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Salivazo covidiano (o cómo regresar a 2019 en un vuelo)


Esta es una crónica sobre un vuelo de avión de repatriados desde Guatemala a Francia en tiempos de COVID19, en el que tanto las medidas de distanciamiento, como el comportamiento de tripulación y pasajeros, hacían pensar que se trataba de una distopía onírica. Hasta que llegó un salivazo.  


Me cae el salivazo de un señor mayor en toda la cara. Es un español, con el pelo blanco ya ralo y las orejas y nariz de un tamaño que evidencia que comenzaron a crecer por su cuenta, con microcosmos de pelos, poros obstruidos y manchas. 

Estamos los dos sentados en la Puerta 4 del aeropuerto La Aurora. Luz artificial, estructuras asépticas, color blanco generalizado, tubos amarillos gigantes atravesando los techos, luz tropical inundando los pasillos. Un paisaje al que llevo acostumbrada desde hace diez años. Los aeropuertos son uno de esos lugares en los que una puede mirar al frente durante horas sin sentirse culpable, mientras come McNuggets sin sentirte culpable y examina antropologicamante, contemplativamente o sexualmente a los transeuntes sin sentirse culpable. 

Pero este no es vuelo como los que he realizado desde que llegué a Guatemala. Las tiendas del aeropuerto están cerradas. No hay McDonald’s, ni Café Gitane, ni Subway ni Pizza Hut. No hay mujeres altas delgadas y arrugadas, vestidas como si fueran a la vez k’iche’s, ch’orti’, awacatekas y poqomchies, recorriendo las tiendas de artesanías para gastarse sus últimos cientos de dólares destinados al viaje. Tampoco hay hippies sonrientes y despeinados que llegan flotando de sus experiencias de autoconocimiento mientras niños de 8 años le recogían sus platos de kinoa, alfalfa y espirulina. Ni los habituales grupos de adolescentes pálidos con camisetas del mismo color, siguiendo de cerca a señores con cruces demasiado grandes colgadas del cuello, ojos amarillos y caspa en sus entradas alopécicas. Tampoco veo adolescentes con rasgos mayas hablando inglés con acento de Oklahoma mientras se agachan para despedirse de abuelitas muy pequeñas y arrugadas con huipiles que se podrían colgar en un museo. Ni equipos de deportistas caribeños en uniforme que te inspiran sonetos dedicados a antebrazos perfectos. 

Hoy el aeropuerto de Ciudad de Guatemala está vacío. El tráfico aéreo lleva cerrado tres meses, desde que la nueva cepa de coronavirus, SARS-CoV-2, hizo de las suyas desde España a un señor de 85 años tras ganar un sorteó Pepsi para ver jugar Real Madrid, convirtiéndose, a su regreso al país, en el paciente cero en Guatemala. 

Hoy sólo viajamos nosotras, un vuelo de repatriadas organizado por la Embajada de Francia y, como descubro más tarde, un vuelo comercial de la compañía United hacia Miami, Florida. Nuestro viaje transatlántico nos costó 450 euros, el vuelos de Guatemala a Miami 2,000 dolares. Benditos estados europeos de bienestar. 

Pero hay algo que no me encaja. Un punto de irrealidad que me hace pensar que estoy en un sueño. 

Llevo tres meses guardando distancias. Esperando a un metro y medio de los demás para comprar cosas. Saludando con un toquecito rugoso de codos. Lavandome las manos mientras cantaba la internacional ─arriba los pobres del mundo─ (o dos happy birthdays); limpiado con alcohol cada producto que ingresa potencialmente infectado de la calle. 

Pero el aeropuerto parece estar en una etapa pre-covidiana o post-covidiana o no-covidiana. No hay ninguna medida de seguridad ni control de Covid-19 ni distanciamiento.

I La fila de espera

Mi primer choque de irrealidad es la fila de espera para acceder a la puerta de entrada. Es un larga cola de personas que bordea el edificio, y continúa ladeando la carretera del paso a desnivel que divide las entradas y salidas. 

Al llegar, y ver esa inmensa fila, imagino que serán los franceses: veo extranjeros, muchos hippies. Pero al acercarme a la puerta esperando a que me dejen pasar ─debido a una condición temporal de salud no puedo permanecer mucho tiempo de pie─, el guarda me avisa de que los pasajeros del vuelo a Francia aún no están pasando. Me explica que primero están entrando los pasajeros del vuelo de United. 

