NARRATIVA – INVESTIGACIÓN – DATOS

ICTUS, un laberinto para sobrevivir a un derrame cerebral en Guatemala

El siete de diciembre mi padre sufrió un derrame cerebral que nos sumergió en el laberinto del ineficiente sistema de salud de Guatemala, con muchos obstáculos para sobrevivir a una crisis médica, que pese a ser silenciosa, es mucho más común de lo que pensamos y le quita la vida a miles de personas anualmente.

Un sábado diferente 

Es sábado, Ricardo, un auditor y abogado de 66 años, inicia su rutina sabatina con normalidad intentando matar el tedio de la semana laboral. Durante más de 14 años ha laborado en la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) y con el paso de los años el mundo de los dictámenes, expedientes, contribuyentes, sanciones, números, firmas, sellos, sumado a los problemas de salud y personales, le provocan un estrés agotador

Se coloca su uniforme sabatino, un pants azul, sudadera gris con negro, con el logo del Club América que compró en la ciudad de México hace unos años, ajusta las agujetas de los tenis y sale de la casa en Santa Catarina Pinula en la que ha vivido desde hace casi tres décadas. Llega al pequeño parque del residencial para caminar sus 30 minutos diarios de forma religiosa, como uno de los rituales claves para mantener la glucosa a raya, como paciente de diabetes tipo B. 

Inicia la caminata pero algo no anda del todo bien, en la primera vuelta la vista se le nubla, los pies están aguados y cada paso es inestable. Es como si no tocara el suelo, como no tener control del entorno; en la segunda vuelta nota que es imposible ver con claridad a la gente que le rodea, luces blancas, destellos, quizá es el azúcar. 

Vuelve a casa, ignora las señales anómalas pensando que puede ser cualquier cosa y toma asiento en el comedor, mientras mi madre prepara el desayuno. Ricardo toma su celular y busca el portal de la Prensa Libre, como cada sábado, pero entonces las alertas se encienden, “no puedo leer, no encuentro nada en mi celular, es más no sé cómo funciona, no entiendo qué pasa”, le dice Ricardo a mi madre. 

Mirna, mi madre, quien generalmente toma la calma en las emergencias, acerca unos libros de letras grandes y constata que Ricardo no lee nada. Corre a llamar un Uber para ir al hospital privado más cercano que cuenta con cobertura de su seguro, Miraflores se llama, ubicado en la zona 10 de la Ciudad de Guatemala. Mientras eso sucede, Ricardo está en el sillón con dolor profundo y creciente en la cabeza. 

La espera continúa. El Uber está a unos 10 minutos. Mirna corre por su bolsa, consternada pero mantiene el optimismo y de pronto Ricardo dice: “esto es un derrame, ¿qué voy hacer?”

Entonces, el silencio se apodera de la sala. Ricardo sale hacia el Uber aún sin entender la complejidad del asunto, solo con un dolor extraño en la cabeza, la capacidad de leer y escribir desaparecieron como por un chasquido de dedos y con una incertidumbre que genera miedo. 

Ilustración: Diego Orellana

Un corto circuito 

Después de ese sábado, hay dos preguntas recurrentes que he intentado responder cada día para entender qué pasó en la cabeza de Ricardo, mi padre, porque nos cambió la vida radicalmente, la primera es: ¿Cómo funciona y qué tan complejo es el cerebro humano? y la segunda, la que más incertidumbre provoca: ¿podemos detectar que algo va a fallar en nuestra cabeza? 

2,500 años antes de Cristo, Hipócrates, el médico griego, dejó una noción fundamental aquí parafraseada: Todo lo que nos hace humanos proviene y está en el cerebro, desde las risas, el llanto, el dolor, los sueños, los miedos infundados, el conocimiento, la razón, la visión, la audición, la torpeza, la locura y todo lo que se nos ocurra, se produce en alguna de las partes de este órgano. 

