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¿Quién escribe la historia del arte?

El arte también disputa la forma en que se cuenta la Historia. Un pulso. Desde lo crítico, lo conceptual, lo metafórico, las corrientes artísticas plantean resistencia a las narrativas oficiales. Si el poder político necesita obviar un episodio histórico, el arte puede hacerlo visible y colocarlo como evidencia colectiva de la transformación social.  


Más de alguna vez hemos escuchado esa frase de “la historia la escribe el vencedor”, pero la pregunta que le hice a José Caal (Doctorado en Historia) fue: «José, ¿quién tiene la última palabra en la historia, sobre todo, en esta época de la virtualidad?»

Obvio, me respondió con otra pregunta: «¿Hay última palabra si la historia es una ciencia en construcción permanente?».

Entrando en materia debemos permitirnos analizar la historia del arte. En 1764 se publica Historia del arte de la antigüedad de Johann Joachim Winckelmann. Ahí, por primera vez, se tiene la noción de historia de arte narrada, este texto fue reconocido como una de las más grandes contribuciones para el estudio del arte antiguo.

Pero Winkelmann tenía un pequeñísimo error, y es que, si aludimos a las fuentes primarias, se pudo haber convertido en la mentira más grande de la historia del arte.

Él describía y veneraba sin sombra de duda la escultura griega, pero más que nada, a lo hermoso y relevante de la blancura del mármol. Y así se pensó por mucho tiempo. No obstante, lo que no sabía Winkelmann era que en el siglo XVIII se descubrió que todas las estatuas de mármol griego no eran blancas, tenían color. Rojos, negros y blancos, pintados con tintes vegetales y animales, y que, por razones obvias, se borraron con el clima y el tiempo.

Winckelmann nos dio una manera específica de pensar el arte, a través de hechos que él consideraba interesantes, a través de hallazgos y autores. Asimismo, producía un imaginario que deja a Europa como idea y punto de partida.

Y desde entonces nos hemos leído así, a través de los ojos occidentales, nor-atlánticos o a través del “eje del mal”, como le llama Silvia Cusicanqui. 

Entonces iniciamos a escribir la historia como una secuencia cronológica, que planteaba posteriormente la modernidad europea, y esta, a su vez, respondía al modelo económico que imperaba, obviamente iba ligada a la geopolítica del conocimiento, que visto a través de ojos superiores, era normalizada por un clasismo y colonialismo epistémico. Es decir, la blancura social occidental.

Corrimos el riesgo de crear un ejercicio binario en todo, y, el más peligroso de todos, el que nos envolvió para siempre en el ejercicio del racismo, fue el pensar en las dicotomías narrativas de Arte vs. Artesanía y Arte vs. Arte popular.

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Altar de Pérgamo, Grecia. (Foto: Claus Ableiter / Creative Commons)

La definición de artesanía aparece en la Edad Media, y más que nada la diferencia entre ambos términos es que: el arte era producido por artistas, blancos que rendían sus servicios a la realeza y al centro de Europa; y la artesanía era producida por espacios alejados del núcleo, podrían ser colonias periféricas que eran vistas como productores, se puede leer Asia y América como tales, además a estas piezas no se les dio un alto costo.

Este nombramiento fue puramente demográfico, con el poder de clase implícito. Cabe apuntar en este ejercicio binario –de clase–, que la palabra “arte” no necesita una larga definición, explicación o justificación para nombrarse, simplemente es arte como tal, porque viene desde del ejercicio caucásico y blanqueado como norma jamás puesta en duda.

Ahora, al hablar del arte desde este terruño, América, Centroamérica, Guatemala, y desde el arte contemporáneo, es posible que algunos de nosotros no nos sentimos tan identificados con esta contemporaneidad impuesta, pues se siente como que queremos construir una historia con la memoria de alguien más.

Sin embargo, ¿qué pasará cuando se nos despinte la ‘blancura’ como a Winckelmann se le despintaron sus columnas griegas? ¿O cuando ya no validemos una historia lineal, contada desde el medio del arte para los mismos medios del arte?

¿Qué pasa si aprendemos a contar una historia transversal, que venga desde el clima histórico, político, social, no centralista, no colonial, paternalista, filogenético y etnocéntrico? Romperemos el origen de homogenización de la vida cultural seguramente.

Es que la historia del arte no solo fue blanca, no sólo la escribió el hombre, no solo viene de un lugar y no solo está escrita en un idioma.

Y es un goce entender la historia del arte a través de una mirada diversa, pues es crítica y responde a su dinámica. Perspectivas las hay muchas y vastas.