Esto no lo sabe ninguna de las personas que aguardan en la única fila. Así que, cuando a cada pasajero que tomará el vuelo a Francia le llega el turno de entrar al aeropuerto, el agente le pide que se disponga a esperar. Pero parece que este policía privado tampoco se ha enterado que llegó la COVID-19 al planeta para modificar todos nuestros hábitos de relacionamiento. Y solo les emplaza a colocarse en un pequeño espacio, de unos cinco metros cuadrados, que hay al lado de la puerta. 

De esta manera, los franceses ─voy descubriendo poco a poco que hay algún alemán español e italiano─ se van amontonando en la entrada esperando a que terminen de pasar los pasajeros del vuelo a Estados Unidos. 

La distancia de la fila no ha sido en ningún momento de 1.5 metros. Pero ahora, en la puerta de entrada, no hay distancia. De hecho, tampoco hay fila. Poco a poco se va haciendo un revoltijo de personas. Todos apretados. Una familia lleva un perro, otra un gato en una jaula, niños papás y abuelos, jóvenes tatuados y con rastas que en un momento dado decidieron abocarse a su embajada. Todos juntos y revueltos. 

Yo miro a los demás y solo me alejo un poco, a un metro y medio (ya he visto bastantes videos como para entender la importancia del metro y medio), y me siento encima de mi maletita a esperar. Porque, ni los agentes de seguridad del aeropuerto, ni los gendarmes de la embajada francesa, consideran válido mi argumento, ni mi informe médico, como para prestarme una silla o dejarme entrar. Una mujer que espera en la fila me mira con cara de cómo-puede-ser-tan-hijo-de-puta-ese-policía y yo le miro con cara de ya-sabemos-que-los-policías-son-unos-hijos-de-puta. Bueno, no voy a decir hijos de puta (pobres madres, pobres putas), diré cara-vergas. 

En un momento dado, sentada en mi maleta, entro en un estado de irrealidad. ¿Por qué la gente no se separa? ¿Por qué están todos tan pegados? ¿Por qué el aeropuerto no está estableciendo medidas de distanciamiento? ¿Por qué la embajada de Francia y España y Alemania están permitiendo ese descontrol? ¿No llevamos viviendo tres meses en semi dictaduras? ¿No era que los contagiados entraron a los países a través de vuelos? ¿No se ha paralizado, bloqueado y colapsado la economía mundial debido a este virus? ¿No llevamos tres meses adivinando y entendiendo mejor cómo protegernos de los contagios? ¿No era que después de estos tres meses hemos descubierto que es un virus súper contagioso y que guardar la distancia es clave?

Una vez soñé que un niño tenía tres manos y me explicaban que era porque le gustaban mucho las pulseras. En el sueño me parecía un argumento lógico, ‘ah claro, tiene tres manos porque le gustan las pulseras’. Mientras estoy sentada en la maleta empiezo a pensar que quizá estoy en un sueño y que en un rato me despertaré en mi cama y entenderé por qué no cumplían ninguna medida de distanciamiento. Si alguna vez han leído sobre cómo modificar sueños, o cómo tener sueños lúcidos, sabrán que un ancla es algo que te hace entender que estás en un sueño y así poder modificarlo. Mi ancla son las mascarillas. Trato de mover lo brazos para salir volando, quizás atravesar el Atlántico. Pero no. Siguen pasando los minutos y me doy cuenta de que no estoy en un sueño ni es 2019. Aunque nada tenga sentido. 

Comienzo a pensar, tratando de darle una explicación, en que todos esos hippies europeos seguro no creen en el coronavirus. La extrema izquierda, la extrema derecha, y los que se dicen antisistema, coinciden en ese análisis ideologizado y desprovisto de empatía. Y, además, en creer que hay un grupo de personas ─nunca entendí si son extraterrestres─, que controlan el planeta entero, con capacidad y tentáculos en todas las instituciones del mundo, y los intereses más malignos y retorcidos, que varían según su ideología: implantar el comunismo, o matar a todos los pobres, o a todos los negros, o impedir que entendamos que un limón puede matar al coronavirus, pero las compañías farmacéuticas no quieren que lo averigüemos. Seguro hay varios en ese revoltijo que espera su entrada al aeropuerto que piensa de esta manera, pero no creo que sea la mayor parte. Y sigo sin entender por qué la gente no se separa.

Yo solo estoy flipando mientras mi maletita cada vez está más hundida bajo mi culo confinado, esperando a que, por fin, nos dejen pasar. El gendarme, que resultó no ser tan hijo de puta, en cuanto termina de pasar la fila de United me busca y me deja entrar. Resulta que adentro tampoco son tan hijos de puta y hasta me sientan en una silla de ruedas que me lleva hasta mi puerta.

