas porciones de droga a cambio de cincuenta o cien pesos (tres o seis dólares). Lo hacen frente a la vista de todos y a plena luz del día.
Una patrulla con dos agentes de la Policía Municipal pasa de largo frente a los pandilleros. El copiloto inclina su cabeza hacia atrás y cierra los ojos para hacer que no ve nada.
—¿Ya ves? —pregunta El Güero. —Es que aquí si vos llevás la fiesta en paz, no pasa nada. Solo no hay que meterse con nadie, no buscar pedo. La vida es para los listos, no para los pendejos.
—¿Y aquí son MS? —le pregunta el periodista.
—No —responde.
—¿Entonces son 18?
—Tampoco.
—¿Y entonces?
—Aquí es otra onda.
El líder emeese sigue atizando la basura. Sobre la pared en la que este grupo improbable se refugia del sol, hay un enorme número 18 pintado con aerosol rojo.
“Aquí puede venir cualquiera y si quiere vivir aquí y trabajar con nosotros, pero tranquilo, se le respeta. Aquí se acabó esa locura de andarnos matando”, dice El Güero. “Aquí se acabó el odio, es lo que nos toca si queremos sobrevivir”.
II. El Éxodo
El “Régimen de Excepción” fue aprobado la madrugada del 27 de marzo de 2022 luego de que en los tres días anteriores las pandillas asesinaran a 87 personas. Aquella matanza, la mayor desde los acuerdos de paz en 1992, tenía su explicación: el pacto que el gobierno de Bukele había mantenido en secreto por poco más de dos años y medio con las pandillas se había roto.
En los primeros siete días del Régimen de Excepción las autoridades anunciaron la captura de 4,357 presuntos pandilleros. En un mes, la cifra había ascendido a 34,000. Ahora, más de dos años después, los detenidos son más de 80,000. Según el mismo Bukele, el número de pandilleros activos en todo el país para 2020 era de 60,000, incluyendo a los 17,000 que estaban en prisión antes de su llegada al poder. El Régimen ha capturado casi al doble de los supuestos pandilleros que estaban libres y, a pesar de que las autoridades negaran en un principio el arresto de inocentes, han liberado al menos a 7,000 personas por falta de pruebas.
El Señor S no esperó a que se desarrollaran estos acontecimientos. La tarde en que empezó el Régimen de Excepción, huyó de El Salvador con la misma ropa con que había salido de su casa aquella mañana.
Desde hacía un año y medio, el Señor S iba todas las semanas a firmar al juzgado especializado antimafias de San Miguel, una ciudad en el oriente de El Salvador. Iba a firmar como una medida legal impuesta por el tribunal por estar vinculado en un caso contra una estructura de la MS-13 acusada de asesinar y extorsionar durante años en aquel lugar. Para entonces, había cambiado su fachada de pandillero y aparentaba ser un pastor evangélico. Se vestía con camisas de manga larga y sus pantalones estaban siempre bien planchados. Había cambiado su forma de hablar, con los labios pegados, la mirada altiva y su caminar holgado, por las maneras de un hombre de Dios. Sin embargo, su pasado todavía pesaba sobre él y, para las autoridades, seguía siendo un pandillero.
Cuando el Señor S salió del tribunal, en su teléfono había varias llamadas perdidas de su mujer y una cadena de mensajes. Los vio preocupado. “Pensé que habían matado a alguien”, recuerda. Pero los mensajes tenían otra razón: “El país está en emergencia. Andan soldados y policías agarrando a toda la gente y ya vinieron a preguntar por vos”.
El Señor S supo que ya no podía regresar a su casa. Entonces llamó a un taxista de su confianza y lo convenció de que lo sacara de la ciudad para esconderse. Era cerca del mediodía. Después, el señor S transbordó varios vehículos y al final de la noche logró cruzar la frontera de El Salvador con Guatemala por un punto fronterizo ilegal. Sus viejos amigos en la pandilla del lado guatemalteco le sirvieron para encontrar por dónde pasar y a cambio de una promesa de pago de $500 dólares lo recogieron al otro lado de la frontera.
