NARRATIVA – INVESTIGACIÓN – DATOS

¿De dónde viene el odio hacia la comunidad LGBTIQ+ en Centroamérica?

El odio no nace de forma espontánea: se construye, se enseña y se reproduce desde sistemas ideológicos que buscan preservar estructuras de poder. En Centroamérica, esta afirmación es especialmente evidente al analizar el discurso de odio dirigido hacia la comunidad LGBTIQ+.

Este discurso tiene raíces profundas en la forma en que se construyeron los Estados nacionales, atravesados por herencias coloniales, proyectos de homogeneización social y la influencia dominante de instituciones religiosas, tanto católicas como pentecostales.

Desde el periodo colonial, la sexualidad fue un campo de control político y moral. La Iglesia católica —como brazo ideológico del Imperio español— impuso una moral sexual rígida que se tradujo en castigos, inquisiciones y estigmatización hacia las prácticas no heteronormativas. Tras las independencias del siglo XIX, las élites criollas reprodujeron estos valores, reforzando un modelo de ciudadanía basado en la familia tradicional, la masculinidad hegemónica y la heterosexualidad obligatoria. La diversidad sexual e identitaria quedó excluida del pacto fundacional de los nuevos Estados, convertida en símbolo de desviación o amenaza.

Con la expansión del protestantismo evangélico y pentecostal en el siglo XX —apoyada en muchos casos por políticas de contrainsurgencia durante los conflictos armados y por el influjo ideológico estadounidense— el conservadurismo sexual adquirió nuevas formas y plataformas. Actualmente, las iglesias evangélicas tienen un enorme poder político y mediático en países como Guatemala, Honduras y El Salvador, articulando discursos abiertamente LGBTIQ+fóbicos en nombre de una supuesta “defensa de la familia” o “valores cristianos”. Estos discursos se han institucionalizado mediante iniciativas legislativas contra los derechos sexuales y reproductivos, campañas para censurar contenidos educativos inclusivos y la promoción de leyes anti-“ideología de género”.

Tal como plantea la filósofa Carolin Emcke, el odio necesita un marco ideológico que le dé sentido y legitimidad social. En Centroamérica, este marco tiene raíces profundas, en gran parte históricas y religiosas, que han configurado un terreno fértil para la discriminación sistemática hacia las personas LGBTIQ+.

Este contexto ideológico se traduce en un entorno hostil para las personas LGBTIQ+ en todos los niveles: desde la negación de derechos básicos (salud, educación, empleo) hasta la violencia física. Según datos de organizaciones como OAS/LGBTI Core Group y Human Rights Watch, Centroamérica figura entre las regiones con mayores índices de crímenes de odio contra personas de esta comunidad, con tasas alarmantes de impunidad.

A esto se suma el impacto contemporáneo de las redes sociales, donde el discurso de odio se ha expandido con rapidez, muchas veces amparado en el anonimato y en una interpretación descontextualizada del derecho a la libertad de expresión. Aunque este derecho es fundamental, tanto el sistema interamericano de derechos humanos como otros marcos internacionales coinciden en que puede y debe ser limitado cuando se utiliza para incitar a la violencia o negar la dignidad de personas o colectivos históricamente discriminados. Sin embargo, la judicialización del discurso de odio sigue siendo escasa, y muchas veces los activistas y periodistas que denuncian estos discursos son los que terminan siendo blanco de ataques o procesos judiciales abusivos.

El discurso de odio, en el contexto centroamericano, se perpetúa tanto desde los púlpitos como desde el espacio digital. Las redes sociales han amplificado los mensajes discriminatorios, generando entornos tóxicos en los que el anonimato favorece la violencia verbal y simbólica. Esto se da en un marco donde las leyes que protegen contra la discriminación por orientación sexual o identidad de género son débiles, inexistentes o no se implementan efectivamente. En países como Guatemala o Nicaragua, no existen normativas antidiscriminatorias robustas; y en el caso de El Salvador y Honduras, si bien existen algunas figuras legales, su aplicación es prácticamente nula.

El problema se agrava al entender que el odio no solo afecta a quienes se identifican abiertamente como LGBTIQ+, sino también a toda persona que se aparta de las normas impuestas por el género binario y la heterosexualidad obligatoria. Así, la discriminación se conecta con otras formas de exclusión estructural: pobreza, racialización, migración, discapacidad, edad, entre otras. En sociedades marcadas por la desigualdad extrema y la impunidad, el odio se convierte en una herramienta para canalizar frustraciones sociales hacia los cuerpos más vulnerables.

No obstante, la región también ha sido escenario de resistencia. Colectivos y activistas LGBTIQ+ han construido redes de apoyo, promovido cambios normativos (como el reconocimiento de la identidad de género en documentos en Costa Rica), impulsado contranarrativas en redes sociales y llevado casos a instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El activismo digital y comunitario ha demostrado que el odio también puede ser contrarrestado desde la solidaridad, la visibilidad y la memoria.

Frente al odio, se impone la necesidad de un enfoque integral de derechos humanos que articule políticas públicas, educación crítica, acceso a la justicia, protección efectiva y reconocimiento del pluralismo identitario. Para ello, es urgente desmontar las alianzas entre Estado y religión que legitiman la discriminación, así como cuestionar las narrativas nacionalistas que excluyen a quienes no encajan en el molde del “ciudadano ideal”.

En definitiva, el discurso de odio hacia la comunidad LGBTIQ+ en Centroamérica no puede comprenderse sin atender su dimensión histórica, religiosa y estructural. Combatirlo exige una respuesta integral que combine cambios legales, educación, transformación cultural y una defensa activa de los derechos humanos. Reconocer que este odio es fabricado y sostenido es el primer paso para desmontarlo.

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