II. La Puerta de embarque, la pobreza de Guatemala y Dios

Ya hemos pasado los controles y estamos aguardando nuestro vuelo. Nada de asiento sí – asiento no – asiento sí, metro y medio, alcohol en gel, spray desinfectante, o alguna medida por el estilo. Me siento lo más alejada que puedo. 

Para que nadie ocupe las bancas de mis lados, pongo mi mochila en un asiento y bolsa de comida en el otro asiento. Pero cuando ya no quedan sillas libres y ese señor, que por el tamaño de sus orejas tendrá más de 70 años, me pide que si se puede sentar, le digo que por supuesto. 

Él me habla de su salud y yo de la mía. Y ambos de lo afortunados que nos sentimos. De lo bien que se han portado con nosotros en la embajada de España de Guatemala (reiteró mi agradecimiento), y en la embajada de Francia (reitero mi agradecimiento). De que nos hayan echado la mano y se hayan compadecido de unos pobres convalecientes atrapados en un país sin salud. 

En un arranque de compadrería ─a los dos se los empañan las gafas al respirar con mascarilla y no vemos─, nos las bajamos para seguir hablando. 

Ellos son de Segovia ─España─ y llegaron a una boda a Guatemala hace tres meses. Venían para 21 días pero cerró todo. 

Me cuenta que han estado tres meses en Guatemala. La maravilla. Qué educados, qué serviciales. A veces los europeos no nos damos cuenta que ese servilismo proviene del sometimiento producto de la conquista, y que nos debería entristecer profundamente, y no hacernos sentir agasajados. Pero imagino que a todos nos gusta que nos sirvan: a los hombres les gustan las mujeres serviciales, y a los europeos que un guatemalteco les diga ‘a la orden’ mientras les carga la maleta y se ríe mucho de chistes sin gracia. 

Pero, eso sí, continúa el señor de Segovia de la nariz grande: qué triste, qué pobreza, qué presidente tan irresponsable. 

“Hemos estado en una zona muy pobre del país”, ─me cuenta y, mientras me estoy preguntando si habrán ido al Corredor Seco a Huehuetenango a Alta Verapaz, continúa─: “En Izabal. Nunca habíamos visto tanta pobreza”. 

Le sabe mal que el presidente se encomiende a Dios. Él es católico y creyente, se adelanta, creo que intuyendo mi mirada, para que yo no emita ningún improperio. “Pero, vaya, que Dios no va a salvar nada si las autoridades no se ponen manos a la obra”. 

Me acuerdo del comentario de una mujer en un reportaje que hice sobre la falta de respiradores: “Pues yo diría q El Pueblo de DIOS tenemos oxígeno gratis Gloria sea a mi señor”.

El señor sigue hablando cuando esa gota de saliva estalla contra mi cara en la sala 4 del aeropuerto La Aurora. Imagino esas “gotículas” de su saliva llenas de coronavirus metiéndose en mis ojos con sus estacas de proteína S dispuestas a engancharse y destrozar todas mis células. O, peor aún, que mi cuerpo lo vaya destruyendo, que mis linfocitos y mi sistema inmunitario estén en plena forma, y no produzca síntomas en mí, pero se lo contagie a mis padres o mi abuela al llegar a mi pueblo.

Por fin comenzamos a abordar. Según tenía entendido, no nos iban a dar comida en el avión. También me dijeron que iban a colocar a una persona por cada tres asientos. Pero no habían tomado en cuenta que este vuelo se haría en una distopía post o pre o no-covidiana. O que el dinero manda, vaya. 

III. El vuelo

El avión no está numerado y va completamente lleno. De tres en tres en tres, con ese espacio de 43 centímetros por asiento y reposabrazos compartidos. (Nunca entendí por qué cada pasajero tiene sólo derecho a reposar un brazo durante 10 horas de viaje. Aunque esto puede ser peor si tú eres mujer y te toca al lado un hombre de esos machistas ciegos que creen que tú no necesitas apoyar tus brazos, o que te sentirás complacida de que él apoye sus dos brazos, o que ni siquiera te ven). (Vivo en guerras silenciosas de reposabrazos en cada vuelo en el que se sienta a mi lado un hombre prepotente, y siempre termino con ganas de clavarles las uñas en sus malditos y acaparadores brazos machistas). 

