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A tres años de la quema del Hogar Asunción

El 8 y 9 de marzo de 2017, cuando el Gobierno de Jimmy Morales evadía dar información sobre la tragedia de las niñas quemadas en el Hogar Virgen de La Asunción y cercaba con policías antimotines el lugar, los familiares, organizaciones civiles y voluntarios recorrían hospitales, hogares, comisarías. Las madres, hermanas, padres, tíos de las niñas calcinadas aún tenían la esperanza de encontrar sanas a sus hijas. Hacia la medianoche del viernes 10 de marzo, varias de las niñas fueron reconocidas en la morgue. Estos recuerdos, en forma de crónica, a cargo del sociólogo Sergio Palencia, dan la visión de conjunto de esos días. 


Rumbo a la morgue (dos días después de la tragedia)

Viernes, 10 de marzo 2017. De 2:00 a 4:30pm.

Por la tarde del viernes estuve atento al seguimiento de las niñas y sus familiares. Las redes sociales fueron de gran ayuda para entablar contacto directo con otras personas en proceso de organización. Leí en el sitio Otra Guatemala Ya que hacía falta acompañamiento o psicólogos para las familias en la morgue del INACIF (Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala). Escribí preguntando y me dieron el contacto de quien coordinaba desde el día anterior la atención a familiares de víctimas, una joven que se ha dedicado por completo en los últimos días a organizar la red de voluntariado.

Me pasaron su número y me agregaron a un chat llamado grupo apoyo. En realidad habían dos de estos chats, la mayoría formado por personas con vínculos comunes, por ejemplo, la poesía o las movilizaciones del 2015. Llamé pues a la voluntaria y me preguntó si ya estaba enfrente de la morgue. Le dije que no, aún estaba en zona dos pero ya estaba saliendo. Tomé la camioneta siete y me dejó en la dieciocho calle, décima avenida. Desde allí caminé alrededor de catorce cuadras hasta el Mercado de Flores y, a un costado, la morgue.

Afuera había dos grupos de cinco personas cada uno. También un periodista español, así como dos hombres y una mujer con walkie-talkie tomando fotos. No supe si pertenecían a Fundación Sobrevivientes o eran del Gobierno. Tenían más bien pinta de orejas pero en esos momentos de incertidumbre puede que yo anduviera con sospechas. Sobre la pared de la morgue había una cruz formada por papeles tamaño carta con el nombre de algunas niñas y, abajo, la frase “exigimos justicia.” Los nombres anotados allí eran los siguientes:

Daria Dalila López Meda, Rosa Julia Espino Tobar, Indira Jalisa Pelicó, Ashley Gabriela Méndez Ramírez, Sarvia Barrios Bonilla, Grindy Yazmín Carías López, Mayra Aidé Chután Urías, Gilma Sucely Carías López, Johana Desiré Cuy Urízar, Sinoa Hernández García, Skaleth Yajaira Pérez Jiménez.

En total once nombres de niñas formaban la cruz. Todo esto a computadora, impreso a colores. A la par tres carteles con mensajes de denuncia como el siguiente:

“¡¡Estado corrupto!! ¡¡Estado fallido!! ¡¡Estado asesino de nuestras niñas!!”.

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Estudiantes y docentes exigen justicia en manifestación por tragedia en la que fallecieron más de 40 menores en el Hogar Seguro de la Asunción. FOTO: Oliver de Ros.

A la derecha había otro cartel escrito por vecinos de la zona 18:

“Es triste ver cómo la sociedad guatemalteca está tan corrompida, es tan lamentable que niños y niñas no tengan un consuelo con las autoridades que están para velar por los derechos de los niños y niñas de este país, exigimos justicia para todas las niñas, las niñas de este país que no solo en un hogar son abusados cada minuto, hora, puede estar pasando [ilegible] para todo aquel que viole los derechos de estos indefensos zona 18 está indignada.”

