“Todos han experimentado miedo, ansiedad, tristeza e impotencia”, así describe uno de los doctores entrevistados para este reportaje las consecuencias que vive el personal de primera línea que atendió la pandemia. Diferentes organizaciones del gremio apuntan que la atención del Estado ha sido insuficiente para reaccionar a un trauma colectivo de quienes se presentaron como los héroes del 2020. Las historias personales hablan de ansiedad, estrés, insomnio, depresión y síntomas obsesivo-compulsivos. Esta es una radiografía de las cicatrices que han quedado en quienes combatieron la pandemia.
Después de hacer turnos de 24 horas, diez de ellas enfundado en un traje de bioseguridad, el enfermero René solo quería llegar a su cuarto a disparar.
El enfermero René manejaba hasta su casa, parqueaba en el garaje, se desvestía y se bañaba en una ducha improvisada que él mismo armó para aislarse de su esposa y su bebé de 18 meses. Y entonces sí, pasaba a su habitación, solo él en su cama. Preparaba su celular, se ajustaba unas gafas 3D y empezaba a disparar.
Para combatir la soledad y el estrés sufrido tras cada turno en uno de los hospitales designados para atender pacientes de coronavirus durante los meses más mortales de 2020, el enfermero René mataba a todos los enemigos que le fuera posible en el videojuego Call Of Duty.
“A veces soñaba que andaba volando riata y me despertaba, caía en cuenta que estaba soñando, me volvía a dormir y seguía soñando lo mismo”, recuerda el enfermero René.
Tiene 33 años y diez de ellos los ha dedicado al sistema de emergencias del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS). Es técnico en enfermería. Ahora trabaja más de 13 horas diarias porque está cumpliendo el año social de su licenciatura en enfermería. Trabaja. Estudia. Escribe su tesis. Trabaja de nuevo. Dispara.
“El estrés que me generaba esto (el videojuego) me desviaba el otro estrés que tenía. Si yo no me hubiera puesto a jugar eso a saber cómo hubiera reaccionado al estrés, aislamiento, carga laboral e incertidumbre que sentía”, cuenta un año después de los meses más aciagos de la pandemia, donde decidir a quién dar oxígeno era su día a día.
El alivio de una guerra simulada le permitía escapar de la pandemia o, como la llama el enfermero René, “el monstruo”.
“Nosotros estábamos enfrente de un monstruo y no sabíamos ni por cerca cómo nos íbamos a defender de eso”, dice.
Desde abril hasta junio se exilió en una de las cuatro habitaciones de la casa donde vive. “Me sacrifiqué cuatro meses sin ver a mi familia, sin abrazarlos y besarlos ni tocarlos. No disfruté los primeros meses de vida de mi bebé, solo lo escuchaba reírse, pero eso me hacía sentirme bien, feliz”, dice. Al llegar a su casa, el enfermero René llamaba a su esposa y le pedía que llevara a su hijo al jardín para evitar que el niño siquiera lo viera entrar.
El enfermero René no fue el único que sacrificó el tiempo con su hijo. Julio, un doctor que trabajó en un centro de salud de San Miguel, se limitó a ver a sus dos hijos sólo cuatro veces en seis meses. Marta, psicóloga de una unidad de salud de Soyapango, se contagió de Covid-19 y tuvo que dejar de ver a su hija de tres años durante 15 días. Los efectos personales en las vidas de muchos trabajadores de la salud fueron devastadores y sus secuelas siguen ahí.
Para esta investigación se entrevistó a dos decenas de fuentes relacionadas al gremio de salud: cinco doctores, dos enfermeros, tres sicólogos y sicólogas designados a unidades de salud, cinco estudiantes de medicina que completan su carrera en hospitales, representantes de gremiales del sector y de gremiales universitarias de la carrera de medicina. Además, se hicieron 32 preguntas vía Ley de Acceso a la Información al Ministerio de Salud y al ISSS, y se solicitaron entrevistas a funcionarios de Salud. No solo la pandemia atemoriza a este sector público, sino también el propio Gobierno: las fuentes que dieron su testimonio de secuelas pidieron anonimato. Aseguran que, de saberse que hablaron con la prensa sin la autorización del despacho de Prensa del Ministerio, serían despedidos de inmediato. Lo dicho por estas fuentes encaja con lo ocurrido el año pasado. Durante varios meses de 2020, los empleados de hospitales públicos y del ISSS aseguraban que tenían órdenes de no hablar con medios, y si lo hicieron fue bajo anonimato.
La conclusión es contundente: entre el gremio médico no solo hay severos padecimientos de estrés postraumático, trastornos de ansiedad, ataques de pánico, insomnio, sino que no hay registro fiel de ello. El Gobierno no ha atendido ni documentado de manera eficiente estas secuelas, hay apenas registros oficiales y las directrices específicas para atender estos cuadros sicológicos no bastaron. Entre abril de 2020 y abril de 2021, la línea psicológica de atención del ISSS solo atendió a 298 de sus 16,458 empleados. Es decir, el 1.8 % del total.
