Las mujeres trans son casi una tercera parte de la población LGBTIQ+ que es blanco de algún tipo de violencia: de delincuentes, población en general, guardias de seguridad privada, y algunas autoridades. Por lo general, se las amalgama a los crímenes que sufrieron, aunque la violencia no haya definido todos los aspectos de sus vidas.
Las mujeres trans son casi una tercera parte de la población LGBTIQ+ que es blanco de algún tipo de violencia: de delincuentes, población en general, guardias de seguridad privada, y algunas autoridades. Por lo general, se las amalgama a los crímenes que sufrieron, aunque la violencia no haya definido todos los aspectos de sus vidas.
Las leyes guatemaltecas no reconocen la identidad de género (la experiencia interna e individual que puede corresponder o no con el sexo asignado al nacer). De esa cuenta, no sólo no reconocen a las mujeres trans como mujeres. Tampoco identifican la violencia en su contra como crímenes de odio, o por prejuicio, cometidos contra una mujer–si no contra un hombre.
Sin embargo, la violencia que acabó las vidas de mujeres trans no las definió, aunque ser una mujer trans en una sociedad convencional parezca descabellado. Para ellas no era algo opcional, aun de cara a la discriminación desde la niñez, y hasta dentro de su propia familia (en la mayoría de los casos). Estas condiciones contribuyeron a limitar su derecho al acceso a la educación, salud y empleo. Estas historias son un reconocimiento a la determinación de todas por ser genuinas.
“Soy promotora en salud integral, estilista profesional, activista en derechos humanos, y actualmente también soy referente de un colectivo de mujeres trans en Mixco, [que] se llama ‘Divas de Milagro’”, decía Evelyn Robles en 2016, en un documental sobre mujeres trans, que produjo la Universidad Panamericana (Upana). Tenía entonces 42 años.
“A los siete años, comenzó mi orientación diferenciada porque las personas con quien yo estudiaba se daban cuenta que yo sólo con niñas me quería juntar. Me gustaba formarme con las niñas y no con los niños, y vivían sacándome de la fila de las niñas para llevarme a la fila de niños”, continúa. “Yo crecí con mi papá, no con mi mamá. Entonces, lo mandaron a llamar, y le preguntaron que si me trataba mal, si yo era víctima de algo, porque yo sólo me quería vestir de mujer”.
En el documental, Evelyn sostiene un rizador de pestañas en cada mano, y dice, “este es para una mujer normal”, del sencillo. “Este es trans”, dice del que tiene piedrecillas brillantes a lo largo de la curvatura de goma, “porque tiene adornos, y a nosotros nos encantan las cosas exóticas. Si se dan cuenta, me gustan las cosas llamativas, extrovertidas”.
Evelyn también perteneció a la organización Otrans Reinas de la Noche durante dos años.
“Somos un grupo de mujeres trans, [en] un contexto de trabajo sexual, y hemos sido estigmatizadas [y golpeadas] por la sociedad”, decía hace seis años. “Por eso nos organizamos (…), para poder empezar a pelear por nuestros derechos (…). Nos pusimos ‘Reinas de la Noche’ porque antes sólo de noche podíamos salir, si salíamos en el día nos apedreaban, o nos tiraban hielo, o la gente que nos miraba se hacía a un lado. En el día, vivíamos como refugiadas en un cuarto. En aquel entonces [nos gritaban] ‘hueco shuco, hueco feo’; el rechazo de la sociedad era demasiado estigmatizante”.
Evelyn además fue promotora de prevención del VIH en varios municipios del país. Le gustaban las plantas y cocinar. Era devota de San Judas Tadeo, y fan del Club Barcelona, tanto como de bailar y vestir de lentejuelas. Una de sus posesiones más preciadas era una peineta con una corona cubierta de bisutería, su distintivo como una reina de la noche.
Tenía medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) desde 2006, después que dos policías dispararon contra ella y su amiga Paulina en la capital. Evelyn realmente se salvó de milagro. Aún así, se resistía a encerrarse, a esconderse. Eso era demasiado parecido a la época cuando la encarcelaron en Pavoncito, donde lo único bueno que le sucedió fue conocer a su amiga Rubí, su compañera de batalla.
Sólo semanas después que estudiantes de la Upana la entrevistaron para el documental, Evelyn fue asesinada. Era el 18 de noviembre de 2016, dos días antes del Día Internacional de la Remembranza Trans.
Jennifer Ávila, de 33 años (que algunas publicaciones identifican de 35), se describía como una “romántica empedernida” en una de sus últimas publicaciones en Facebook. Le gustaban los concursos de belleza, vestirse con vestidos frondosos y maquillarse. Por eso cuesta imaginarla en uno de sus primeros empleos como agente de seguridad.
