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Gerardi: Música de Wagner a un volumen muy alto

Ahora que HBO ha publicado el documental sobre el Arte del asesinato político, en este umami nos preguntamos ¿qué tan aterrador puede resonar la muerte de un obispo para un país entero? ¿Cuánto volumen de música wagneriana necesitaron los asesinos de Monseñor Gerardi -las élites, los políticos y el ejército- para que los guatemaltecos asumieran, como un Apocalypse Now, una verdad distorsionada de la realidad? 


El teniente coronel Kilgore, personaje de Apocalypse Now,  es el autor de algunas de las frases más conocidas de la historia del cine (“Charlie don’t surf”, “I love the smell of napalm in the morning”), pero hace unos días, mientras veía el reciente documental que hizo HBO sobre el asesinato del obispo Juan Gerardi, no fue ninguna de estas la que pasó por mi mente.

Recordé algo que Kilgore dice al comienzo de una de las secuencias más memorables de la película. Algo en lo que he pensado muchas veces al reflexionar sobre Guatemala.

Una escuadra de helicópteros estadounidenses está a punto de iniciar una misión durante la guerra de Vietnam. Deben transportar una lancha por los aires y colocarla en la boca de un río. La misión es peligrosa porque ese río es controlado por la guerrilla del Viet Cong. O como dirían en la película, el río es un punto caliente, un lugar que pertenece a Charlie.

Los soldados preparan armas y municiones; los helicópteros se aprovisionan de bombas y misiles antes de despegar. Mientras se dirigen al objetivo de la misión, Kilgore, que dirige la operación, dice una de sus frases, una mezcla de ingenio y jerga militar:  

一Eagle Thrust, put on psy war op.  Make it loud.  This is a Romeo Fox Trot. Shall we dance?

No recuerdo muy bien, pero la versión en español o en los subtítulos en español de la película esto fue traducido algo así como: “Que comience la guerra psicológica. ¡A todo volumen!”

Entonces, comienza a sonar en las enormes bocinas que transporta uno de los helicópteros, un fragmento de una ópera alemana del siglo XIX, la pieza conocida como La Cabalgata de las Walkirias, del compositor Richard Wagner.

Será esa música, hermosa y aterradora, la que el Viet Cong escuchará mientras el ejército más poderoso del mundo los extermina desde cielo.

Me pregunto cómo se sentirían los vietnamitas. ¿Quizás confundidos y aterrados? ¿Asombrados por el poder de la música y temerosos ante la inminencia de su muerte?

Kilgore conocía la importancia de las operaciones guerra psicológica. El Viet Cong debía sentir la superioridad de la civilización que los exterminaba; creadora de  la música sinfónica y al mismo tiempo de ametralladoras  de seis cañones capaces de disparar dos mil cartuchos de 7.62 milímetros en un minuto.

No querrían saber lo que esto hace a un cuerpo humano en menos de un segundo.

El objetivo de este tipo de guerra es la mente del enemigo; su propósito: confundir, sembrar la duda, desviar la atención, hacer que algo, por muy evidente que sea, parezca otra cosa.

¿Será que estamos en un concierto en el día de nuestra muerte?, se preguntarían los vietnamitas.

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El fin último de este tipo de operación, es reducir la voluntad de resistencia del enemigo, que siente aplastado por el poder de su rival, no solo por su superioridad militar, si no por su capacidad de difuminar la diferencia entre la verdad y la mentira.

Guatemala, cuya población fue durante mucho tiempo considerada un potencial Viet Cong por los Kilgores que gobernaban el país, fue un campo de prueba de este tipo de guerra por décadas. 

Entre los años 50 y 90 del siglo pasado la música de Wagner no dejó de sonar. Miles de personas desaparecían sin que quedara claro dónde estaban o quién los secuestraba; otras aparecían muertas en escenas cuidadosamente preparadas para aparentar robos o “crímenes pasionales”; los gobiernos militares presentaban la violencia que ordenaban como la acción de grupos radicales no identificados que se dedicaban a alterar la paz y dañar el prestigio de las autoridades; las fuerzas especiales asesinaban vestidos con el uniforme de la guerrilla; un comandante guerrillero que había muerto en combate y todos creían bajo tierra, en realidad, podía permanecer secuestrado años en una cárcel clandestina en la zona 6; un día se advertía que los insurgentes estaban a la puerta de la ciudad y habían lavado el cerebro a la mitad de la población indígena; otro día se presentaban en televisión videos de guerrilleros que confesaban que solo eran un grupúsculo de mercenarios al servicio de Cuba y Nicaragua; cualquier persona podía ser señalada de ser un alto mando guerrillero (desde un obispo a una secretaria de 19 años) y no faltarían los rumores que asegurarían que los habían visto encapuchados asesinando a sangre fría a un finquero o cometiendo un secuestro.