Entendí entonces, que el cerebro y las millones de neuronas que se comunican entre sí no sólo son responsables de todas las funciones de nuestro cuerpo, sino que también es el órgano encargado de cómo percibimos el mundo que nos rodea y cómo interactuamos en él. 

El mundo del cerebro era un enigma para mí, bueno lo sigue siendo, entonces buscando cómo entenderlo encontré a la científica mexicana, Hermina Pasantes, que en su clase magistral Vida y Muerte del Cerebro  explica que las neuronas se comunican por medio de un lenguaje de cargas eléctricas, se envían cientos de mensajes entre sí por medio de compuestos químicos, conocidos como neurotransmisores. Una red de ductos, transportes, nervios, energía positiva y negativa que hacen posible que funcionemos. 

pero como toda máquina compleja, el cerebro puede fallar y todas las crisis diversas que puede sufrir se conocen como “accidente cerebrovascular”, básicamente es cuando una parte del cerebro pierde el flujo sanguíneo, el oxígeno comienza a faltar, las neuronas mueren rápidamente y este tipo de fallas generan daños impredecibles que se manifestarán inmediatamente o a las semanas. 

Las neuronas muertas en un corto circuito cerebral pueden provocar desde una parálisis en una parte del cuerpo o una discapacidad permanente e incluso la muerte. Realmente es una ruleta rusa, el efecto de un derrame en una persona depende de cual sea la parte del cerebro afectada.

Además, hay decenas de posibles causas de un accidente cerebrovascular y van desde una malformación en una arteria del cerebro, la adicción al cigarro, la diabetes, los problemas con la presión, las píldoras anticonceptivas, comer mucha grasa, no hacer ejercicio, así como muchas otras. 

Aquella mañana de sábado, cuando Ricardo se dio cuenta que no podía leer, era el primer efecto de un corto circuito en su cerebro que aún no teníamos idea de qué era y mucho menos los alcances que tendría en la vida de mi núcleo familiar. 

Ilustración: Diego Orellana

Angustia y horas decisivas 

Mi padre pasó de haber regresado a casa el viernes manejado y de platicar conmigo en la noche sobre sus achaques de salud, lo dañino que es la coca-cola, sus habituales intentos para persuadirme de no beber alcohol y de organizar sus documentos en su escritorio a pasar 12 horas después a la camilla de hospital, confundido sin entender qué le pasaba y con un miedo profundo, que jamás había visto en sus ojos. 

Casi seis horas en el hospital y aún no había un diagnóstico claro. Ricardo, aparte de no leer ni escribir, comenzaba a tener problemas para conectar palabras, para comunicarse, luchaba por recordar el nombre de sus medicinas para la diabetes y los nombres de sus compañeros de trabajo porque quería avisarles que no llegaría el lunes. La angustia se apoderaba de nosotros con el paso de las horas. 

El internista del lugar, un hombre joven, cuyo rostro es un misterio porque siempre lo vi con una mascarilla quirúrgica encima, dijo que habían indicios de un accidente en el cerebro, sin dar más detalles pidió una resonancia magnética y luego desapareció unas horas. 

Aquí comenzó la verdadera desesperación, porque no sabía que un sábado por la tarde en Ciudad de Guatemala, conseguir una resonancia magnética del cerebro es una tarea complicada y costosa, antes de esta crisis no sabía que solo existen alrededor de cinco lugares para realizar este diagnóstico en la capital. 

El seguro y el hospital demoraron casi seis horas en coordinar una ambulancia para llevar a mi padre a Tecniscan en el centro comercial Majadas a unos 25 minutos de camino, uno de los pocos centros de diagnóstico que permanece abierto 24 horas. La crisis había iniciado a las 8.00 y a las 17.00 llegó el transporte.

Dentro de la ambulancia, Ricardo ya no sabía dónde estaba ni a dónde íbamos, su ojo derecho comenzaba a cerrarse contra su voluntad y el panorama era grave. Al llegar a Tecniscan, el lugar parecía un desierto, no había un alma en aquel centro de diagnostico rodeado de bares, discotecas y restaurantes un sábado por la noche. 