“Fue tremendo porque yo no entendía bien lo que estaba pasando. Lo que sí sabía es que andaban agarrando a medio mundo. Y, mire, como que Dios me dijo que no podía volver a la casa. Si me quedo allá preso estuviera”, dice.
El señor S está sentado en una mesa del restaurante Pollo Campero, en la ciudad de Tapachula, a casi 600 kilómetros de la que alguna vez fue su casa en El Salvador. Habla al lado de su mujer y sus dos hijos a quienes sacó del país días después también con ayuda de la pandilla del lado guatemalteco. Desde entonces se esconden aquí y tratan de mantener una presencia discreta, lejos del crimen. Juntos han fundado una diminuta iglesia evangélica donde consiguen dinero para comer a cambio de predicar.
La iglesia del Señor S es un pequeño acampado de láminas y varas de madera en el patio baldío de una casa que un tapachulteco le ha prestado para vivir. Un espacio de unos siete metros de largo por tres de ancho al aire libre, pero donde no corre ni una leve brisa y el calor aplasta. Una tarde a principios de marzo de 2024 el Señor S predica de pie frente a su casi inexistente feligresía. Apenas lo escuchan siete personas, incluyendo a su mujer, la señora N., mucho menor que él. El Señor S tiene 42 años y ella 25. Sus hijos tienen cuatro y dos años.
Dos de los feligreses que escuchan la prédica son también expandilleros que huyeron de El Salvador. Los dos aún llevan sus tatuajes en el cuerpo, su mirada todavía tiene un aire amenazante y cuando uno se les queda viendo mucho tiempo o les pregunta alguna intimidad sobre su vida, fingen no escuchar nada. No han logrado quitarse de su imaginario aquella institución, la estructura a la que ellos alguna vez se refirieron como “La Bestia”, al hablar de su pandilla.
Los dos han abandonado su pandilla para convertirse en evangélicos como el Señor S. Aunque decir esto es inexacto por dos motivos. Ser “cristiano” para muchos pandilleros fue y sigue siendo únicamente una forma de bajar su perfil. El otro, inédito, es que no les queda pandilla a la que abandonar. La poderosa MS-13, y la clica Sailor Locos Salvatrucha, a la que alguna vez pertenecieron, está ahora derrotada. En el pasado, para que un miembro de la MS-13 abandonara la pandilla debía tener “el pase” o aval de sus superiores. Hacerlo sin permiso podía significar la muerte. Ahora, ni el Señor S ni los otros dos pandilleros pidieron permiso a nadie por una sencilla razón: no hay a quien pedirle permiso.
El Señor S predica esta tarde de marzo, dos años después de su huida, exasperado, furioso. Las venas de la frente y la garganta se le inflaman mientras escupe culpas contra la que una vez fue su familia: “Hermano, la pandilla nos volvió miserables, nos volvió escoria, nos volvió basura. Eso que tanto adorábamos era un dios de ceniza, un engaño. Ahora estamos aquí, huyendo de nuestro país, de nuestra tierra. Andamos huyendo de la ira de Dios, pero, hermano, de ella la ira del Señor no se esconde nadie y él nos está haciendo pagar aquí, aguantando hambre”.
III. Los pedazos de “La Bestia”
“La Bestia” es la palabra con que los pandilleros de la MS-13 se refieren a su pandilla. “La Bestia te anda buscando”, “tenés que adorar a La Bestia”, “con La Bestia no se juega”. El término nació a mediados de los ochenta en Los Ángeles, California, cuando la Mara Salvatrucha era apenas un grupo de salvadoreños roqueros que escuchaban la canción The Beast de los Twisted Sisters. Muchos años después, miles de esos pandilleros fueron deportados desde Estados Unidos a El Salvador y esa “Bestia” en que mutó la pandilla llegó a tener el monopolio del crimen en el 90% en ese país. Ahora, ahí ya solo quedan pedazos de aquel animal. La MS-13 —y el Barrio 18 en sus dos facciones— han perdido su control territorial y su principal fuente de ingresos, la extorsión, se ha acabado.