Originalmente sin comas ni puntos, pero formando párrafos claros para su lectura. En el suelo, contra la pared, los familiares habían colocado una virgen de Guadalupe, una cruz y dos coronas de flores, como se ve en la foto. Al frente más de cuarenta veladoras. Me acerqué a la garita donde un policía y un guardia recibían con identificación a los familiares. La coordinadora voluntaria no me contestó la primera llamada, hasta la segunda logré comunicarme con ella. De hecho, andaba afuera cuando la llamé, a la par. No la conocía. Allí nos presentamos y me dijo que hablaría con los guardias.

Ellos solo autorizaban en ese momento dos voluntarios dentro de las instalaciones. Al entrar a la morgue, me dijo que me quedara hablando con familiares afuera, pero sentí que no era el momento. Trabajadoras de la Fundación Sobrevivientes, con Norma Cruz encabezándolas, hablaban con un grupo de ellos. Salió la coordinadora voluntaria y me dijo que iría al parque central, me quedaría acompañando a otro voluntario, estudiante de tercer año de arquitectura, Universidad de San Carlos. Ella se fue y entré junto al joven voluntario.

Él me mostró el lugar, las mesas donde tenían panes con frijol, pan de manteca, café, variedad de galletas. Adentro había dos o tres grupos de personas. Noté dos mujeres de pelo negro largo, cola, una delgada y otra gordita, hablando en una esquina junto a una mesa.  Del otro lado había un hombre de bigote, una mujer con los ojos llorosos y una joven sonriente. En el suelo, a la par de las sillas de espera, una señora de mirada y presencia fuerte, hablando por teléfono durante toda la tarde. Su hermano, un hombre de cincuenta y tantos años, alto, la acompañaba.

El tercer grupo estaba formado por un hombre moreno, suéter rojo, con otra mujer de estatura mediana, morena, con cara de preocupación. Nadie hablaba entre sí en todo este momento, solo entre familiares. Normal, eran desconocidos y los unía la reciente y traumática tragedia. Eran las cinco de la tarde cuando ya estaba por fin dentro de la morgue. Súbitamente el guardia nos avisó que unas personas habían llegado a dejar más víveres. Era una pareja rubia, alta, como en mitad de los cuarenta años, con dos roscas y panes. Con el voluntario ordenamos la mesa. Nos acercamos a los grupos dispersos de familiares de las niñas ofreciendo pedazos de rosca, café, agua, panes.

La madre de coleta intentó hacer una sonrisa mientras negaba la comida. El hombre de suéter rojo dijo que gracias, pero más tarde sí agradecería. La señora de pelo pintado, de mirada fuerte, sí aceptó la comida al igual que su hermano. Otra mujer estaba sola en la sala. Contrario a las demás, tenía un semblante menos preocupado, aunque, a la vez, sumamente cansado, como agotada. Tomé una servilleta, coloqué un pedazo de pastel y le serví café. No había nada organizado con respecto a los psicólogos voluntarios. Básicamente ya estando allí nuestra manera de colaborar era ofrecer comida, servir café, sentarnos, estar prestos a recibir donaciones.

Poco a poco, sin notarlo, nuestra presencia se fue haciendo común y abierta, como posibilidad de charla con los familiares.

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Una mujer, familiar de una de las niñas calcinadas, permanece triste frente a uno de los altares elaborados frente a las puertas del Hogar Seguro. FOTO: Oliver de Ros.

Las madres esperan, inciertas

De 5:00 a 6:30pm.

Claudia Ventura, una de las madres, tenía el aspecto más preocupado entre los familiares de la sala. La conocimos ofreciéndole algo de beber y comer. No tenía apetito. Recuerdo sus ojos bien abiertos, con semblante serio, sentada en la sala lateral a la ventanilla del centro. Su sobrina la acompañaba. Ella tenía más bien un semblante enojado, de desesperación. Por momentos sonreía. Ambas, Claudia y su sobrina, estaban desde el día anterior en diligencias para averiguar el paradero de su hija, Jocelyn Ventura, joven de 15 años cumplidos en octubre del año pasado [2016]. Proveniente de Malacatán, San Marcos, Claudia no conversaba con el resto de los familiares.