Cuando una noche de domingo, en abril de 1998, el obispo Juan Gerardi fue asesinado, algunas de estas técnicas se pusieron en marcha. El asesinato político era efectivamente un arte que consistía no solo producir un cadáver, si no, en fabricar falsos culpables, falsos testigos y múltiples explicaciones falsas de por qué habría sido asesinado el obispo, cuanto más embarazosas para la víctima, mejor.

La música de Wagner comenzó a sonar tan fuerte que el razonamiento de muchos guatemaltecos y testigos extranjeros, quedó nublado por años.

Por eso, al ver el documental de HBO sobre el caso, recordé a Kilgore en Apocalypse Now. El mérito del documental tiene que ver precisamente con esto. Gracias a la asesoría de periodistas como Claudia Méndez Arriaza y Francisco Goldman, que siempre supieron discernir lo que estaba ocurriendo, el documental llega al meollo del asunto.

Como describe la película, el conflicto principal no era esclarecer quién mató a Gerardi (era evidente desde el comienzo que fue una decisión de algún sector del Ejército), si no superar todo el ruido generado por los autores del crimen para llegar a la verdad.

El plan militar habría funcionado a la perfección, de no ser porque era 1998 y Guatemala ya comenzaba a ser otro país y por la relevancia de la víctima.

A diferencia de las decenas de miles de asesinatos que ocurrieron en las décadas anteriores, este sí llegaría a juicio. Y esto implicaba que los jueces, fiscales o testigos que en otro tiempo simplemente habrían permanecido en silencio mirando a otro lado, esta vez tenían que colaborar activamente en el encubrimiento.

Y ahí empezaron los problemas para los implicados en el crimen, entre ellos, el coronel Byron Lima Estrada. Este oficial, ex director de Inteligencia del Estado Mayor entre 1983 y 1985, lo que probablemente le convertía en una de las personas con más experiencia en asesinatos políticos de Guatemala, no contó con este factor.

Otros fiscales, en otro tiempo, se habrían dejado tranquilamente intoxicar por la desinformación. Si los autores del crimen ya había decido quién debía ser el culpable (el padre Mario Orantes) ¿Por qué esforzarse en contradecirlos y jugarse la vida? Leolpodo Zeissig decidió hacerlo.

Otros jueces, en otro tiempo, se habrían amparado en algún formalismo para paralizar el proceso o simplemente se habrían excusado de participar en él. Pero no Yassmin Barrios. 

Otros testigos, en otro tiempo, no habrían encontrado el valor de contar todo lo que sabían. Pero Ruben Chanax, indigente e informante de la Inteligencia militar, decidió hacerlo.

Si la víctima hubiese sido alguién que él no conocía, su decisión quizá hubiera sido otra. Pero Chanax, en un acto cuyo heroísmo quizá muchos de los espectadores estadounidenses de HBO no alcanzarán a valorar, fue poco a poco contando cómo vio a los autores del crimen aquella noche.

Chanax eligió proteger la memoria de un hombre que había sido bueno con él, antes que la libertad de oficiales, como el coronel Lima Estrada que probablemente le trataban como basura.

Así ocurrió la justicia, gracias a decisiones de unos individuos. Así emergió al menos una parte de la verdad, entre música de Wagner a todo volumen.

A pesar de ello, creo que no hay que subestimar el éxito del operativo militar. Sembró para siempre dudas sobre los motivos del asesinato del obispo. No hay que buscar mucho en Internet para encontrar columnas, como esta de Mario Vargas Llosa, en las que el premio Nobel nos informa que en realidad, no sabemos quién mató al obispo. Quizá fue un asunto entre curas aficionados a la pornografía o un oscuro enredo protagonizado por la hija secreta de otro sacerdote.

En un reciente artículo de la revista The Atlantic, la historiadora Anne Applebaum cuenta una historia interesante de la Guerra Fría. En la década de 1950, una plaga de escarabajos de la papa arrasó las cosechas de varios países del Este de Europa, por entonces férreas dictaduras de partidos comunistas.

Como no podía ser de otra manera, las autoridades inmediatamente culparon de la plaga a una operación de guerra biológica planeada por los Estados Unidos. Las calles en Polonia, Checoslovaquia y la Alemania del Este se llenaron de afiches que retrababan escarabajos coloreados con las barras y las estrellas de la bandera estadounidense.

“Nadie realmente creía la acusación 一escribe Applebaum一 ni siquiera las personas que la hacían, como mostrarían después los archivos. Pero eso no importaba. El punto de los afiches no era convencer a la población de una falsedad. El punto era demostrar el poder del Partido para proclamar una mentira. A veces, el punto no es hacer creer a la gente una mentira, es hacer a la gente temer al mentiroso”.