Aunque la desarticulación de las pandillas en El Salvador no quiere decir que han desaparecido en su totalidad, por las calles donde antes era imposible caminar sin ser detenido por un pandillero ya no se ve ninguno: la mayoría están presos, huyeron despavoridos del país o lo intentaron, como un pandillero que fue detenido rumbo a Guatemala oculto dentro de un ataúd amarrado sobre un carro particular. Los que quedan en libertad dentro de las fronteras salvadoreñas —unos 17,500, según el propio gobierno— se esconden en los montes, en hoyos que han cavado en el suelo o en las paredes de casas escondidas.
Mota es uno de los que ha sorteado la caza de las autoridades. En octubre de 2023, desde algún lugar de San Salvador, hablaba de cómo la MS-13 se había consumido, así como a él le consumía la paranoia de ser detenido y pasar el resto de la vida en la cárcel. Desde el inicio del Régimen, Mota había salido solo seis veces de casa, todas para trabajar y obtener algunos dólares que lo mantuvieran a flote. Su experiencia laboral consistía en matar, vender droga, robar autopartes y conducir un taxi. Su experiencia criminal estaba respaldada por sus doce años en prisión.
Al iniciar el Régimen de Excepción, Mota no tuvo los recursos para pagar un coyote y huir de El Salvador. Un año y medio después, estaba resignado.
“Antes jamás había tenido miedo a estar preso, nunca, ni a una condena por grande que fuera. Ahora no quiero ir preso los últimos días de mi vida, tengo 45 años”, dice.
Mota asegura que en El Salvador su pandilla está deshecha, sin “operatividad”. “Yo lo que pienso es que la pandilla está en el exilio prácticamente”. El pandillero que fue alguien dentro de la más grande estructura criminal del país, hoy se esconde y está dispuesto a ser nadie a cambio de seguir en libertad.
Todos los gobiernos salvadoreños desde 2003, cuando la MS-13 y el Barrio 18 apenas empezaban a crecer como estructura, implementaron políticas represivas contra las pandillas. Desde el presidente Francisco Flores (1999-2004) con su plan “Mano Dura”, que consistió básicamente en hacer redadas masivas, pasando por Antonio Saca (2004-2009) con su plan “Súper Mano Dura”, un calco del anterior, y más tarde Mauricio Funes (2009-2014), que militarizó la seguridad pública. Con la llegada en 2014 de Sánchez Cerén a la presidencia, la lucha contra las pandillas se convertiría en una guerra no declarada, incluyendo la creación de grupos de exterminio dentro de la Policía y el Ejército que mataron a cientos de personas, según lo documentó la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y el Departamento de Estado de Estados Unidos, muchas de ellas sin que cometieran un delito. Pero ninguna de estas medidas ni tampoco los pactos que hicieron con las pandillas los tres últimos presidentes, incluido Bukele, lograron desarticularlas. Hasta que llegó el Régimen de Excepción.
—¿Qué creés vos que le funcionó a Bukele para derrotar a la pandilla? —le pregunta uno de los periodistas a El Güero en su exilio de Tapachula.
—Es que Bukele es más inteligente que los presidentes anteriores. Los bichos, los líderes de la pandilla no contaban con eso, ¿me entendés?
Bukele, en efecto, es diferente a sus predecesores. Luego de llegar al gobierno en 2019 con una popularidad de más del 80%, se hizo con el control de los tres poderes del Estado en menos de dos años. Dicho de otra forma: lo que acabó con las pandillas en El Salvador fue el autoritarismo.
La embestida del Régimen, según cuentan los pandilleros entrevistados para esta investigación, paralizó a las pandillas. Acostumbradas a extorsionar, asesinar y controlar la vida de gente humilde y desarmada en los barrios, fueron arrasadas en un enfrentamiento frontal contra un Estado encarnado en carros artillados, helicópteros y tanquetas.