En un momento estábamos sentados junto al voluntario estudiante de arquitectura cuando Eimy Palencia, madre de la niña Melanie de León, se acercó a nosotros. Eimy tenía siete años de no vivir con Melanie, niña de catorce años que vivía en Champerico junto a su abuela y tías. Claudia asentía con la cabeza sin dejar el semblante serio y preocupado. Lo que a continuación coloco entre comillas es recuerdo de la charla, no palabras exactas.

“En México hubieran linchado al presidente. Este nos tiene esperando y no nos da la cara.”

Dos de sus hermanas habían venido desde Champerico. Una de ellas caminaba descalza por la sala, dejando las sandalias al lado de las sillas frente a la ventanilla. Eran aproximadamente las seis de la tarde. Al escuchar la charla entre las madres de Champerico, Comitán y Malacatán, rápidamente se acercó una madre de la zona 18, de nombre Vianney Hernández.

“Nos han tenido de un lado a otro. El presidente en lugar de venir a dar la cara aquí al INACIF donde estamos todos va al hospital Roosevelt donde ya nadie está.”

Ese mismo día [el presidente Jimmy] Morales había dado una conferencia de prensa empero la información sobre el paradero de las niñas quemadas y las niñas sobrevivientes se mezclaba con la del resto de jóvenes, hombres y mujeres, que habían sido trasladadas a otros lugares. Comentaba Vianney:

 “Dicen que se las llevaron a centros de Sacatepéquez, Quetzaltenango y Suchitepéquez.”

La incertidumbre compartida se fue convirtiendo en enojo contra el presidente y su manera de evadir a los familiares de las niñas.

“Si yo lo tuviera enfrente sí le daría una su trompada”, dijo la sobrina. “Lo que debemos hacer es unirnos para pedir justicia, no estar solas”.

La madre de Comitán coincidía con la madre de la zona 18, la primera en indignación mezclada con dejos de burla, la otra sumamente enojada pero con perspectiva más clara y amplia al resto. Podría decirse que fue un conato de organización del enojo y la indignación desde ese ambiente tan cargado de incertidumbre. Ya para ese momento habíamos pasado de servir café y envolver panes en servilletas a escuchar y conversar con las madres. Pero la misma situación de incertidumbre hacía que cada quien volviera sobre sí y se enfocara en recibir la información sobre sus hijas. No era momento de charla y organización sino de espera, terrible espera.

Todas las madres coincidían en haber dado muestras de ADN para la posibilidad de identificación con sus hijas. La conversación en grupo finalizó cuando una de las madres recibió una llamada: había información de algunas niñas presentes en el Hogar infantil de la zona 9, en la misma ciudad, pero a más de tres kilómetros de la morgue. Rápidamente se organizaron tres madres, algunas les pidieron a sus hermanas o sobrinas que fueran. El temor era no estar presente en caso el INACIF diera los resultados de identificación. Las sobrinas y tías convinieron pagar un taxi para llevarlas a consultar los listados en zona 9. Se hablaba de un gasto de cuarenta quetzales. En menos de diez minutos tomaron sus cosas y salieron caminando para tomar el taxi rumbo al mercado de flores.

Otra de las madres, Sandra Tojil, no alcanzó a coordinarse con el grupo del taxi. Todavía salió a buscarlas pero ya no las encontró. Al regresar se sentó en las mismas sillas contiguas a la mesa de víveres. Conversamos.

«Mientras las autoridades de Gobierno evitaban a toda costa dar información precisa sobre lo ocurrido en el “hogar seguro”, los familiares de las víctimas esperaban en la morgue por las muestras de ADN». 

Una voz cansada

De 6:30 a 7:15pm.