Creo que el modo en el que fue encubierto el asesinato de Gerardi logró esto precisamente. Los protagonistas del documental de HBO lo mencionan en varias ocasiones. Todos sabían que las mentiras envolvían el caso. Pero todos entendieron que el mentiroso debía ser temido.

Ese, sin duda, fue uno de los objetivos del crimen. Y en eso, los autores, aunque terminaron presos, fueron exitosos.

Fueron de hecho, tan exitosos, que los aprendices de Kilgore seguramente tomaron nota y se convencieron del poder de este tipo de operaciones. Si el Ejército había demostrado durante décadas ser el dueño de la verdad y la mentira, ¿Por qué otros grupos no podían hacer lo mismo?

Años después veríamos proliferar este tipo de operaciones. Cuando entre 2004 y 2007, las autoridades del Ministerio de Gobernación llevaron a cabo una vasta campaña de “limpieza social” para exterminar a secuestradores, pandilleros y narcotraficantes, la música de Wagner volvió a sonar. De nuevo, se falsearon escenas del crimen, se implantaron armas en manos de cadáveres que nunca las dispararon, se simularon enfrentamientos. Todo convenientemente preparado para las cámaras de televisión.

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Y está el caso de Rodrigo Rosenberg, un hombre tan convencido del poder de la manipulación de la opinión pública que fue capaz de ordenar su propia muerte para tratar de hacer caer un gobierno, el de Álvaro Colom en 2009. Rosenberg mostró que las operaciones de guerra psicológica no solo podían hacerse desde el poder, si no que estaban a la mano de ciudadanos particulares, si estos son lo suficientemente conocidos y saben usar una cámara de video. 

Estas operaciones fueron bien planificadas y contaron con poderosos cómplices. Estaban destinadas a ser exitosas. Lo lógico hubiera sido que la confusión hubiese envuelto la verdad. Siempre habríamos tenido la duda de si entre 2004 y 2007 funcionaron o no escuadrones de la muerte en la policía y cómo lo hicieron. Una parte aún mayor de la población seguiría en el error de que el presidente Colom y su esposa y sucesora política, Sandra Torres, ordenaron matar a un conocido abogado.

Pero supimos la verdad. Y a diferencia de lo que sucedió en el caso Gerardi no fue gracias una serie de decisiones individuales. Fue porque el país se dotó de una organización para perseguir la verdad: la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, la CICIG, que investigó y llegó al fondo de ambos casos.

Y es aquí a dónde quería llegar. Mientras veía el documental de HBO y pensaba en el teniente coronel Kilgore, la Cabalgata de las Walkirias y el ingenio de quienes mataron a un obispo por izquierdista y lo hicieron parecer un crimen entre amantes, no pude evitar pensar en lo que vivimos en los últimos años.

Quienes fueron matando poco a poco a la CICIG entre 2015 y 2019, recurrieron a las mismas técnicas que quiénes mataron a Gerardi. Y como ellos, fueron exitosos en sus estrategias de confusión, encubrimiento, división, intimidación.

Para sus fines tuvieron a disposición algunos medios de comunicación convencionales, como en 1998, y una herramienta nueva: las redes sociales, una plataforma ideal para generar estados de opinión artificiales, sembrar falsedades en la población y desprestigiar a rivales.

El asesinato de Gerardi no solo fue acompañado de una campaña de desinformación destinada a ocultar verdaderos autores del crimen. Esa campaña tenía otro componente igualmente importante: la justificación del crimen; una mentira que la población pudiese contarse a sí misma para racionalizar su muerte.

Mientras no había sido una amenaza para sectores del Ejército, Gerardi podía ser considerado un amable sacerdote, sí, quizá simpatizante de la izquierda, pero así eran también muchos otros curas, representantes del rostro más humano de la Iglesia, una respetable institución que no era por fuerza enemiga del Estado.

Pero a partir de su muerte, comenzó a ser visto con otros ojos. Gerardi pasó a ser alguien que se había dedicado a hacer política en vez de ser un pastor para sus fieles; alguien que había cometido errores, que había señalado a los demás presentándose como un guardián de la ética, pero que ocultaba quién sabe qué vicios o secretos.

A la CICIG se le haría esto mismo en vida: una campaña que distrajese la atención de los autores del crimen y que lo justificara. 

La institución pasó de ser una respetable dependencia de las Naciones Unidas que cooperaba con el país, a algo parecido a un nido de socialistas deseosos de destruir a las élites y la economía nacional por no se sabe qué motivo.

Un día la CICIG era vista como la institución que auspició la caída de un gobierno corrupto en 2015 y trajo a la población la esperanza por un futuro mejor.