Las pocas cifras que el Gobierno entrega dan cuenta del calado entre el gremio de Salud. En los últimos tres años, nunca habían renunciado tantas personas del ISSS. En 2018 renunciaron 434 empleados; en 2019, 286; y en el año de la pandemia, en 2020, 575; y otros 212 nada más en los primeros tres meses de 2021. En el Ministerio de Salud (Minsal), llama la atención lo que ocurre este año. En 2018, renunciaron 20 personas; en 2019, fueron 37; y en 2020, el total de renuncias fue de 24; pero en solo tres meses de 2021, de enero a marzo, ya suman 23.
A pesar de que en su “Memoria de Labores 2020-2021”, el Minsal habla de cientos de atenciones individuales y decenas de “talleres de autocuido” para el personal del Hospital El Salvador, donde por excelencia se atendió a los contagiados con el virus, cuando se preguntó a vía Ley de Acceso a la Información, la respuesta fue que no existían tales datos o simplemente no hubo respuesta. Ninguna de las fuentes consultadas para este reportaje participó o escuchó de sesiones de “autocuido”.
Los números hablan de hechos poco visibilizados, pero son sobre todo los testimonios del personal de primera línea de atención médica los que permiten dimensionar las secuelas sicológicas no atendidas que ha provocado la pandemia entre este sector de la sociedad tan idealizado durante la crisis.
El monstruo le ha dejado secuelas al enfermero René, que cree que sufre estrés postraumático. Sus noches son una continua paranoia hospitalaria en las que se despierta a rociarse alcohol.
“Hasta la fecha, es algo que no se me quita. Estornudo, me tapó y echó alcohol donde he estornudado. Es algo que eso ya va a quedar, es el estrés post trauma”, se diagnostica. Aunque ahora está claro científicamente que las posibilidades de transmitir el Covid-19 por el contacto en superficies son mínimas, el enfermero René sigue gastando 40 dólares mensuales en alcohol y sigue rociándose, incluso en su cama.
En algunos casos, como el del enfermero René, las secuelas tras un año de muerte y paranoia son imperceptibles si no se miran a detalle: la necesidad de escapar a otro mundo imaginario con una muerte sin consecuencias, un poco de alcohol al aire en la habitación, la añoranza de los primeros meses no compartidos con su hijo, las heridas del monstruo que aún sigue aquí.
El personal de primera línea de atención a la pandemia, aquellos a los que se nos presentó como héroes y heroínas en comerciales gubernamentales, son también un puñado de salvadoreños que han quedado maltrechos tras lo más duro de la pandemia.
El enfermero René y otros tres empleados del ISSS consultados afirmaron que no conocieron de planes para atención psicológica. Por eso, para él, el refugio en la guerra virtual de Call of Duty se volvió tan importante. A diferencia del virus, a los enemigos del videojuego sí los podía ver, analizar sus movimientos, y acabar con algunos con tan solo apretar un botón.
En las batallas militares y los escenarios de Call of Duty los sentimientos de impotencia que vivía en el hospital no existían. “No sabíamos ni siquiera dónde estábamos parados. Hay un dicho que dice que el sabio ve el mal y se aparta, pero en salud no podemos hacer eso porque si nos apartamos muere la gente”, dice.
Los héroes de la pandemia salieron heridos de ella, y nadie los rescató.
Un Estado inoperante ante el trauma colectivo
Las secuelas del enfermero René no lo hacen una excepción en el gremio médico que estuvo al frente de la emergencia sanitaria.
La doctora Lucía Bernal, vocera del Movimiento por la Salud “Dr. Salvador Allende” (Alames), asegura que costumbres como las que desarrolló en 2020 el enfermero René, en especial el uso excesivo del alcohol, son reflejo de ansiedad y se han vuelto frecuentes entre ese personal.
“Tengo compañeras, compañeros, que usan alcohol tres o cuatro veces en cinco minutos, ese es un claro signo de ansiedad y trauma. En acciones así reflejan lo afectados que están y todo el daño psicológico que tienen”, dijo Bernal.