Sandra era madre de Rosmery Mirsa López Tojil, de 16 años según nos cuenta. Vive en zona 1 de ciudad de Guatemala. Tenía ganas de conversar. Nosotros con otra voluntaria solo escuchábamos la mayoría del tiempo lo que nos decía. Había ido a varios hospitales por su hija. En la televisión varios vecinos la vieron hablar.

“Ella estaba bien,” decía.

Señalaba su propia blusa para contarnos incluso el color de la ropa que llevaba su hija ese día.

“Era aqua” nos comentó mientras se tocaba el cuello de su blusa. “No estaba quemada en la tele.”

En el hospital le dicen que una de las niñas quemadas era su hija pero, al observarla, ella concluyó que no.

“Estaban así con los labios hacia afuera, hinchados, todas con vendas, no se les veía la cara.”

Sandra hablaba sumamente quedo, bajo. Por momentos apenas podía captar sus palabras. Se notaba sumamente cansada al punto de parecer como perdida, casi ida. No había preocupación en su rostro sino sobre todo cansancio. Cada madre o familiar mostraba reacciones o momentos distintos en su rostro aquella tarde.

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Rosmery López Tojil, de zona 1. FOTO Sergio Palencia (imagen publicada con permiso de sus familiares)

Cuando hablamos con ella eran las siete de la noche. El estudiante voluntario debía marcharse. Ella también ya se iría a descansar pues, decían adentro de la morgue, el servicio de identificación se abriría hasta el día siguiente, sábado. Mejor descansar. El voluntario estudiante de Arquitectura la acompañó y salieron de las instalaciones. Se quedaban afuera grupos de tres familias más. Al día siguiente, sábado 11 de marzo, el grupo de voluntarios compartió el listado oficial de niñas muertas en el Hogar. Mencionaron entre ellas el nombre de Rosmery López, hija de Sandra Nohemí. Preguntamos si efectivamente el listado era de niñas muertas, una de las voluntarias dijo que sí.

Serían las once de la mañana cuando el INACIF tenía los resultados finales que comprobaban que  Rosmery, hija de Sandra, habría muerto en el incendio. Una de las voluntarias la llamó para decirle que se acercara a la morgue. No le comunicó directamente la muerte de su hija. Noticia dura. El domingo 12 de marzo, a las 10:30 de la mañana, su hija Rosmery estaba siendo enterrada en el Cementerio General, a tan solo unos pasos de la morgue.

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Estudiantes exigen justicia por la quema de las niñas del Hogar Virgen de la Asunción. FOTO: Oliver de Ros. 

Los resultados, el tío

De 7:30 a 8:00pm.

Con Tomás Siquín platicamos un rato. Me contó que era tío de la niña Yeimy Ramírez Siquín. Él estaba acompañando a su hermana, la madre de la niña. Además de ellos dos había otra joven familiar. Tres  en total. Tomás nació en San Antonio Suchitepéquez. Por su apellido le pregunté si tenía parentesco quiché o kaqchikel. Me dijo que el segundo, su abuelo era del norte de Sololá pero había migrado para la Costa donde conoció “a una mujer así, de falda,” por decir mestiza o ladina.

“Yo no hablo pero entiendo todo.” Sonríe al contarlo. “En mi casa me decían que no hablara, lo callaban a uno, entonces solo aprendí español, pero de niño crecí escuchando.”

Tendría poco menos de la edad de su sobrina, 15 años, cuando emigró a la ciudad. Con su familia vive en la zona 7 de Mixco. Al igual que Vianney, de zona 18, ambos venían de barrios alejados y periféricos de la ciudad de Guatemala. Estaba cansado de estar ahí.

“No avisan nada y hemos dado vueltas en todos los hospitales, yo no puedo perder un día más de trabajo sino de qué vivo.”