Pero el tema aquí es con la Covid19, y que con un solo reposabrazos para dos brazos, y un asiento de 43 cm de ancho, resulta prácticamente imposible no tocarse.

Veo a un señor obeso sentado en un fila cerca del baño, que ocupa su sitio y la mitad del puesto de al lado con sus grandes muslos. Pienso que será una buena estrategia sentarme en el tercer espacio. A mi juicio, nadie se va a querer sentar en medio asiento mientras todo el viaje está rozando la pierna de un posible contagiado. 

Mala deducción. Entran al avión dos franceses borrachos ─uno de ellos tambaleándose─ de unos 50 años, con la cara roja y los ojos vidriosos. Uno de ellos, de pelo amarillo blancuzco, delgado y vestido de cuero negro ─ciertamente parece que vinieron de turismo sexual─, se sienta en medio y se va inclinando hacia mi lado. No sé si adrede o no, porque con las voluminosas piernas del otro señor entiendo que no tiene espacio, pero la realidad es que el borracho pedófilo me está tocando. No solo me da asco, sino miedo de contagio. Y, además, se quita la mascarilla. Pido a la tripulación, en bajito, que le pidan ponerse la mascarilla. Creo que luego de ver a ese señor de grandes proporciones ocupando un asiento y medio, y a ese francés borracho ocupando medio asiento y un cuarto del mío, las asistentes del vuelo se apiadan de mí. Al cabo de un rato llega una azafata y me dice al oído, “El asiento 3C está libre, cambiese sin decir nada”. 

En el asiento 3C está compartido con dos jóvenes. Felices y contentos, haciendo bromas y sacándose una selfie. Pienso que son pareja. Pero, al poco sentarme, me doy cuenta de que se acaban de conocer, que ha habido feeling y que el chico sentado en el asiento del medio, que parece alemán por cómo pronuncia las w al hablar en inglés, trata de ligarse a la chica de la ventana, que parece ser francesa por cómo pronuncia las r al hablar inglés. Pienso que, al menos, ya que es un avión de la primera década de los 2000 ─sin televisores en cada asiento─, podré entretenerme con esa historia de “amor”. ¿Será que se besan? (Si el alemán fuera un latino machista desplegaría toda su artillería. Incluso podría decirle que siente que está enamorado de ella, y que ha sido el destino, y que al verle supo que sería su mujer y tendría hijos con ella; para, después tratar de follarsela en el baño, preguntarle si está loca por creer que hay algo. Esto equivaldría a un “you are nice” de un alemán – perdón por la digresión-).

El problema con este intento de ligar, es que el presunto alemán quiere verse servicial. Y dárselas de servicial, quiere decir hacerlo no sólo con la persona a la que te quieres ligar, sino con todas las que tienes alrededor, para que la persona en cuestión crea que eres buena gente. Y el problema, en lo que a mí me compete, es que yo soy esa otra persona a su alrededor. 

Pero, en tiempos de COVID-19, no se puede ser servicial. Así que no está claro si se consumará el amor, pero al menos tengo con qué entretenerme.

Llevamos ya dos horas y media, todos montados en el avión sin despegar. 

¿Por qué no salimos? Nos faltaba un permiso, me responde una azafata. ¿En serio están tramitado un permiso de vuelo con 300 personas montadas en un avión? Yo sigo pensando en ese sueño de un niño con tres manos porque le gustan mucho las pulseras. Mi madre me escribe. Le cuento que no hemos despegado. Que vamos todos juntos. “Bueno, tú guarda las distancias y no te quites mascarilla”. Guarda las distancias es el nuevo ‘abrígate bien’ de las madres. 

Cuando llevamos la mitad de Toy Story 4 en la pantalla colectiva, el avión despega y, unos minutos después, volvemos a la irrealidad.

Una azafata comienza a darnos vasitos de cartón con su mano sin guantes. El alemán, como quiere ser servicial, le pasa el vasito su compañera y trata de hacerlo conmigo, pero yo le miro con cara de no-se-te-ocurra-tocar-mi-vaso-estamos-locos-o-qué.

Creo que dar un vaso a alguien con el que después te cubrirás la boca y nariz, a muy corta distancia de los ojos, es lo más arriesgado en tiempos de pandemia. Si esa azafata está contagiada y se ha tocado los ojos o la nariz antes de agarrar la fila de casos, todos pueden estar llenos de coronavirus.