Alames fue la primera organización que puso sobre la mesa el tema de salud mental de los miles de empleados sanitarios y denunció la falta de atención psicológica al personal médico. Alames nació en 2008 y se concibe como una “organización que impulsa el reconocimiento pleno del Derecho Humano a la Salud”. Está integrado por personal que trabaja en el Ministerio de Salud. Esta es la organización que levantó un censo del personal médico fallecido por Covid-19 o sospechas de Covid-19. El Minsal negó esta información solicitada para este reportaje, sin mayor argumento que “la falta de respuesta de la unidad requerida”. El conteo independiente de Alames daba cuenta de 200 fallecidos hasta marzo de 2021
Nada indica que la salud sicológica del gremio haya sido prioridad del Ministerio. El proceso de solicitud de información para conocer la cantidad de fallecidos y las consultas psicológicas brindadas al personal de primera línea comenzó el 7 de abril y terminó el 31 de mayo sin respuesta. La encargada de la oficina de Información y Respuesta aseguró el 3 de mayo, vía telefónica, que no había recibido la primera petición, aunque el correo se había enviado casi un mes antes.
“Nuestro planteamiento es que hubo, por parte de las autoridades de Salud, un abandono total del componente de salud mental para el personal y sus familiares en el contexto de la pandemia de Covid-19”, dijo un médico miembro de Alames, que pidió anonimato por temor a represalias. “Lo lamentable y paradójico fue que el personal de salud debía llamar en su tiempo libre, porque no daban tiempo de realizarlo en las jornadas de turnos intensos”, agregó. “Los niveles de estrés y presión laboral, para el personal de salud de primera línea. fueron atendidos tardíamente por las autoridades”, dijo el doctor.
Esto sucedió pese a que hay leyes que obligan a prestar atención, como la Ley de Salud Mental y la Política Nacional de Salud Mental. En el artículo uno, la ley establece que se debe “garantizar el derecho a la protección de la salud mental de las personas (…) asegurando un enfoque de derechos humanos”. Además, en su artículo 11, designa al Minsal como el ente rector.
En mayo de 2020, el ISSS publicó un documento de 32 páginas llamado “Lineamientos técnicos para el abordaje de atención psiquiátrica y salud mental para derechohabientes y trabajadores de salud del ISSS durante la pandemia de coronavirus”, con el objetivo de “regular y estandarizar los diferentes procedimientos para el abordaje de la salud mental”, según el detalle del documento facilitado por la OIR de la institución.
El documento estipula que los centros de atención brindarán el acompañamiento a “cualquier trabajador institucional que requiera de la atención o apoyo emocional durante esta pandemia Covid-19 en los lugares de residencia”.
El enfermero René asegura que nunca supo de este u otro plan ni conoció a nadie que haya recibido ese beneficio. Otros tres empleados del Seguro Social que trabajan en centros distintos al del enfermero René respondieron lo mismo: nunca oyeron hablar de ese plan de atención sicológica. “Lo que hacíamos era hablar entre nosotros. Tratar de hacer broma de lo que vivíamos”, dice el enfermero René.
Según la información entregada por el ISSS, 298 de sus empleados pasaron consulta psicológica entre abril de 2020 y abril de 2021. Para 2019, el ISSS tenía 16,391 empleados permanentes, según la memoria de labores. En ese mar de empleados expuestos a los traumas de la pandemia, el porcentaje que recibió atención sicológica fue mínimo: el 1.8 %.
De los que sí pasaron consulta, el motivo fue “predominio de trastornos adaptativos”, según la Oficina de Acceso a la Información. El 78 % de esas consultas ocurrió entre abril y agosto del 2020, coincidiendo con el punto más álgido de contagios entre los salvadoreños. Los picos más altos de contagios, la saturación del sistema de salud, que incluso dejó escenas de cadáveres afuera del hospital Rosales, las denuncias del gremio médico sobre decesos de profesionales y el aumento de la jornada laboral de nueve horas a 24 o hasta 48 ocurrieron durante esos meses.
El mes con mayor demanda fue julio, con 72 consultas. Más de la mitad de quienes consultaron (62 %) fueron mujeres. El grupo etario entre 31 y 40 años fue el que más consultó (88 casos) y la mayoría de personas fueron habitantes de San Salvador.
Las llamadas de auxilio de 400 “héroes”
Dos proyectos independientes buscaron paliar la necesidad de atención de salud mental que el Estado no proveyó. El primero fue la “Línea Solidaria”, habilitada a través del 131, y financiada por la oficina de Naciones Unidas, Unicef, e implementado por la Asociación de Capacitación e Investigación para la Salud Mental (ACISAM). El Minsal dio acompañamiento a este programa, aunque sólo como parte de una alianza. Su función fue facilitar listados con números de teléfono de los trabajadores de salud atendiendo Covid-19 o personal en centros de contención, para que los psicólogos de la Línea Solidaria les llamaran.
Se preguntó al Minsal, a través de la oficina de acceso a la información, sobre los trabajadores de salud atendidos en este convenio. La respuesta dejó claro que el Ministerio no conoce los resultados de ese servicio: “esta información no obra en nuestro poder, debe de ser solicitada a ACISAM”.
Lilly Rojas, integrante de ACISAM, explicó que su asociación ya tenía el financiamiento del programa, cuyo objetivo no era el personal médico, pero que durante el periodo de cuarentena se optó por cambiar el concepto y entonces se involucró al Minsal.