¿Qué tal si narramos una historia transversal y política de la historia del arte? Por ejemplo, el 21 de abril de 1978, en Guatemala, se inauguraba la Primer Bienal de Arte Paiz, y luego, al mes siguiente un 29 de mayo del mismo año, sucedía la masacre de Panzos, Alta Verapaz, ordenada por el entonces presidente Kjell Eugenio Laugerud García; y es de suma importancia que esta bienal se llevara a cabo en un contexto de guerra, porque esto provocaría que después en bienales posteriores, más y más artistas contarán historias de guerra, masacres y memorias de un país herido.

Es justo reconocer que el ejercicio de los artistas de “Vértebra” era un ejercicio político, que derivó en lo estético, que buscaba un reconocimiento de lo local, pues lo que se estaba poniendo en tela de juicio, era nombrarse como región, con las heridas y los procesos.

Mucho se habla del pájaro sobreviviente, pero nos preguntamos, “¿a qué sobrevivió Arnoldo Ramírez Amaya junto a Marco Antonio “el Bolo” Flores?”. Y hay que nombrar a los estudiantes y obreros en 1974, quienes fueron dignos representantes del arte de la resistencia, colocando murales gigantescos de denuncia y repudio al gobierno desde los edificios de la Universidad San Carlos de Guatemala, acuerpando a los movimientos políticos y de denuncia.

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Uno de los murales de Arnoldo Remírez Amaya, el Tecolote, dentro del campus de la Universidad de San Carlos. (Foto: Luciernaga Guatemala)

En 1996 se firmó la paz. El presidente Álvaro Arzú soltaba una paloma en medio de la Plaza Central, y a su alrededor muchos militares, representados por el general Otto Pérez Molina, nuestro ex presidente ahora en la cárcel, acompañados de representantes de la guerrilla, se sentaban en una mesa a firmar la paz.

El contraste transversal histórico ocurría en 1998, cuando un grupo de jóvenes restauraban una casa que posteriormente serviría como punto de encuentro para la poesía, arte, teatro, cine del que ahora llamamos postguerra. Casa Bizarra fue un nodo que por mucho tiempo formó e implementó un libre pensamiento, pero en el país, para ese año, todavía quedaban armas de fuego, una violencia internalizada, un sentido de persecución, y, desde los escombros, un país de guerra que respiraba caos. Prensa Libre reportaba que después de los Acuerdos de Paz, las muertes violentas se duplicaban, ahora eran ya 43 mil 200 fallecidos por las olas de violencia (https://www.prensalibre.com/guatemala/comunitario/se-duplican-muertes-despues-del-conflicto-armado/).

Entonces, ¿existe un arte de posguerra, en un país donde nunca termina la violencia? Era lógico que para aquellos años algunos artistas se alejaran de la institución, creando plataformas de diálogo público como fue el caso de Octubre Azul.

En el 2005, un grupo de artistas, liderados por Javi del Cid, financiados por el Ministerio de Educación y empresas privadas, iniciaban una caminata en el territorio nacional, por el amor a la paz, ellos caminaban para “sanar la tierra”, su recorrido fue de Huehuetenango a Jutiapa, durante ocho largos meses. Lo que los artistas no esperaban era que en las comunidades campesinas se mostraran resistentes a su caminata, pues pensaban que eran mineros que hacían investigación topográfica para apoderarse de sus tierras, secuelas de un ejercicio neoliberal, de miedo y terror, producto de la memoria que nos atravesaba una vez más, un choque del arte con la realidad social del país.

Se trata siempre del contraste de narrativas, en un mismo contexto, más allá de la propuesta estética, que configuran la Historia de un país.

Para el 2012, el mural “La Gloriosa Victoria” de Diego Rivera llegaba a Guatemala, expuesto nada más y nada menos que en la Galería Kilómetro Cero del Palacio Nacional. En esa exhibición también estaba Isabel Ruiz con su obra “Crecendo”, esa fue la primera vez que yo la vi, aunque, anteriormente, había estado en el 2008 en la Bienal de Arte Paiz. La obra consistía en tres mantas blancas manchadas de sangre real, cada una teñida en diferente manera, respondiendo a una fecha específica de Guatemala, con una cinta militar circundante. No se necesitaba más para contar espacios tan oscuros de la historia de Guatemala.

Isabel Ruiz y su obra Crecendo
Isabel Ruiz expuso “Crescendo” en la XVI Bienal Paiz de 2008, una obra que contenía mantas manchadas con sangre real junto a fechas que ubicaban distintos momentos para Guatemala. (FOTO: Revista Luna Park)

Qué peligro había entonces tras narrar el arte por el arte y qué peligro hablar entre nosotros de lo que dejó huella en la historia. Un ejemplo de eso ocurrió en el Museo de Arte Moderno en Guatemala, después de que el curador mexicano Daniel Garza lo recorriera, se percataría de que la obra de José Clemente Orozco, “El asalto”, estaba mal fechada, pues el autor fallecería en 1949 y la ficha técnica afirmaba que esa obra habría sido creada en 1950, entonces el museo, como representante de nuestra modernidad, nos había contado una historia discordante.