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Hoja que llevaba la madre de Hashly Rodríguez, de zona 18. FOTO: Sergio Palencia (imagen publicada con el permiso de los familiares)

Con cierto desenfado me decía que en todo debía acompañar a su hermana pero no sabía qué haría ahora pues los funcionarios del INACIF le habían dicho que la información estaría tal vez para el lunes o martes. Recordemos que era aún viernes en la noche. Tenían pensado pasar la noche allí. Oí un llamado en la sala. De las sillas frente a la ventanilla se paró rápido, con ojos de buscadora, la hermana de Tomás, madre de Yeimy. Ya estaban entregando los resultados de la coincidencia entre la sangre de la madre y la de su hija.

Todo fue súbito y no recuerdo el orden como se dio pero en cuestión de poco menos de veinte minutos el funcionario confirmó que tres cuerpos de niñas correspondían a las madres de San José las Flores, de Comitán y de Malacatán. Fue como un estruendo de llantos combinados. A quien primero vi llorar, con la cara en profunda congoja, fue a la madre de Yeimy. La esposa de otro voluntario, profesor de letras en un colegio capitalino, la tomó del hombro y la abrazó. Atrás venía Tomás con los ojos llenos de lágrimas, serio, pero no lanzado al llanto.

“Siento ganas de llorar,” me dijo.

No lloró, tal vez pudo más su deseo de respaldar a su hermana. Esa misma noche tendrían que firmar los papeles del certificado de defunción que el RENAP [Registro Nacional de las Personas] les presentaría. Asimismo, irían más tarde a reconocer el cuerpo de Yeimy. El resto de familiares, entre ellos el padre, madre y hermana de otra niña, veían desde afuera con temor y resguardo el dolor de la noticia. En otro instante Claudia Ventura, la madre de Jocelyn, caminó abalanzada, con la cabeza hacia abajo, como teniendo dolor en el estómago. Lloraba y no miraba fijamente. Quise abrazarla, pero siguió de largo hasta sentarse en un pequeño banco de madera con el rostro contra un casillero en la pared.

Otra voluntaria se acercó, pero también pasó lo mismo: quería estar sola. Realmente lo estaba. Su sobrina aún no regresaba de la diligencia para averiguar sobre su prima en el refugio de niñez de zona 9. Estremecía verla en la esquina de la sala de espera de la morgue, llorando. Afuera, en ese momento, se escucharon gritos y llantos fuertes. La madre de Melanie de León, Eimy, se había enterado de la coincidencia de sangre con uno de los cuerpos en la morgue. Desde la sala vi cómo cayó dos veces en mientras abrazaba a una hermana de Champerico. La primera vez fue cayendo lentamente mientras la agarraban entre varios. Era de talla gruesa. Se desplomó.

Allí se quedó tendida unos minutos en el suelo. Una psicóloga auxiliar del INACIF, amiga mía desde hace varios años, se acercó y pidió que trajéramos algodón y alcohol. Lo colocó en su nariz. Ya para entonces comenzaba a levantarse. Logró caminar hasta una de las sillas de la sala de espera. Si momentos antes Eimy aún bromeaba en un lugar que pareciera la antítesis del chiste, ahora lloraba de manera estrepitosa.

“Mi madre y su azúcar, ¿qué va a hacer? Mi hermana está mal”.

“No, mire, su hermana está calmada, está mejor que usted, así que tranquilícese si quiere ayudarla”, le dijo la psicóloga.

Fue calmándose. 

Hacía algunos minutos dos señoras elegantemente vestidas, una de ellas con un abrigo blanco y negro, fino, se habían presentado. Al rato llegaron dos jóvenes, mujer y hombre, en carro de año reciente que fue estacionado adentro del INACIF. Pensé que venían a reconocer algún muerto en otras circunstancias como era el caso de tres jóvenes adolescentes. La mayoría de familiares venían de aldeas rurales o barrios urbanos periféricos, estas tres mujeres y un hombre al parecer no. Una voluntaria habló con ellas y les preguntó si venían por alguna niña del incendio. Dijeron que sí, hablaron con ella. No supimos sus nombres.