“ACISAM tenía un asocio con Unicef para implementar una línea de atención psicológica que era precisamente para trabajar la población de niñez migrante retornada”, dijo Rojas. “Básicamente, en principio el proyecto era uno, pero con la pandemia y la cuarentena obligatoria se transformó en otro. En aquel entonces, la línea se habilitó de las seis de la mañana hasta las nueve de la noche”, detalló la profesional.
El número fue habilitado para dar acompañamiento psicoemocional a los trabajadores de primera línea y no precisamente un proceso formal de psicoterapia. Quedó claro que había necesidad. Hubo demanda: vía telefónica se atendió a 400 trabajadores de salud entre abril y septiembre de 2020.
“Llegamos a atender alrededor de unas 400 personas del personal de salud de primera línea en la fase más crítica de la cuarentena, sobre todo en el primer pico que fue allá como por junio o julio, donde un gran número del personal de salud empezó a verse afectado directamente por Covid-19, tanto por contagio como por la muerte en colegas o familiares”, explicó Rojas.
Rojas considera que el programa pudo haber tenido un mayor alcance, pero no tuvo “una difusión tan amplia”. Según ella, “al principio, la línea no recibía llamadas. Nosotros trabajamos con recurso limitado, y si hubiésemos tenido más recurso para contratar más personas y tener una línea 24 horas, hubiésemos tenido una línea mucho más exitosa. Las personas que enfrentan trastornos, encuentran más difícil sobrellevar las noches que los días”, expresó.
Línea solidaria funcionó como una forma de atención y acompañamiento psicosocial a través del teléfono y Whatsapp. También funcionó como grupo de apoyo. “La mayoría fueron atenciones de crisis, desahogo y catarsis”, dijo Rojas. En la actualidad, la línea sigue funcionando, pero se abrió a la población en general, y ahora trabaja solo una psicóloga y ya no tiene el acompañamiento de Unicef ni del Minsal.
El segundo programa fue iniciativa del movimiento Alames. Esta organización hizo un convenio con Psicolegas, integrada por profesionales de salud mental, que aceptó atender y dar acompañamiento al personal médico.
“La población de primera línea en la pandemia fueron personas que sufrieron estrés elevado a la décima potencia, y muchas veces no contaban con los recursos para hacer frente a esta situación”, señaló José Manuel Ramírez, integrante de Psicolegas
Ramírez dijo que a él y a las personas que participaron en el proyecto los motivó la falta de una respuesta inmediata por parte del Estado y la sensación de falta de control que sentía el personal de salud.
“Héroes, mártires y víctimas”
Decenas de fotos en blanco y negro tambaleaban en la ventisca de la tarde del 22 de marzo de 2021. Las fotos, parte de la exposición Irremplazable, organizada por Alames, fueron colocadas en la plaza Salvador Allende, de la Universidad de El Salvador, como un homenaje al personal del gremio médico fallecido durante la pandemia.
María Martínez, de 85 años, llegó con esfuerzo y acompañada de su hijo Ernesto a ver la fotografía de su hija, Cecilia Morales Martínez, una enfermera del Hospital Bloom que murió a los 50 años, el 29 de junio de 2020. Cuando el viento botó la foto de Cecilia, Ernesto bromeó con su madre: “quizá quería que la fueras a tocar”.
Las fotos, acomodadas en una especie de pasillo de honor, son solo una muestra del golpe sufrido por el personal de primera línea. El Gobierno salvadoreño solo ha reconocido oficialmente 72 decesos en personal de salud. Alames registra 200 muertes hasta marzo de 2021.
“Yo les llamó héroes, mártires y víctimas”, dijo Beatriz de Ramos, viuda del anestesiólogo Jeremías Ramos Torres, cuando tomó el micrófono durante el homenaje. “Son víctimas del sistema que no los protegió”, dijo Ramos. Luego explicó que su esposo padecía espondilitis anquilosante, una forma crónica de artritis, y que necesitaba una constancia médica para ausentarse. No se la dieron, pero sí le asignaron turnos en el Hospital Rosales, donde ya se atendían pacientes de Covid-19. Ramos dijo que su esposo solo trabajaba con una careta y una mascarilla quirúrgica como equipo de protección. El anestesiólogo falleció el 14 de julio de 2020.
El doctor Max Hernández estuvo a punto de que su foto fuera parte de ese homenaje en la Universidad.
El doctor Max Hernández supo que las cosas se le estaban complicando durante una ducha. Mientras se enjabonaba, sintió que se aceleraba su corazón. Empezó a respirar con dificultad, como si acabara de terminar una carrera. No era normal que aquello le ocurriera tras recorrer los diez metros que había entre el cuarto de hospital y la regadera. Entonces, llegó a una conclusión: “todo se está yendo a la chingada”.