 En el lugar solo había un reducido grupo de médicos y personal administrativo. Entonces, iniciamos la gestión para la resonancia pero algo anda mal, de pronto un enfermero me dice “no le van a poder hacer el exámen, es que están actualizando el sistema y no podrían enviarle los resultados hasta el martes”. 

El día que a mi padre le da un derrame, el centro de diagnóstico más accesible de la ciudad y el único disponible las 24 horas, no puede dar resultados porque está actualizando su sistema y en primera instancia el centro sugiere enviar los resultados de una emergencia casi 80 horas después

La desesperación incrementó, las opciones eran casi nulas, descarté el Hospital Roosevelt, el público más importante pero siempre saturado, el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) fue descartado al saber que podrían tardar hasta la mañana siguiente para atenderlo y un técnico de Tecniscan me dijo que en el Herrera Illerandi podrían hacer el exámen rápido pero claro, el seguro no cubre ese hospital, el más exclusivo del país, y no podría permitirme gastar casi 2 mil dólares de un solo tirón. 

Mientras tanto, mi padre confundido en una camilla parecía un niño, indefenso, tomado de la mano de mi madre, repitiendo hasta el cansancio que le dolía demasiado la cabeza y preguntado si podía irse a casa a dormir. 

Luego de darle mil vueltas a la situación, de llorar, gritar para adentro, tirarme en el piso enviando mensajes pidiendo auxilio, uno de los técnicos me dice “hagámosle la resonancia, su papá puede tener un coágulo de sangre y no puede esperar, les mando las placas y crucemos los dedos para que el informe radiológico salga en la madrugada”. 

Entonces, Ricardo entra a la sala de resonancia magnética, donde una enorme máquina cilíndrica, por medio de ondas radiales, transmitirá información de su cerebro a una computadora para saber cómo se encuentra. 

Después de una hora, vamos de vuelta en la ambulancia con una enorme placa del cerebro de mi padre, el movimiento del auto chocando con los agujeros de la ciudad no ayudan a su dolor de cabeza, al llegar  lo ingresan de nuevo a su cuarto y el médico de turno coloca las placas en un pizarrón frente a una fuerte luz blanca, lejos de nosotros. 

Las esperas se hacen agobiantes y salgo a la gasolinera más cercana y la ansiedad me gana, dos cigarros. Al volver mi madre está al lado de un doctor, uno nuevo, un hombre de pequeña estatura, con una bata negra, bien peinado y elegante, se trataba del neurocirujano Mayen. 

El neurocirujano nos paró frente a la placa del cerebro y nos muestra una mancha de casi 6 centímetros anidada en la parte izquierda del cráneo, a ciegas por la ausencia del informe radiológico, el doctor nos dice “es una chibolita (tumor) bastante grande tenemos que entrar a su cerebro y sacarla porque está oprimiendo su cabeza”.

El doctor intentó explicarle a mi padre que tenía un tumor en el cerebro y que iba a operarlo, pero su estado de confusión hizo imposible comprender Mi madre se rompió como pocas veces la he visto y esa noche durmió en el sillón del cuarto de hospital, con un nudo en la garganta, con más dudas que al inicio de la crisis, pensando que posiblemente había un cáncer anidado en la cabeza. 

Tome un moto Uber a la medianoche y me refugié en casa de la única persona que quería ver en ese momento y dormí, pensando, “a partir de ahora la vida nos cambió para siempre”, pensando en dejar mi apartamento en el centro de la ciudad, pensando en cómo íbamos a pagar esa operación, sin tener idea de cuánto costaría, si el seguro la autorizaría, sin entender nada. 

La mañana siguiente, el informe radiológico llegó he indicaba que el derrame había provocado una hemorragia, había sangre regada en el cerebro, no se sabía si la artería seguía abierta pero la esperanza era que el tumor no existiera y que lo que Mayen había visto solo fuera sangre, de igual forma había que operar. 