De mi parte fue por suponer que no venían a lo mismo por ser de otra clase social, error grande. Igual me equivoqué con las dos chiquillas y el joven, presentes por un familiar muerto en otras circunstancias. Me sentí avergonzado por mi prejuicio. De hecho, cuando el funcionario del INACIF llamó por el nombre de una señora, yo fui a avisarlo afuera de la sala y los integrantes de la familia de Escuintla movieron la cabeza de un lado para otro diciendo que no eran ellos. En su lugar, una señora de suéter negro, acompañando a la del abrigo elegante, se paró y fue a hablar con el funcionario.

“Ellos no debieron informarles directamente a los familiares, para eso estamos los psicólogos”, me comentó la auxiliar.

Desde afuera, cada media hora o poco más, el guardia se aproximaba para avisarme que otro grupo de personas venía a dejar comida. En total contabilicé por lo menos cuatro grupos. El de la magdalena, el de dos cestas con cenas de huevo y frijol, el de panes con frijol, el de panes con huevo. Aparte, frente a la entrada, una señora repartía atol y panes a los familiares. La familia de Escuintla y dos jóvenes de mantenimiento eran los únicos con hambre para ese momento, el resto lloraba o estaba a la expectativa. La madre de Escuintla, de quien no sé su nombre, no comía, solo su hija, una chica que hacía tan sólo catorce días había salido del Hogar seguro. Su hermana estaba desaparecida hasta el momento. 

«Todas las madres que esperaban en la morgue coincidían en haber dado muestras de ADN para la posibilidad de identificación de sus hijas». 

Los desmayos y el llanto

De 10:00 a 11:00pm

Hablé con el padre de la chica de Escuintla. No estoy seguro, pero es probable que fuera el padre de la niña Kimberly Michell Palencia, del municipio de Masagua [Escuintla]. Charlamos junto a una columna en el corredor entre la sala de espera y la garita. Le pregunté por qué su hija había estado en el Hogar seguro:

“Era muy rebelde, no le hacía caso a su mamá, no ayudaba en la casa y se escapaba”, me contestó.

Contrario a la esposa, él hasta el momento parecía más tranquilo, eso sí, a la expectativa. Cuando tenía hambre enviaba a su hija, la hermana de la chica desaparecida, para pedir la comida. Él no se acercaba. En una ocasión le dije que viniera conmigo para ver qué quería. Eso es lo que recuerdo. Sí me llamó la atención que la enviaran al hogar seguro por rebelde, por no hacer caso. ¿Cómo definir eso y cómo habría sido el hogar? Lo primero es saber que muchas de estas niñas venían de familias resquebrajadas por la pobreza, con violencia psicológica, incluso sexual, en zonas sumamente violentas donde crecían en medio de maras y amenazas de otros jóvenes.

Tomás Siquín, tío de Yeimy, me contaba que en la colonia de zona 7 de Mixco los mareros amenazaban a Yeimy con matar a su madre si no se unía.

“La agarraron a ella y a otra más grande que iba armada. A la grande si le fue mal, la llevaron a las Gaviotas.”

Desde temprana edad Yeimy había crecido sin padre y básicamente su tío y su madre eran las figuras familiares más importantes.

Hacia las diez de la noche escuchamos otro llanto, casi grito, procedente del patio del INACIF. Abrazada por una voluntaria, Claudia Ventura venía llorando con los ojos viendo hacia el suelo y con los brazos recogidos hacia el vientre.  Observé la cara de susto de la voluntaria, esposa de otro amigo también voluntario junto a nosotros. Yo no sabía qué estaba pasando hasta que les pregunté a ambos. Acababan de ir a reconocer el cuerpo de la niña Jocelyn Beatriz, originaria de Malacatán [San Marcos]. Sentí un fuerte golpe en el pecho. Los demás familiares miraban a la madre, Claudia, con susto, respeto y silencio.