Un par de años después, en un canal de la televisión por cable, dos comentaristas describían al comisionado de la CICIG, Ivan Velasquez y a la fiscal general Thelma Aldana como narcoterroristas financiados por la guerrilla colombiana, la exportación de cocaína, la venta de pasaportes a iraníes y por, supuesto, el perverso magnate judío George Soros.

¿Qué había cambiado?

Que, como le sucedió a Gerardi, la CICIG se había convertido en una seria amenaza para una parte de las personas más poderosas del país. La población debía prepararse para su expulsión del país y la persecución de algunas de las personas que más la impulsaron.

Para justificar esto, la Comisión sería víctima de la mayor campaña de desinformación de las últimas décadas. Música de Wagner a todo volumen. 

En el evento de despedida de la CICIG que se celebró en septiembre de 2019, la activista Helen Mack lo explicó así: “Nos ejecutaron el plan Victoria 82, pero en el presente, el Victoria 82 reloaded”.

De la institución se llegó a decir de todo en medios comunicación verdaderos y falsos, en redes sociales de personas reales y bots. La institución fue acusada de tener una agenda oculta para destruir la soberanía nacional, de no procesar a personas de izquierda, de comprar testigos, de incentivar a los colaboradores eficaces a mentir, de dilatar las procesos judiciales para mantener presos a los acusados.

La campaña se extendió a periodistas y activistas que apoyaban la labor de la comisión y que fueron acusados de hacerlo por dinero y, por supuesto, de ser socialistas “resentidos”, extorsionadores, drogadictos, homosexuales o todo esto al mismo tiempo.

La desinformación funcionó. Quizá porque para una parte de la población creer todo esto era más sencillo que aceptar lo que la CICIG estaba revelando: que la corrupción era el sistema; que las élites del país carecían de ética.

La desinformación convirtió a la Comisión, una de los experimentos más exitosos de su tipo en todo el mundo, en algo polémico, algo quizá no tan malo como algunos decían, pero seguro sospechoso, oscuro; un nuevo Gerardi que podía ser eliminado.

La operación también sirvió para ocultar la identidad de quienes terminaron con la CICIG. Aunque la Comisión pudo cometer algunos errores; aunque, sí, en Guatemala se abusa de la prisión preventiva; aunque cualquier caso complejo que saque adelante un fiscal puede tener carencias o depender demasiado en un testigo u otro; nada de eso fue lo que lo terminó con la CICIG. 

La Comisión había operado durante años, enviado a prisión al expresidente Alfonso Portillo o resuelto casos de alto impacto como el del Bus Nicaragua, sin que la calidad de su trabajo o sus métodos fuesen nunca puesta en cuestión.

La institución no cambió a partir de 2015, lo que cambió fue el número y el perfil de las personas que llegaron a ser acusadas en casos investigados por CICIG.

La exfiscal general Claudia Paz lo explicó claramente en el acto de despedida de la Comisión:  “La CICIG ha sido expulsada por las mismas personas que estaban siendo investigadas por ella y que tenían el poder para expulsarla”.

Esto es obvio, pero toda la desinformación que se vertió desdibujó esta sencilla verdad.

Mucho se hablado de las operaciones de desinformación y manipulación de procesos electorales ejecutadas por Rusia en los últimos años, pero creo que las técnicas aplicadas por los enemigos de la CICIG contra la sociedad guatemalteca no les tienen nada que envidiar.

Reconocerlo es doloroso no solo porque los propagandistas nos derrotaron, sino porque las consecuencias a largo de esta operación de guerra psicológica serán considerables.

Creo que 2019 pudo representar un punto de quiebre para la historia del país. Una presidencia de la exfiscal Thelma Aldana hubiese significado continuidad para la CICIG y la Fiscalía Especial Contra la Impunidad. Esto podría haber encaminado al país hacia la justicia y la confianza en las instituciones.  

Pero 2019 fue 1954. El poder político y económico volvió a preferir a Castillo Armas antes que Árbenz. Veremos si las décadas que tenemos por delante son de nuevo de descomposición y violencia, de gobiernos sin apenas legitimidad y grandes negocios para una minoría.

Las perspectivas creo que no son buenas, pero tampoco quiero ser demasiado pesimista.

Estoy convencido de que hay cosas que cambiaron para siempre en los últimos años.

La verdad que conocimos gracias a la CICIG nos iluminará muchos años, como nos sigue iluminando lo que aportaron al país Leopoldo Zeissig, Yassmin Barrios y Rubén Chanax.

Es cierto, la Guerra de Vietnam duró demasiados años y costó muchas vidas. Pero no creo que sea necesario explicar que no fue el teniente coronel Kilgore quien la ganó.

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