Sórdida pero seductora, así es Los Ángeles, la contradictoria ciudad donde moramos los hijos vomitados de latinoamérica, que no aceptamos el funesto destino que nos toca.
Más de 100 días despertando en un sillón, en un pequeño apartamento de Los Ángeles, miles de migrantes inician así en el norte, durmiendo en sillones, en garajes, en alfombras o donde haya un espacio disponible a precios módicos, con tal de enviar la mayoría de ganancias a casa, aliviar deudas o sostener los gastos de la familia. Esta ciudad tiene mucho trabajo, pero la vida es cara.
Son las 7:00 de la mañana, mi espina dorsal truena al estirarme luego de levantarme del poco confortable sillón. Tomo un jugo de naranja, una barra de cereal, amarro mis zapatos, la mochila a la espalda y subo a mi bicicleta gris, e inicio un recorrido de 2 millas para llegar a la ciclovía de Redondo Beach.
Contrastes, todo es un contraste a mi alrededor, pasan los kilómetros entre arena, mar y bicicletas, parece que soy el único sujeto de piel morena montando en una bici en el sector.
Sigo mi recorrido entre las colinas de Manhattan Beach, otra popular ciudad playera de Los Ángeles, para mi es un recorrido turístico, casas fuera de serie, carros y perros, lujos por todas partes, los policías en pantaloneta y lentes oscuros, parques públicos inimaginables en el lugar de donde vengo, los pocos latinos que veo en mi entorno están podando el cesped, recogiendo basura o repartiendo comida.
Sigo mi recorrido lejos de la playa y las colinas lujosas, llego a mi destino “Lotus Aquarium”, una pequeña tienda de acuario ubicada en la ciudad obrera de Lawndale habitada mayoritariamente por mexicanos, aquí es donde María y Kris, dos migrantes guatemaltecos que llegaron el 2005 a Los Ángeles, supuestamente de luna de miel, han construido su negocio.
“David, $3 dólares de grillos por favor”, me grita María desde el mostrador de la tienda, debo llenar una bolsa con 50 grillos que serán el alimento del camaleón de un cliente de la tienda. Limpiar peceras, alimentar tortugas, cargar las peceras de los clientes hasta sus autos, es un trabajo poco elegante pero gano más que cuando era periodista en el tercer mundo.
Hay días en los que salimos junto a Kris a limpiar peceras o estanques en diferentes zonas de Los Ángeles, desde la casa lujosa de un empresario asiático en Venice Beach hasta la casa móvil de un conductor de Uber mexicano en el sur de la ciudad. Cada jornada es fatigosa pero la recompensa vale, no hablo del dinero únicamente, hablo de conocer la intimidad de la desigual y diversa California.
“Dos de tripa bien dorada y una horchata, por favor”, el crujir del aceite en una taquería a las 9:00 pm en la avenida principal del barrio de Inglewood se convierte en un sonido reconfortante, las luces led de los letreros de los food truck iluminan la noche. La mayoría de comensales portan botas industriales o zapatos viejos con suelas testigas de interminables horas de trabajo, overoles manchados de pintura o aceite; la mayoría llegan de cumplir jornadas laborales fatigosas, realizando cualquier clase de servicio principalmente en zonas privilegiadas del condado de Los Ángeles.
A veces es difícil creer que se está en tierra de gringos, cuando el español o el spanglish predominan las pláticas en la mayoría de las calles y la comida sabe a casa, quizá la alimentación, la música, preservar el idioma o aprovechar el tiempo libre para llamar a la familia que está lejos, son formas de no renunciar a la raíz, un placebo que se suministra al espíritu con el afán de sobrevivir a la ausencia, a este destierro que románticamente le llaman sueño, pero ¿quién soñaría con estar lejos de quienes se ama?
Entre los trabajadores que disfrutan los tacos, mientras resuenan y rebota el sonido de los corridos de Chalino Sanchez que nacen de las bocinas de la taquería, nos encontramos junto a Kris volviendo de instalar un estanque en la lujosa Beverly Hills.
Beverly Hills en las faldas de las montañas de Santa Mónica, es una zona de gente rica, famosos y glamour, los semáforos parecen una pasarela de autos fuera de serie, los nuevos Teslas, o un Roll Royce de los 70’s cruzando la avenida, es un espectáculo. Pero en la trastienda de estas zonas acaudaladas, los latinos somos vistos como una especie de martillos con patas.
Desde instalar un estanque, podar el césped, pintar paredes, repartir pizzas, limpiar casas, piscinas, manejar un Uber, cocinar, lavar, construir, reparar, atornillar, descargar, bañar al perro, reparar el carro y mil verbos más por un pago entre $15 hasta $50 la hora dependiendo del tipo de servicio, son las causas principales por las que un guatemalteco que migró a Estados Unidos, se asomaría a este sector del enorme condado de Los Ángeles de 12 mil kilómetros cuadrados.