Después de despegar y de bebernos nuestro vasito de líquido, ya saben cómo funcionan las cosas en los vuelos, todo el mundo quiere ir al baño. Yo me espero un poco, pero cuando trato de pasar me doy cuenta que una azafata ─con una boina cuadrada, una camisa blanca con bolas azules y rojas, unos pantalones negros y una melena larga absolutamente perfecta─ está llegando en sentido contrario. Me acuerdo de mi madre pidiéndome que guarde las distancias en la medida de lo posible y voy retrocediendo. Ella, al mirar mi maniobra, me dice campechana:

─Pero si cabemos las dos.

Yo ya estoy tan aturdida que solo miro el espacio y trato de pasar como si fuera un novillo ciego al que lanzan a ruedo. 

Sí, cabemos las dos, pero si al pasar nos restregamos la una contra la otra, y restregamos nuestras piernas contra los brazos de quienes están sentados. Así son los vuelos y lo han sido desde que yo tengo memoria. Sobre todo desde que la primera clase tiene prácticamente un cuartito para cada uno, y la clase económica somos poco más que sardinillas enlatadas. Pero me llama la atención que después de todos los recursos empleados para la COVID-19 no haya conciencia sobre lo arriesgado que es toda esta práctica de viajar en avión.

Mientras espero usar el baño detrás de una mujer que se ha bajado la mascarilla a la altura de la barbilla, regresa nuevamente la azafata. Al verla, la mujer le pide disculpas y se vuelve a poner la mascarilla en su sitio. 

─No se preocupe, si las mascarillas no sirven de nada─ vuelve a decir la azafata de la melena perfecta, joven, lozana y campechana. 

Pienso que ella, por su edad, debe creerse inmortal. 

Recuerdo a mi hermano diciendo que él tiene dos estados de salud: o creerse inmortal o creer que se va a morir. 

Me acuerdo también de una frase de Bulgákov: “El hombre es mortal, pero eso es sólo la mitad del problema. Lo grave es que es mortal de repente”. (Mijaíl Bulgákov, El maestro y Margarita). 

La realidad, pienso mientras espero entrar al baño, es que a estas alturas de la COVID-19, la muerte no es algo que nos vaya a pillar desprevenidos. En EEUU ya han muerto 132,000 personas, en Brasil 63,000 -cifras redondeadas del 4 de julio de 2020-. Los primeros contagiados fueron personas que volaron entre países, y están destinando más recursos que en toda la historia de la humanidad a esta pandemia. Los países están colapsando, las personas están muriendo, los pobres están sufriendo. Recuerdo a las mujeres que llegaban a mi casa en Ciudad de Guatemala a tocar el timbre, pidiendo dinero, rodeadas de niños, y contándome historias trágicas de pérdidas de trabajo. El personal médico está completamente agotado, las personas están muriendo porque no hay insumos médicos ni de protección ni equipo mayor para atenderles… Y aquí estamos en este vuelo precovid/postcovid, en esta irrealidad nocovidiana donde las azafatas no creen en el bicho o en la efectividad de las mascarillas o de la distancia. O se creen inmortales. O estamos en un sueño y mi fase REM se está prolongando demasiado. 

A este punto, si la azafata sacara la lengua y me chupara la cara para quitarme una mancha, no me hubiera sorprendido. 

15 horas después ─3.5 horas hasta Punta Cana (República Dominica) para repostar, una hora todos metidos dentro avión mientras le meten el combustible, y otras 9.5 horas de vuelo y 6 pelis familiares en las pantallas de fondo─ entre el alemán y la francesa no ha pasado nada. 

Lo sé porque no he podido dormir. Las turbulencias iban sacando titulares en mi mente: “Avión de repatriados de la embajada francesa se pierde en el océano”. Y leads: “Lo que pensaban que era un vuelo de salvación terminó convirtiéndose en una tragedia para un grupo de europeos”. U otros titulares: “Española contagia a todo su pueblo de COVID-19 y fallecen 15 ancianos por su culpa”. Y entradillas: “Una española que solo pensó en sí misma y en su salud, salió de Guatemala sin saber que iba a ser pájaro de mal agüero para un pueblo de población envejecida que hasta entonces había permanecido inmune”. 

Al aterrizar, el piloto informa de que este será el último vuelo de rescate de COVID-19 que ofrece Francia en el mundo y que ya ha repatriado a 200,000 franceses en los últimos tres meses. Todos aplauden al país de la fraternité. Yo me siento feliz de estar en Europa.