Mientras, nos dijo el amigo voluntario que había que acompañar a la señora proveniente de Comitán, México, madre de Melanie de León. Fuimos tres y cuando nos dirigíamos al fondo a la izquierda, en el edificio propiamente de la morgue, el guardia principal de control, desde la garita, salió corriendo para decirnos que era prohibido ingresar ahí. Nosotros no sabíamos. Le dijimos que una madre estaba desmayada e íbamos a ayudarla. Él rápido fue a llamar por teléfono para avisar de lo sucedido. Tanto el guardia de control como el policía de seguridad privada fueron muy atentos durante toda la noche.

Nos estuvieron avisando del aporte de víveres y flexibilizando ─por lo menos ya noche─ la entrada de cuatro voluntarias y dos voluntarios más, entre ellos una familia con un pastor evangélico cargando una biblia. Regresé a la sala de espera. Antes de entrar vi a Tomás Siquín y a la madre de Yeimy, parados junto a otra joven, también familiar. Observaban con temor y seriedad a Claudia Ventura. Platicaban entre sí.

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Melanie de León Palencia, de Champerico, Retalhuleu. FOTO: Sergio Palencia (imagen publicada con el permiso de los famliares)

Desde el fondo regresaba cargada por varias personas Eimy Palencia, la madre de la niña de Champerico.

“A nosotros nos dijeron que esperáramos aquí,” me comentó Tomás Siquín. Me daba una pena tremenda ver cómo pasaban diez, quince minutos y ellos parados esperando que los llamaran para reconocer el cuerpo de su hija-sobrina. Sentía escalofríos al pensar que pronto estarían frente al cuerpo quemado de la niña. En lo personal trataba de no dejarme llevar por estos impulsos, como tremendas ondas expansivas, emocionales, que llenaban el lugar en ciertos momentos. A nadie le sirve otra persona que esté completamente desgarrada junto a los familiares, por eso me enfocaba en mantenerme controlado.

“Nuestro pan de cada día,” me escribió la psicóloga auxiliar, amiga desde hace años.

Pensé en aquella famosa, repetida pero certera frase de Bertold Brecht de los que luchan un día, una parte de su vida o toda su vida. La revolución debería pensarse como un silencio comprometido con algo específico. No somos seres abstractos, sino lo óptimo es escoger o aceptar una misión, ir asumiendo un pueblo histórico para darnos en nuestras fortalezas y debilidades. Si mis fortalezas se comparten en el momento de las debilidades ajenas y mis debilidades son acompañadas en momentos críticos, el aura de un eco social se hace certero equilibrio de profunda transformación. La debilidad es fortaleza si se acepta y se lleva consigo, la fortaleza es debilidad si se hace personal y egoísta.

Por eso el camino revolucionario es a la vez de profunda humanidad, de paciencia y acompañamiento. Debe repensarse qué es revolución hoy. Días después releí la interpretación del teólogo italiano Ugo Vanni sobre el Apocalipsis:

“El grupo de oyentes al que se dirige Juan y con el que se siente en especial sintonía recibe la invitación a reflejar sobre sí mismo la experiencia que se le ha presentado. Se le abren de este modo al grupo nuevas perspectivas. Se da cuenta de que encontrará a Cristo en el sufrimiento, en la pobreza, en la soledad, en la lucha silenciosa contra el mal, en la participación de los sufrimientos ajenos. Lo encontrará de forma especial en la liturgia. Lo encontrará en comunión con los demás.” [1]

Una voluntaria, poeta, me ofreció darme jalón para mi casa. Eran ya las once de la noche y realmente no había pensado cómo regresarme.

“No te vayas a regresar caminando, este barrio es peligroso y peor en las noches”, me aconsejaba la amiga psicóloga.