Ilustración: Diego Orellana

Un mal silencioso en un país desigual 

En Guatemala los accidentes cerebrovasculares son una de las principales causas de muerte, el Ministerio de Salúd Pública y Asistencia Social (MSPAS) registró 177 decesos por esta causa en 2024 y 80 de estos sucedieron en Escuintla, el caluroso departamento de la costa sur del país. 

Las autoridades de salud aseguran que entre 2021 y 2024, ocurrieron 415 muertes por derrames cerebrales pero solo considera aquellos que sucedieron dentro de la red nacional de salud, los casos en el sector privado no están considerados en la estadística. 

Aunque la mayoría de muertes registradas son en personas mayores de 70 años, los números  establecen que en los últimos cuatro años, 22 personas menores de 30 años murieron por derrames. 

En 2021, el antropólogo Alejandro Cerón de la Universidad de Denver, realizó un estudio sobre las muertes por accidentes cerebrovasculares en Guatemala durante 2018 y descubrió que según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) el 42% de la población que fallece por un derrame no recibió ningún tipo de atención médica previa. 

El 42% de la gente que fallece por un derrame en el país, no tuvo la oportunidad de contar con una resonancia magnética para conocer el alcance del accidente en su cerebro. 

El estudio de Cerón advierte que entre 2008 y 2018, 1,670 personas que fallecieron por un derrame no contaban con ningún grado de escolaridad y que las posibilidades de fallecer disminuyen con el grado académico, así como por el tipo de ocupación. 

Aquellos que se dedican a tareas militares, agrícolas y ocupaciones elementales como tareas domésticas y servicios son los que más mueren cuando sufren un accidente cerebrovascular, de acuerdo con los datos recopilados por Cerón. 

El académico concluyó que el riesgo de morir por un derrame en Guatemala muestra marcadas desigualdades, cuando se trata de la posibilidad de recibir un diagnóstico, un tratamiento médico y sobre todo si las personas más afectadas son aquellas con trabajos mal remunerados y mucho más técnicos o físicos. 

Ilustración: Diego Orellana

45 grapas 

Luego de la noche de la resonancia magnética y las mil incertidumbres, Ricardo amaneció en el hospital Miraflores, en la zona 10 de la Ciudad de Guatemala. Era domingo. La enfermera entró a cortar la alimentación e informó que mi padre sería operado esa misma tarde. 

El neurocirujano nos dijo que era posible que las arterias afectadas por el derrame hemorrágico siguieran abiertas y que debía abrir el cráneo para cauterizar y drenar. 

Aquí fue donde la vida nos hizo cambiar de papeles, mi padre ya no era el hombre sabio e independiente, estaba perdido en una nube y me tocaba firmar un consentimiento para que fuera intervenido. 

Mientras los preparativos operatorios se hacían, lo abracé para tranquilizarlo entre su lucha por hablar y entender lo que sucedía, entonces llegaron las 17.30 horas del 8 de diciembre y fue intervenido. 

Después de 120 minutos, el doctor informó que había sido un éxito, no había tumor y mi padre ahora tenía un drenaje para depurar toda la sangre vertida en su cerebro, el seguro aprobó la operación. Ahora que entiendo cuánta gente muere por un derrame en este país sin tener acceso tan siquiera a un diagnóstico, comprendo que mi padre es una minoría, con ciertos privilegios y con una segunda oportunidad que pocos tienen. 

45 grapas en su cabeza, luego de la operación, mi padre despertó pronto y al vernos preguntó “¿ya podemos ir a casa?”, luego de 60 horas de miedo, mi madre volvió a sonreír con esperanza e inició el camino de recuperación. 

Después de cuatro días en el hospital, llegó el momento de la factura, el pago supera los 180,000 quetzales, un monto que sin el seguro médico es impagable para nuestra familia. Desde hace algunos años, aparte del IGSS, la SAT ofrece a sus empleados un seguro médico privado, por lo que Ricardo logró aplicarlo en la emergencia que le cambió la vida. 