En ese entonces, el doctor Max apenas estaba en medio de su calvario, que terminaría con él publicando un libro sobre sus traumas de pandemia y cambiando su especialidad por la de psiquiatría.
Dijo a un compañero de su cuarto de hospital lo que sentía. Cuando su compañero lo revisó, encontró que la saturación de oxígeno en su sangre estaba entre 88 y 89 %, y no a 96 o 97 %, como es normal en alguien de 27 años y delgado como Max Hernández, sin ningún antecedente que lo hiciera especialmente vulnerable a la pandemia de Covid-19. Fue enviado a aislamiento, por haber sido un médico en contacto con una paciente positiva. El doctor Max atravesó una odisea personal de dos meses, que incluyó un paso por cuidados intensivos y diferentes secuelas.
El 2020 era el primer año del doctor Max como residente en la especialidad de medicina interna. Para llegar a la especialidad, los médicos tienen que estudiar durante ocho años, aunque ya frecuentan los hospitales en los tres últimos de esos años. La pandemia lo encontró recibiendo pacientes en la entrada de un hospital nacional, cuyo nombre el doctor Max prefiere no decir, para evitar repercusiones. “Estábamos demasiado en contacto. Algunos pacientes se quitaban la mascarilla, nos gritaban en la cara”, recuerda el doctor Max.
El Salvador entró en cuarentena y cerró sus fronteras el 11 de marzo de 2020. El primer caso de Covid-19 se anunció una semana después, y la primera víctima de la enfermedad falleció el 31 de marzo. El gremio médico, para entonces, protestaba por la falta de equipos de protección. El 6 de abril, un grupo de enfermeras del Hospital Amatepec denunciaron la falta de implementos y la desorganización.
El doctor Max dice que en el centro de salud donde él trabajaba ocurrió lo mismo al inicio de la pandemia. “Para entonces, yo estaba solo con lentes y mascarilla. No estaban los EPP3 (equipos de protección personal nivel 3, conocidos como traje de buzo), y en el hospital todavía no se habían asignado áreas de Covid”, dice.
Una de las pacientes que el doctor Max atendió resultó positiva. Como uno de los compañeros de Max ya se había contagiado, él y un grupo de colegas fueron enviados a un centro de contención en la playa, el 16 de abril.
El doctor Max no le hizo mala cara al aislamiento obligado: pensó que eso le facilitaba cuidar de su mamá, diabética e hipertensa, y de su papá, mayor de 60 años, evitando acercárseles en la casa donde vivían.
Durante su estancia en el hotel, al doctor Max le hicieron tres pruebas para detectar Covid-19. Todas salieron negativas. Los síntomas ya habían comenzado: fiebre, dolor de cabeza, malestar en el cuerpo y náuseas. Pero como la última prueba también fue negativa, le dieron el alta. Salió del hotel el 26 de abril, pero ya desde entonces necesito ayuda para subir su maleta al bus. Durmió todo el camino y llegó a su casa a eso de las siete de la noche. Apenas estuvo unas horas ahí. A las dos de la mañana del 27 de abril, su cuñado lo llevó al hospital con una fiebre que llegó a marcar 40 grados.
Tras recibirlo en el área exclusiva de pacientes Covid-19, al doctor Max lo examinaron y decidieron trasladarlo a otro hospital. Lo llevaron en ambulancia, con sirena abierta. Cuando lo ingresaron a ese segundo hospital, el doctor Max recuerda el sonido de una sirena y las palabras “código verde” repetidas en altavoz, para avisar que llevaban a un contagiado. El doctor Max recuerda sus sensaciones dentro del hospital, a veces como “un animal de zoológico” o como “rata de laboratorio”. Recuerda ver el miedo en el conductor de una ambulancia que no llevaba equipo de protección completo. “Me sentí como material radioactivo”, recuerda.
Otra señal de preocupación para el doctor Max fue que los médicos que lo atendían dejaron de contestar sus preguntas. “No me enseñaban el expediente. Pregunté por mi radiografía y me evadieron. Cuando me empezaron a obviar detalles vi que estaba jodido”, cuenta.
El doctor Max, como otros doctores entrevistados para este reportaje, se asumen como malos pacientes. “La impotencia se vuelve tu compañera y tus propios conocimientos, tus enemigos”, dice el doctor Max. Él sabía exactamente qué significaba su cansancio al hablar, cómo leer un examen de gases arteriales para evaluar la falta de oxígeno en la sangre, y por qué la cloroquina que le recetaron no le iba a funcionar, pero aún así la tomó. Por eso, para un doctor joven acostumbrado a jugar fútbol como lateral, fue tan significativo quedarse sin aire mientras hacía algo tan rutinario como ducharse.