Pero no todo es Glamour en este gigante de la costa pacífica de los Estados Unidos; el paraíso de las playas y Hollywood, es tan solo la sonrisa blanqueada de Los Ángeles, porque en una ciudad donde hay muchos ricos, hay muchos pobres. Eso lo sabe a la perfección las calles de Venice Beach, esa ciudad playera donde una casa en el malecón puede costar no menos de US$5 millones pero en la esquina hay un campamento de personas sin hogar cobijandose con los desechos que encuentran en la basura.
Los Ángeles puede ser cruel, pero te hace comprender que estar aquí es tan solo un respiro del infierno tropical centroamericano y el inicio de una nueva vida nada fácil en un infierno diferente, pero sí con mayores oportunidades.
Los Ángeles no da tregua, para aquellos que no llegaron por turismo, la bienvenida puede ser poco calurosa, trabajo hay, pero sin papeles la vida en la moderna ciudad del primer mundo se convierte en una cacería, una jungla donde sobrevive el más fuerte, con una pizca de suerte.
“Shecas, tamales, rellenitos, ¿que va a llevar?”, un grito que podría ser en cualquier calle de Guatemala, pero no, estamos en la sexta calle oeste de Los Ángeles a unos escasos 4 kilómetros de la alcaldía de Los Ángeles; la fina y temblorosa voz de una niña de 15 años originaria de Huehuetenango que llegó a Estados Unidos hace apenas una semana, se escucha mientras trabaja en una tienda que ofrece productos guatemaltecos.
El sonido de mujeres torteando a mano, ventas de indumentaria maya, envío de remesas y hasta un pastor en el semáforo regañando a todos con su megáfono están disponibles en esta parte del centro de Los Ángeles.
“Se traduce idioma Q’anjob’al, al español e inglés”, dice un letrero del negocio “Punto Chapín”, el negocio de Aldo Waykan, originario de Santa Eulalia, Huehuetenango que hace 30 años migró y ahora administra sus negocios donde trabajan muchos de sus familiares y amigos que se suman a la comunidad migrante de Los Ángeles.
La pelea diaria del migrante que vive en esta zona es complicada, las rentas de apartamentos con apenas una habitación no bajan de $1,300.00 mensuales; muchos recién llegados rentan el sofá de un apartamento para reducir costos mientras muchas veces están juntando dinero para pagan las deudas que dejaron en su país de origen.
Dicen los que habitan este espacio que hace 20 años, este barrio salvadoreño-guatemalteco, era una zona de guerra entre pandillas centroamericanas, mexicanas y afroamericanas; pero ahora aunque hay asaltos ocasionales en las cercanías del MacArthur Park y los centroamericanos que viven en otras zonas de Los Ángeles ven esta zona como un peligro, los comerciantes se arropan entre ellos.
Pandillas, no se puede hablar de Los Ángeles sin las pandillas, porque aquí nació ese mal que fue deportado y sembrado en Centroamérica en la última década del siglo XX; pero tampoco se puede olvidar que muchos de los jóvenes que las integraron buscaban un espacio de aceptación.
Caras tatuadas, cabezas rapada, camisa blanca holgada, pantaloneta que cubren por debajo de las rodillas, tenis blancos, cada tatuaje está ligado a una experiencia, un recuerdo, una victoria o una derrota. Carlos Macías, de origen mexicano, creció en el sur de Los Ángeles, dice que a los 17 años hizo su primer tatuaje con la cuerda de una guitarra en la casa móvil en la que vivía con su madre originaria de Tijuana.
Macias vio la cara dura de las calles del sur de Los Ángeles durante su infancia y juventud, nació en la cara norte del muro pero su refugio fue el mundo cholo, la cultura chicana, a sus 35 años, dice estar lejos de los malos pasos y se dedica a dirigir “Crypic Tattoo”, un prestigioso estudio de tatuaje de Los Ángeles frecuentado por hombres y mujeres de ascendencia mexicana y centroamericana que esculpen en su piel simbolos de familia, su credo y cicatrices del ayer.
Las calles fueron duras con ellos pero están orgullosos de pertenecer al sur de Los Ángeles. Una tarde de febrero, “Baldacci” un rapero de origen mexicano y ex pandillero de Los Ángeles, sobreviviente de cinco balaceras, se retoca los tatuajes del rostro que se hizo hace 20 años, muchos de ellos en prisión.
Los Ángeles, un mundo aparte, del que pareciera que todo está dicho pero del que no se ha dicho nada, aquí habitan más de 2 millones de guatemaltecos, muchos de ellos como mi primo Kris quisieran volver, pero los beneficios construidos para su familia en el lado norte del muro le hace recordar el motivo del sacrificio.