El cementerio general está localizado en zona 3, a un costado del barrio el Gallito, famoso por el narcotráfico, las maras y los policías narcotraficantes. Me despedí de los familiares, de las madres que acababan de ver con sus ojos el cuerpo quemado de sus hijas. Una de las tías de la niña Melanie de León, de Champerico, me abrazó fuerte y comenzó a llorar: “Gracias por darnos de comer a los hambrientos,” me dijo. Me sentí pequeño y sin valía pues yo no había llevado la comida, solo la servía. Lo que el día anterior, jueves por la noche, era una sensación de llevar algo muerto en el pecho– durante la protesta frente a Casa Presidencial–, ahora percibía un hoyo sin emociones, más bien meditabundo y sin expresiones.

Ya en mi habitación me quedé largo tiempo viendo hacia la pared y el techo en penumbras de la noche. Lo veía como conversando sin palabras. No sentía temor pero tampoco paz: era una ausencia y a la vez un llenado aunque parezca trivial el símil. Antes de irme pedí el teléfono a Tomás Siquín. Él tomó el mío y quedamos que hablaríamos para el entierro de su sobrina el domingo.

Sergio Palencia

Guatemala, 11 al 18 marzo 2017

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Manifestantes permanecen en vigilía en busca de Justicia por el caso Hogar Virgen de la Asunción. FOTO: Oliver de Ros.

Epílogo (tres años después)

Han pasado tres años desde el incendio en el hogar Virgen de la Asunción, una entidad a cargo de la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia (SBS), donde el Estado se encarga del resguardo de menores de edad. Según la investigación que ha presentado el Ministerio Público (MP) en los tribunales, el 8 de marzo de 2017 más de 50 niñas fueron “castigadas” por intentar escapar de las instalaciones de la SBS la noche previa al incendio.

Ellas, según los testimonios de algunas sobrevivientes, se quejaban de los malos tratos y de permitir faltas a su integridad dentro de las instalaciones del Hogar Seguro. Todas las niñas fueron encerradas en una habitación de 7 x 6.8 metros. Ante los juzgados, las sobrevivientes han narrado que, en la oscuridad y la desesperación, una de las niñas prendió fuego a uno de los colchones que les habían dado para dormir. Las llamas se expandieron rápidamente y las autoridades del lugar, según las investigaciones de la fiscalía, no actuaron de forma rápida para rescatar a las víctimas.

El MP ha explicado además que la angustia duró más de 30 minutos. Los peritajes han demostrado que durante nueve minutos la temperatura fue superior a los 300 grados centígrados y el oxígeno necesario para respirar era menor al 21 por ciento.

A la fecha, ocho personas continúan siendo juzgadas por la muerte de 41 niñas y adolescentes dentro del Hogar Seguro. El MP sindica a Carlos Antonio Rodas Mejía, exsecretario de Bienestar Social de la Presidencia; Anahí Keller Zavala, exsubsecretaria de Protección y Abrigo; y a Santos Torres Ramírez, exdirector del hogar Virgen de la Asunción.  El caso ha devenido en dos procesos judiciales y el MP también ha señalado a Lucinda Eva Marina Marroquín Carrillo, subinspectora de la PNC; Luis Armando Pérez Borja -subcomisario- y quien era jefe de Operaciones de la comisaría 13; Brenda Jullisa Chaman Pacay, supervisora del departamento contra el maltrato del Hogar Seguro Virgen de la Asunción; Harold Augusto Flores Valenzuela, jefe de la Procuraduría de la Niñez de la PGN y Gloria Patricia Castro Gutiérrez, defensora de Niñez de la PDH.

El día del suceso, 19 niñas y adolescentes fallecieron, y en los días posteriores otras 22 murieron debido a la gravedad de sus quemaduras.

Oswaldo J. Hernández

No-Ficción

[1]             Vanni, Ugo. (2011). “III. El Apocalipsis en la vida cristiana. Ejemplos de actualización” (pp. 63-142) en: Apocalipsis, una asamblea litúrgica interpreta la historia. España: Verbo divino, pp. 75-76

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