Entre sus amistades en Mazatenango, Suchitepéquez (donde vivía), Jennifer era más conocida con el sobrenombre Burbuja. Estudió hasta tercero básico, y tenía 25 años cuando tuvo el valor para confesarle a su padre que quería ser una mujer trans. El padre la rechazó, y Burbuja no encontró otra opción que marcharse de la casa. Así, de la noche a la mañana, pasó de un hogar donde creció con 15 hermanos, a vivir sola. Años después, la única foto que conservarían de ella en la casa familiar es una donde tenía 17 años, antes de que se marchara y se declarara mujer trans.
Una vez por cuenta propia, se involucró en trabajo sexual, una de las pocas alternativas de ingresos para mujeres trans de escasos recursos. Burbuja siempre estuvo en las despedidas y entierros de compañeras de trabajo y activismo trans, así como en marchas, y actividades de formación en derechos humanos.
La asesinaron el 1 de enero de 2020. Dos años después, su página en Facebook todavía muestra los comentarios a una publicación de 2016, dónde se lee “La seño Burbuja, ay la Burbuja; siempre me recuerdo de la Burbuja”. Es una foto donde se le observa atendiendo el entierro de una amiga.
Manifestarse como mujer, siendo una niña de siete años, que su entorno reconocía como niño, tuvo consecuencias para Andrea González. La expulsaron en sexto primaria del centro educativo donde estudiaba. “El director del establecimiento dijo que yo era una enferma mental que necesitaba pasar tres meses con un psicólogo, para poder regresar y hacer los exámenes (del grado)”, recuerda Andrea hace siete años, en un documental de mujeres trans que filmó la Upana. “No podía regresar si el médico no entregaba un estudio que dijera si yo estaba o no enferma”.
Para Andrea, su etapa en los básicos fue “muy sufrida” porque comenzaba a manifestar más su identidad de género. “Yo era más femenina y al mismo tiempo más excluida por mis compañeros; eso también me costó mi exclusión del núcleo familiar, y encontré en el trabajo sexual la única arma para sobrevivir”, recuerda. “No era una opción que yo quisiera, porque yo era todavía una niña, menor de edad. Fue una imposición para poder subsistir en este mundo lleno de transfobia”.
“Conocer a Andrea ha sido muy bonito porque es una persona emprendedora”, dice una mujer trans estilista, en el documental de la Upana, mientras le arregla el cabello a Andrea. “Le gusta ser muy profesional en su trabajo en la organización (Otrans Reinas de la Noche). Ella es enfermera. Siempre platicamos con ella de que la superación es lo primordial en nosotras las mujeres trans, máxime en Guatemala, donde el estado nos da (una expectativa de vida de) 30 años”.
Andrea se graduó en 2011 como enfermera auxiliar en un hospital privado, donde hizo sus prácticas. “No ejercí como trabajadora porque siempre ejercí mi identidad, y en ningún hospital me iban a ver tal cual”, dice en el documental. “Incluso fui rechazada como practicante en hospitales. Por ejemplo, en el Hospital de Salud Mental Federico Mora fui sujeta a burlas y rechazo [del personal]”.
Como mujer trans y activista, tenía muy claro la importancia de la inclusión. “El respeto y la tolerancia nos hacen mejores personas y contribuimos a un mundo mejor, más incluyente”, decía. “Soy una ser humana igual que tú, y por lo tanto, yo te respeto y tú respétame”.
En 2021, Andrea era la representante legal de Otrans, donde conoció a Lola Vásquez. “Ella era la directora, y siempre se preocupó por el bienestar de las compañeras trans que trabajamos allí”, recuerda Lola. “Se tomaba el tiempo de preguntarnos si estábamos bien, si estábamos contentas. Aprendí de ella lo importante que es ceder los espacios a las otras, para que también los puedan ocupar. Era una chava bien inteligente y emprendedora, siempre viendo qué negocio hacía y eso me encantaba de ella. A pesar de que falleció joven, viajó, tenía su pareja, vivía bien, y como que logró salir de esa pobreza a la que las mujeres trans muchas veces estamos sometidas”.
Andrea siempre se preocupaba por verse bien, según Lola, aun cuando su vida corría peligro. Dos semanas antes de su asesinato (el 11 de julio de 2021), las amenazas y un intento de extorsión, forzaron a Andrea a cambiar de domicilio con frecuencia. También se cortó el pelo y se lo tiñó oscuro. “Me dijo que temía por su vida; ya no llegaba a dormir a su casa”, dice Lola. “Una semana antes, recuerdo que andaba peleando con su pelo, y le regalé unos tratamientos buenísimos, y cabal llegó ese día a decirme ´Ay Lola, usted me cambió la vida, mire cómo me arregló el pelo su tratamiento’”. Parecía inverosímil que, en esas condiciones de riesgo, le preocupara el estado de su cabello, pero no lo era. Su apariencia fue parte de su identidad desde niña. Cuidar de sí misma era un respiro.