Después del episodio de la ducha, el doctor Max pidió que lo revisaran. Lo trasladaron a un cuarto más cercano a la estación de enfermería y le pusieron una bigotera para suministrar oxígeno, con una perilla ajustable. “Yo solito me lo iba subiendo. A las seis de la tarde, ya estaba a tres litros por minuto”, recuerda. Esa noche fue su primera en Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
En la UCI, el doctor Max vio y escuchó cosas que seguiría viendo y escuchando meses después, en noches de insomnio. El sonido de los ventiladores artificiales, el pitido intermitente de los monitores de frecuencia cardíaca, los compresores de aire que se estiran y encogen como un acordeón, el sonido de las camas moviéndose mientras a un paciente se le hacían maniobras para respiración. Las instrucciones de los doctores: “pónganle adrenalina”. Y los rostros: rostros de personas que había visto, en la misma habitación, o cuando caminaba por los pasillos, rostros de entubados o de personas que había visto morir en su travesía pandémica.
Tras unos días en la UCI, el doctor Max no necesitó más el oxígeno y fue trasladado a cuidados intermedios. Le dieron el alta del hospital el 6 de mayo, pero no pudo irse a casa. Fue a cumplir cuarentena, de nuevo, esta vez en un hotel de San Salvador.
En el hotel, el doctor Max volvió a un hábito terapéutico que había empezado en su primer aislamiento en el hotel de playa: escribir un diario. Lo guardaba en notas de texto en su celular. El libro tiene 38 páginas y se titula “Diario de un Covid”. Contiene frases que ayudan a dimensionar la afectación mental que sufren los pacientes, como esta: “No poder comandar tus pensamientos ni ordenarlos es como si fueras un títere (del virus)”.
El libro también describe escenas tétricas que ayudan a entender el tamaño del trauma. Una noche, mientras el doctor Max caminaba al baño por un pasillo oscuro, se encontró con un objeto. “Por los bordes, identifiqué que era una camilla”, escribió en el libro. “Empecé a palpar el objeto para poder caminar, cuando me di cuenta que estaba tocando la cara de una persona cubierta en una bolsa negra. Sentí escalofríos y era como estar viviendo una pesadilla. Rodeé la camilla y salí caminando más rápido, para encerrarme en el baño. Algo me decía que era la señora que estuvo a la par mía. Me tomaba la cabeza y me tapaba los oídos. Me senté en el baño y coloqué mi cabeza en mis piernas. Dejé la puerta entreabierta y en un rato vi dos personas en traje llevando la camilla hacia afuera del pasillo, como si fueran los ángeles de la muerte”, escribió en el libro.
El doctor Max publicó en Internet ‘Diario de un Covid’ y se puede comprar en Kindle.
En la dedicatoria de su libro escribió esto: “Mi lucha continúa a pesar de que el virus ya no se encuentra en mi cuerpo. El proceso de sanación mental es lento y tedioso (…) al igual que yo, hay muchos médicos, enfermeras, motoristas, policías, militares, personal de limpieza, de laboratorio, de anestesia, de terapia respiratoria y de farmacia que ha pasado expuesta al virus. Todos han experimentado miedo, ansiedad, tristeza e impotencia. Son emociones que nadie entiende, hasta que las vive”.
El virus marcó para siempre la vida y la carrera del doctor Max. Por meses, se convirtió en un médico que no soportaba estar en un hospital. Ver escenas de hospitales en series de televisión, escuchar sonidos como el inflar y desinflar de un esfigmomanómetro, un artefacto que los médicos usan para medir la presión, le desataba episodios de ansiedad. Decidió dos cosas: que iría a terapia psiquiátrica y que abandonaría el residentado de medicina interna.
“Yo sé que hay gente que habla de mí, como que yo no aguanté. Pero yo nunca he tenido ese tabú. Incluso en el gremio consideran que es inventado (lo de la salud mental). A mí me valió todo eso”, explicó.
El doctor Max dice que buscó terapia por cuenta propia, porque no logró contactar con raapidez a los especialistas que le ofrecieron en el sistema público. “Intenté contactarme, pero creo que estaba hasta cierto punto saturado y preferí buscar a alguien de confianza”, dijo el doctor Max. “No hay tanto psiquiatra en el país, sobre todo en oriente y occidente. En salud mental hay más demanda que oferta y yo creo que todos deberían ir una vez al año”, explicó.
La terapia ayudó al doctor Max a hacer introspección, a volver a encarrilar su visión de futuro, y sus relaciones familiares, laborales y emocionales. La terapia le ayudó a tomar una decisión fundamental: cambiar su especialización. Max, a quien siempre le había gustado la psiquiatría, ahora espera el momento para enrolarse en esa especialidad.