La propaganda del gobierno viralizó esa victoria y exhibió a cientos de pandilleros tatuados, apiñados y semidesnudos siendo trasladados a la mega-prisión construida por Bukele. Para la narrativa oficial, las detenciones arbitrarias —3,170 denuncias registradas por Cristosal, la principal organización no gubernamental de defensa de los derechos humanos en El Salvador— y las muertes en cárceles —261, según la misma organización— han sido daños colaterales del triunfo. El paradero de Élmer Canales Rivera alias Crook, excarcelado ilegalmente por el gobierno salvadoreño y capturado posteriormente en México por el FBI, así como la situación de los líderes históricos de la MS-13 y el Barrio 18 recluidos en el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca, con quienes el gobierno negoció durante dos años y medio, siguen siendo incógnitas que las autoridades se niegan a responder.
En las redes sociales de la Policía y del ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, han desfilado decenas de pandilleros capturados en Guatemala, Honduras, México e incluso en Estados Unidos. “Nunca más verán la luz del sol”, suele ser la frase que acompaña las fotos de los detenidos a modo de sentencia previa. El pasado 10 de mayo, sin embargo, ocurrió algo inédito en el éxodo de los pandilleros. La Audiencia Nacional de España recomendó al gobierno de aquel país negar la entrega y extradición de un pandillero del Barrio 18 Revolucionarios a El Salvador por considerar que sus derechos fundamentales estaban en peligro bajo el Régimen de Excepción. En una entrevista con Tucker Carlson, un comentarista famoso por sus conspiraciones de extrema derecha, Bukele se preguntó: ¿Por qué el Gobierno español quiere a un pandillero más?”, y dijo que no le importaba porque así tenía “una boca menos que alimentar”.
Los pandilleros entrevistados para esta investigación dicen que no saben nada de los que fueron sus líderes, pero aseguran que la búsqueda incansable de la cúpula de la pandilla por obtener beneficios carcelarios sin pensar en las bases de la estructura las fracturó.
“Ellos negociaron su libertad con el gobierno. ¿Vos creés que El Sirra, El Trece de Teclas, Viejo Lin de la 18 o El Chino Tres Colas están presos? Todos ellos están libres”, opina El Güero, el líder del grupo de pandilleros exiliados en Tapachula. “Ellos se enrollaron con el gobierno sin pensar en la gente en la calle, ¿me entendés? Ahí fue cuando ya nos dejó de gustar esa mierda y al final la pandilla estaba fuera de control. Sin cabeza. Eso fue también lo que benefició a Bukele”.
Lo cierto es que El Régimen de Excepción ha provocado que “La Bestia” se convirtiera en una marabunta que huye hacia diferentes países, incluyendo a Estados Unidos, su lugar de origen.
Capítulo IV – De cabeza de león a cola de ratón.
Diablo no entiende su vida sin la pandilla. Va a cumplir 40 años y se metió en la MS-13 con apenas 13. “Por la pandilla he vivido todo lo que viví y por esa misma tontera quizá voy a morir”, dijo en una conversación telefónica a principios de enero de 2024. No lo dijo con el tono de alevosía que suelen utilizar los pandilleros, sino como una frase de despedida.
“La primera cosa emocionante que hice en mi vida fue cuando los bichos me mandaron a poner la foto (hacer una misión). Yo ya tenía rato de andar con ellos hasta que me dijeron que tenía que ir a dispararle a unos diecicho. Después de eso caí preso y anduve en varios centros de reinserción, pero más loco salí”, recuerda con nostalgia.
A los 18 años, luego de rodar por tres prisiones para menores de edad en El Salvador y ganar prestigio en su pandilla, Diablo migró a Estados Unidos donde también se metió al mundo criminal.
“Donde quiera que he ido me he encontrado a La Bestia”.
Luego de llegar a ser uno de los grandes líderes de su pandilla, Diablo terminó huyendo de El Salvador hacia Nicaragua unos meses antes de que iniciara el Régimen de Excepción. Ahí permaneció escondido durante casi un año, intentando alejarse de la pandilla.