Cuesta arriba 

Luego de la operación y una semana en el hospital, inicia una fase mucho más dura que la emergencia misma, recuperarse de un Ictus es desgastante no solo para Ricardo, en este caso, sino también para quienes lo rodeamos, ósea mi madre y yo. 

Cuadro epiléptico, ayuda permanente para ponerse de pie, problemas para comunicarse, dolores intensos de cabeza, las semanas de navidad y año nuevo se convierten en un verdadero reto. 

Luego de un mes de recuperación post-operatoria, Ricardo puede dormir sin supervisión, ir al baño, comer con sus propias manos, recuperó las palabras que había dejado de poder pronunciar al inicio. 

Entre más necesidades se aglutinan en busca de su recuperación, entre terapias, exámenes de diagnóstico, consultas médicas, medicinas, entiendo la brecha que existe para recuperarse de un Ictus en este país. 

El IGSS no puede ofrecer la terapia del habla específica que mi padre necesita y declinamos de buscar apoyo en el sistema público porque las direcciones encargadas no responden los teléfonos. 

Una tarde del 4 de enero, casi un mes después de la emergencia, mi padre conoce a Rosario, una terapista de 42 años, espontánea, graciosa, que sin dejar de ser optimista dejó claro que una recuperación posterior a un derrame de la magnitud de la de mi padre es de 10 a 12 meses como mínimo, pero que siempre todo podría ser peor. 

Rosario me explica que los derrames son una cosa tan común como una apendicitis, que pasa tanto que en lo privado, hospitales grandes han generado cadenas de respuestas compuestas por diferentes profesionales de la salud para atender de forma escalonada e inmediata un Ictus. 

Un mes después de la emergencia, Ricardo comienza a hacerse preguntas, ya dejó la preocupación por su trabajo, sabe que está suspendido, ya no duda si va sobrevivir, pero ahora lo que le aturde es “¿volveré a ser independiente?”. 

El Ictus no le quitó a Ricardo solo la habilidad de leer, escribir, el 40% de su vista lateral del ojo derecho, el equilibrio al caminar, le quitó su vida, su cotidianidad, le quitó su independencia como adulto, le borro sus rutinas, eliminó su interacción social, lo dejó a expensas de los esfuerzos de mi madre por verlo funcional nuevamente. 

Cada tarde, desde el 4 de enero, mi madre saca las destrezas que ganó como maestra de inglés durante casi 15 años y se convierte en la maestra de Ricardo. Con paciencia y dedicación intenta ponerle tareas, retos, en busca de que vuelva a reconocer letras, de que asocie objetos con funciones, como si se tratase de un niño pequeño. 

El proceso no es lineal, es fluctuante y a veces se retrocede, a veces se estanca, hay días que se avanza de golpe, pero no se detiene: el cerebro se regenera pero necesita de estímulos permanentes. La batalla no solo es contra los efectos del derrame, sino contra todos los obstáculos y carencias del sistema de salud del país para encontrar las herramientas que se necesitan. 

Tres meses después, Ricardo es capaz de colocar Emisoras Unidas cada mañana en su pequeño radio, está enterado de la realidad política del país, discute conmigo sobre lo que sucede en torno a Trump y la migración, indaga, razona. 

Hay días amargos, donde los achaques del Ictus lo tiran anímicamente y le hacen pensar que no volverá a tener una vida plena y es ahí donde le recuerdo que ha llegado mucho más lejos de lo que logran la mayoría de guatemaltecos que sufren algo similar. 

Es 4 de marzo, Ricardo le da cuatro vueltas al campo donde se encontraba caminando cuando el Ictus se manifestó en aquel ya lejano sábado de diciembre, camina lento, con los brazos rígidos, pero no se detiene, no se rinde, siempre ha sido terco y esa cualidad/defecto, hoy le sirve para mantenerse de pie. 

Ilustración: Diego Orellana

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