Si bien en El Salvador no existe un estudio que arroje cifras así de contundentes, en otros países hay información que permite entender la dimensión del golpe emocional de enfrentar la enfermedad. Un estudio entre 402 pacientes en Milán, Italia, concluyó que el 55 % de sobrevivientes presentó al menos una patología psicológica: el 42 % de quienes tuvieron estas secuelas, sufrieron por ansiedad; el 40 %, por insomnio; el 31 %, por depresión; el 28 %, por desorden de estrés postraumático; y el 20 %, por síntomas obsesivo-compulsivos.
El gremio médico, de hecho, tiene más factores que los exponen. Una publicación de médicos estadounidenses, italianos y checos identificó ocho factores asociados con impactos en la salud mental del personal médico que atendió la pandemia. La lista incluye muchas de las situaciones que entrevistados para este reportaje describieron. Son: la escasez de recursos en hospitales, la amenaza de exponerse al virus como riesgo ocupacional, la extensión de los turnos de trabajo, la interrupción de patrones de sueño, el equilibrio entre el trabajo y la vida personal, la acentuación de dilemas entre el cuidado de pacientes y el miedo a arriesgar a miembros de la familia, el descuido de las necesidades personales y familiares con el aumento de carga de trabajo y la falta de información suficiente y actualizada.
¿Cuántos Max Hernández hay en El Salvador? Es difícil de saber. El Ministerio de Salud negó los datos de personal fallecido y dio el de renuncias, pero sin mayor detalle.
En el memorial de la UES, los nombres seguían y seguían: Jesús Barrera, enfermero, 10 de junio de 2020; Carlos Enrique Tobar, médico, 13 de julio de 2020; Lidia Estela López, trabajadora social, 5 de septiembre de 2020; Reina Domitila Chávez, enfermera, 15 de octubre de 2020; Jaime Escamilla, promotor de salud, 7 de febrero de 2021…
El médico del futuro tiene hipertensión
Siete meses después de tener a cargo un equipo de atención de Covid-19, a Leopoldo, de 28 años, le diagnosticaron hipertensión.
Leopoldo (nombre ficticio) es estudiante de año social del Doctorado en Medicina de la Universidad de El Salvador, y durante cuatro meses atendió pacientes críticos en el Hospital Rosales, en sus largas jornadas de 12 horas.
Aunque ya lo transfirieron a otro hospital, su rutina sigue siendo igual. Después de cada turno, su protocolo para entrar a casa implica bañarse en la cochera y hervir la ropa que traía, para luego encerrarse en su cuarto. Hasta el día de hoy, tiene un huacal afuera de su habitación, con cosas que solamente él puede usar. Vive con sus padres y su hermana menor.
“El estrés y la ansiedad a la que estaba sometido me devino en esto”, comentó. La hipertensión es una presión excesiva en las paredes de las arterias, en el proceso mediante el cual el corazón bombea sangre al resto del cuerpo. La propensión a padecer esta enfermedad está ligada a factores como el consumo excesivo de sal, el estrés laboral, el sobrepeso y el historial previo en familiares, entre otros. Leopoldo reúne dos de los cuatro factores antes mencionados. Sus padres son hipertensos. De acuerdo con especialistas, no tratar a tiempo esta condición podría derivar en enfermedades coronarias más graves.
Los estudiantes de año social realizan turnos en diferentes áreas de los hospitales, como experiencia de aprendizaje. “Cuando estaba en mi primera rotación en Salud Pública, comenzábamos a escuchar que ya venía caminando la pandemia y que estaba muriendo un montón de gente”, dice Leopoldo. “Cuando vimos los primeros casos en Estados Unidos, dijimos: ‘esto ya viene para abajo’, y sentíamos como una nube negra horrible, algo que ya se nos venía encima” recordó.
Dice que la impotencia se apoderó de él a partir del 18 de marzo de 2020, con la confirmación del primer caso de Covid-19 en el país. Leopoldo no tuvo tiempo de lamentarse. Sus superiores le encomendaron “proteger las puertas” del Hospital Rosales, junto al equipo Covid-19 que él encabezaba.
Con otros seis estudiantes de internado rotativo, se apostaban en la recepción del Rosales, para identificar lo antes posible a pacientes con síntomas de Covid-19 entre quienes se agolpaban en busca atención, y así referirlos a otros hospitales, para prevenir que el Rosales se llenara y que entre la multitud se multiplicaran los contagios.
En mayo de 2020, ya no fue posible referir a más personas a los hospitales asignados para Covid-19, y el Rosales tuvo que admitir a pacientes con el virus.
Leopoldo se saturó de imágenes terribles: pacientes desplomados a la entrada del hospital, familiares clamando por una cama para su enfermo, salas llenas de internos jalando lo poco que podían de aire.
“Era un miedo, un deseo de venirse a casa y dejar todo. Doctores, médicos residentes, en algún momento quisieron abandonar, pero solo era un pensamiento que se pasaba por la cabeza, porque el corazón decía no, ya que si uno no los atendía, ¿quién lo iba a hacer?”, dice Leopoldo.