Esto me enseñó, que hay que perder el miedo a estar equivocados, de no tener razón siempre, de preguntar y de no validarnos como verdades absolutas.

Ahora bien, ¿a qué nos resignamos al citarnos a nosotros mismos?. Muy probablemente asumimos el riesgo de creernos una historia llena de fallas y percepciones de egos, de sujetos individuales y no comunidades.

Es por eso que la propuesta no viene de mí, sino de reconocer que somos personas con privilegios, de citadinos mestizos, a quienes no nos toca escribir la historia. Es la hora en que nos debemos sentar a escuchar y reconocer que, en todo este lapso, la historia del arte en este país es un discurso ideológico y hegemónico.

Basta con ver las obras de Alfredo Gálvez Suárez que tanto ostenta el Palacio Nacional, donde se representa al indio como personaje místico, semidesnudo entrando en la guerra, de igual forma, a una mujer amamantando a su hijo en plena batalla, y dos mujeres mayas semidesnudas evocando al Popol Vuh, mientras tanto el español se presenta como el conquistador que nos dijeron que fue, con armas y una armadura resplandeciente, enseñando al indígena a leer, y guiándolo en los cultos religiosos.

En este arte, nadie cuenta del genocidio maya, tampoco sobre la quema de los códices, ni la esclavitud de los pueblos. ¿Qué estamos contando, acaso la historia que nos dijeron que debíamos escuchar?

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Los murales del Palacio Nacional de Alfredo Gálvez Suàrez obvian el genocidio indígena en la narrativa oficial del Estado (FOTO: Ministerio de Cultura y Deportes)

Es por eso que es vital prestar atención  a nuestros cuerpos y su relación con el entorno, como una herencia cultural histórica, no propongo que eliminen los murales del Palacio Nacional, más bien, que seamos capaces de reconocer que somos producto de la historia que nos atraviesa para bien o para mal.

¿Quién nos puede enseñar esto?. No hay duda de que solo los pueblos originarios pueden, los que tiene en vida su memoria, en su alimentación, en su trato con la tierra, en su trabajo, en su piel, cuerpo, sangre y lenguaje. Un pensamiento postcolonial, ya que lo decolonial es una mirada más abierta a lo que somos como territorio.

Es ahí donde encontraríamos el color que en esencia ha escondido la deslavada blanquitud que se impone históricamente en nuestras sociedades.

No podemos negar una memoria histórica sobre nosotros mismos, al igual que el medio del arte no puede construir una memoria del arte en base a sujetos individuales.

Pero también necesita un ejercicio argumentativo, el cual, mezclado con el ego de los sujetos se ve nulo, más bien es un autorretrato de memoria.

Volvemos ahora a quién escribe o quién está escribiendo la historia entonces. Y pasa que la historia del arte debe de ser un ejercicio más amplio, que no inicia ni termina en la galería. Debe de ampliarse más allá de los espacios artísticos.

Dudar de nosotros mismos es la base para la construcción de una mirada más amplia, para establecer ejercicios no binarios desde nuestros cuerpos, como tanto lo han hecho las comunidades diversas: queers, lesbianas, gays y, a su vez, reclamar nosotros nuestros cuerpos, como nombrarse feminista y asumir lo que conlleva.

El discurso de la historia del arte no es primigenio, no es narrado desde un único lente y una sola cámara, no es una mirada de ‘blanquitud’. La historia ya no se debe contar solo a través de grandes sujetos individuales, más bien debe ser a través de grandes acontecimientos comunitarios.

Así, esta historia del arte debiera ser como un suceso, como los queerpoetics que llevan cuatro años seguidos manifestando una línea visual en las protestas Queer y que este año lleva la bandera de “Cuerpos Migrantes”; o como en los Festivales Solidarios, que a planta de tarimas itinerantes se han presentado artistas visuales, músicos, colectivos para exigir justicia; o el caso de H.I.J.O.S, la Casa de la Memoria, las comunidades en resistencia, la comunidad DRAG, el grupo Garífuna y tantas más por nombrar y que no conozco, a las que permito un espacio en blanco para que las nombremos.

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El colectivo QueerPoéticas es una muestra de resistencia desde otras narrativas culturales. (FOTO; Queerpoéticas)

Pablo La Fuente me hacía reflexionar el otro día sobre, ¿por qué siempre estamos hablando de cosas serias en espacios cerrados? Y me hizo pensar que el discurso está afuera, no adentro.

Por eso es que cuando digo que la historia del arte debe de ser feminista, no binaria, comunitaria, crítica y reflexiva, sobre nuestra memoria histórica, no es un punto de vista, es una necesidad y parte esencial de la coherencia histórica para entendernos.

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