“Allá me dediqué a predicar, pero no predicaba a otros pandilleros. De verdad traté de alejarme lo más que pude de ese mundo”.
Pero en marzo de 2022, cuando se enteró del poder y alcance del Régimen sintió miedo. “Nicaragua estaba muy cerca. Ahí en cualquier ratito me podían agarrar y mandarme de nuevo para El Salvador. Por eso decidí irme lo más lejos que puedo”.
En junio de 2023, reunió todo el dinero que pudo, unos 1000 dólares, y huyó rumbo al norte. En su ruta, Diablo se mantuvo unas semanas en Tapachula donde permaneció en contacto con algunos miembros pandilleros de la MS-13, pero, dice, sin “activarse” o cometer delitos.
“Después llegué a Mexicali (en el estado de Baja California, en la frontera con Estados Unidos). Ahí estuve unos días y cuando reuní el dinero, me tiré el muro”. “¿Tú sabes lo que cuesta migrar sabiendo que hay un monstruo detrás que ya no solo persigue al delincuente, sino que ya te está cazando porque quiere aparentar?.
Ahora vive en un barrio en el estado de Colorado. Vive escondido, casi sin poder trabajar, en la casa de un amigo suyo que también migró hace años desde la ciudad de San Miguel, en El Salvador.
“Este me hace el favor de traerme comida cuando sale a trabajar, pero yo de aquí no salgo. De alguna forma es como que también estuviera preso, solo que en jaula de oro”.
Apenas unas semanas después de haber llegado a Estados Unidos, Diablo salió a trabajar, aún con el miedo en el cuerpo. Encontró trabajo en una empresa que construye cimientos para casas y edificios. Pero pronto lo abandonó.
“Ahí estaban otros migrantes y como vos, si sos salvadoreño, bien identificás quién es salvadoreño también. La cosa es que estaban ahí unos chavos civiles, chavos normales que nunca habían sido pandilleros ni nada, pero me empezaron a ver feo y a tirar habladas. ‘Ey, decían, dicen que Bukele está metiendo presos a todos los mareros, esos hijos de puta nunca más van a salir’, decían en voz alta, así tipo gritado, tipo para que yo oyera, ¿me entendés? Entonces me fui y ya no volví”.
Ahora la Bestia ya no lo cuida. Diablo se ha quedado solo.
***
Sentados frente a la fogata hecha de basura en Tapachula, los pandilleros de la MS-13 y del Barrio 18 que huyeron de El Salvador, hacen un recuento de los pedazos de sus pandillas.
—Ya de mi clica no queda ninguno, a todos los jalaron —dice uno de ellos que lleva en su cuerpo tatuajes de la emeese.
— De mi colonia, simón, varios lograron huir, pero no sé nada de ellos —dice otro con las mismas manchas.
—Un cuate mío logró escapar, pero aquí vino a morir. Como que se metió con la mujer de un narco y lo mataron —dice otro.
—De mi clica solo yo logré salir — dice otro.
Al final de la tarde, la basura que alimenta la fogata se va acabando. Uno de los pandilleros enrolla un cigarro de marihuana y empieza a compartirlo con los demás. El sol empieza a ocultarse sobre la colonia y los pandilleros se van cada uno para su casa. Al final solo queda El Güero sentado en el filo de la banqueta. Escucha una canción del rapero venezolano Canserbero en una pequeña bocina que lleva consigo mientras la fogata se extingue tirando las últimas bocanadas de humo. El Güero pone su pistola 9 milímetros a un lado suyo y se queda cantando mientras la noche empieza a cubrir la ciudad. Antes de la despedida, dice:
“Al final todo eso fue una locura. Tanto poder, armas, droga. Todo lo que vos te imaginés. Pero todo eso fue como un sueño. Yo digo que fue como un sueño porque pasamos de ser unos niños a los que nadie les tenía miedo a ser los más temibles, ¿me entendés? y ahora volvimos a ser lo mismo, solo que ya viejos”.