Mientras se sumergía en esa vorágine, su principal preocupación era regresar a casa y la posibilidad de contagiar a sus padres hipertensos o a su hermana de 23 años, diagnosticada con fibromialgia. “No me iba a perdonar saber que le di Covid a mi familia y que fueran a entrar en estrés respiratorio”, expresó con voz severa.
Otra doctora de 27 años a quien llamaremos Dora tenía el mismo miedo que Leopoldo. Ella también cumplió su año social durante 2020, en una unidad de salud del área metropolitana de San Salvador. Pidió que no se publicara su nombre en este reportaje, por miedo a represalias. “No tenés idea de lo persecutorio que es el medio”, dijo Dora.
“Siempre pensé: ‘si me infecto, no creo que me vaya a morir’. Pero me daba temor por mis papás y abuelitos. Vivía con el pánico de que, si a mi mamá le da, siempre lo voy a ver como que la culpable había sido yo”, recuerda la doctora.
Como Dora y Leopoldo, 132 estudiantes universitarios de medicina en su año social fueron enviados a la primera línea de contención durante 2020, según datos proporcionados por el Ministerio de Salud ante una solicitud de información. Decenas de médicos en ciernes tuvieron que enfrentarse a la realidad por primera vez en medio de jornadas alargadas y en este escenario de desesperación.
Ambos estudiantes escucharon hablar informalmente de las líneas telefónicas de atención psicológica, pero decidieron no enterarse más ni buscar utilizarla.
La doctora dice que “de Covid no hablaba. Yo no podía llegar a la casa a decirle a mi familia ‘es que todo mundo se está muriendo’. Teníamos que aparentar estar bien”, dijo. La primera vez que habló con un periodista para este reportaje fue el 4 de marzo de 2021, a través de una videollamada. Dijo que nunca había hablado de esto con nadie y lloró a los diez minutos de iniciada la conversación.
“Nosotros tenemos complejo de superhéroe y (decimos) que aguantamos un montón”, dijo la doctora. “Se les olvidó que para nosotros (la salud mental) era una parte bien importante. Nosotros teníamos que aguantar y poner cara de póker ante la población”.
Leopoldo tampoco llamó al número. Prefirió no parar la dinámica de los turnos y solo decidió buscar ayuda con alguien de confianza, hasta que ya no pudo más.
Cuando por fin tuvo un día libre, Leopoldo llamó al guía espiritual de la congregación católica a la que acude, y donde además es servidor. Lo hicieron por videollamada. Luego de dejar de lado las cordialidades de rigor y ponerse al día, Leopoldo se desahogó con su guía espiritual, psicólogo de profesión: ansiedad, insomnio y miedo. Esa fue la conclusión.
“La mayoría estamos experimentando todavía estrés, trastornos de ansiedad”, dijo Marta, psicóloga de una Unidad de Salud de Soyapango, dedicada a atenciones de primer nivel y medicina general. El nombre completo de Marta se omite para protegerla, pues durante los meses más fuertes de la pandemia en 2020 hubo una prohibición expresa de las autoridades a que los médicos dieran declaraciones sin autorización del Ministerio.
“Hay personas que presentan insomnio y esas son reacciones que el personal lo ha empezado a padecer ahora, porque es estrés post trauma por la situación que se ha vivido”, dijo Marta. La sicóloga explicó que es normal que, tras lo vivido, miembros del gremio médico desarrollen episodios de depresión, aislamiento, incapacidad para manejar el estrés y desequilibrio de emociones.
La especialista Rojas, que coordinó la línea de atención sicológica para personal de salud, cree que el panorama pospandemia se tornará gris por el brote de casos de depresión y ansiedad. Y que el Estado debería atenderlo con prioridad.
“El Estado tiene una deuda con la Salud Mental, que no ha atendido y no ha logrado solventar (…) El Estado debe asumir programas de apoyo para personas que perdieron a un ser querido y a personas con diagnósticos psiquiátricos”, concluyó Rojas.
Mientras la pandemia aún sigue aquí, decenas de trabajadores de la salud como el enfermero René, el doctor Max, Leopoldo o Dora deben seguir lidiando también con sus secuelas emocionales. Como el doctor Julio, de 34 años, de San Miguel, que dice: “aquí no ha habido tiempo para buscar un psicólogo, ayuda psicológica porque nosotros éramos los psicólogos de la población porque cuando uno ve episodios así, de niños que se quedaron sin padres porque los dos murieron de Covid-19, cómo voy a salir a buscar un psicólogo si sé que son los niños quienes lo necesitan, en ese momento uno se convierte en un psicólogo… Nos hemos cargado emocionalmente y en algún momento vamos a colapsar”.