Llegamos al aeropuerto de Charle De Gaulle, y de allí debo de encaminarme a la estación de Montmatre para tomar un tren hacia la frontera con el País Vasco. Pero escucho a una señora mayor de Cataluña, que tendrá también unos 70 años, que ha perdido el vuelo de conexión con Perpignan, y que no tiene ni idea de francés ni inglés ni cómo conectar su Wi Fi trata de explicar esto a los empleados del aeropuerto. Le ayudo. Llamamos a su hija. Nos enteramos de que ella puede agarrar también un tren, en una estación distinta a la mía, y nos disponemos las dos a empezar nuestro viaje. Tomamos un taxi.

La mujer no para de hablar. “Había muchos franceses pijos, ¿verdad?, con los pelos despeinados”. “¿Pijos o hippies?”. “Eso, eso”. “Qué apañado el taxista con ese plástico que divide su asiento del nuestro, ¿verdad?”. Me cuenta que fue a Nicaragua a visitar a su hijo, a Granada, iba para tres meses y se ha quedado ocho. Me cuenta que en Nicaragua, qué pobreza, qué terrible. Que presidente más irresponsable. Que ella sí estuvo dando comida y comprando cosas para los pobres. Que solo comía arroz con frijoles, que vaya calor. Y que un viaje así de largo no vuelve a hacerlo en su vida. (Siempre me sorprende, admira y esperanza, que mujeres mayores tengan tanta energía en sus cuerpos y tantas expectativas con los años que les quedan de vida). 

Cuando la dejamos a ella, seguimos hacia la estación de Montmartre, a por mi tren. El taxista me señala la catedral de Notredame, pero yo, que no he dormido nada y apenas comido en las últimas 20 horas, ya no puedo mostrar interés hacia nada más y menos en francés. Así que solo digo: “ohh”.

En la estación compro mi billete, quedan cuatro horas para el tren a Hendaya, y espero sentarme a comer algo en una cafetería. Me fijo que las cafeterías solo atienden en terraza, y que todas las mesas de todos los establecimientos están ocupados. Veo una mesa con una silla libre y le pregunto a la joven sentada si me puedo sentar con ella. Me mira y me dice: “no”, nada más. Imagino nuevamente la respuesta latina: “me encantaría, con mucho gusto, por supuesto, ¿cómo voy a negar a alguien que se siente a mi lado?, pero fíjese que…”.

En Montmatre sí hay medidas de seguridad. Mascarilla obligatoria. Asiento sí, asiento no. Todos los “asiento sí” están ocupados. Me siento en el suelo por las próximas horas al lado de un marroquí y un sudanés que me comparten su wi-fi. Más tarde logró sentarme en unas sillas “asiento sí”, mientras veo cómo la policía va pidiendo a cada persona sin mascarilla que se la ponga. Veo incluso poner multas. En todo el rato tengo a dos mujeres sentadas a mi lado, nos hacemos las viejas de pueblo mientras -no sé en qué idioma- reprobamos la irresponsabilidad de quien no lleva mascarilla. Ya saben, ese gusto de sentirnos superiores a los demás, y poder evidenciarlo en acciones más correctas.

En un momento dado vemos a una joven que va muy rápido y sin mascarilla. Un policía le grita: “madame”, “madame”, y ella, con cara de enojo, les muestra que la lleva en la mano, y sigue su camino. El agente le persigue. “Madame, madame”. Ella no para el paso y al final el policía desiste. Me acuerdo de Floyd, de George Floyd asesinado en Minneapolis, de Edgar Ic, a quien la policía asesinó de un balazo en la cabeza en Guatemala porque supuestamente no se dieron cuenta que era repartidor y tenía permiso para circular en toque de queda. Me acuerdo de Giovanny López, asesinado en Guadalajara, México, en circunstancias similares. Me doy cuenta de que nunca sucedería que ese policía francés le dispare a esa mujer blanca francesa. 

Finalmente puedo acceder a mi tren y después de otras cinco horas atravesando Francia, algo que sería muy bonito si no estuviera tan tan cansada y hambrienta y no tuviera que usar una mascarilla en la cara, llego a la estación de tren de Hendaya, frontera con Irún, País Vasco, cerca de mi pueblo. Llegan a buscarme mi padre y mi madre. No podemos darnos un abrazo. Pero me han comprado pan y lomo embuchado. Me sabe a gloria. 

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Fotografía tomada al aterrizar desde el aeropuerto La Aurora. De fondo los volcanes de Agua, Fuego y Acatenango. Foto No-Ficción: Carolina Gamazo.

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