La amenaza de golpe de Estado vuelve esta semana a nuestro Newsletter. Vuelve una vez más respaldado con hechos: el juez séptimo Fredy Orellana intentó revocar los cargos del partido Semilla obtenidos en las elecciones de 2023, incluso Presidente y Vicepresidenta, al ordenar la anulación de la organización política, pero la Corte de Constitucionalidad decidió evitarlo.
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La historia reciente de Guatemala parece atrapada en un bucle donde la democracia tropieza siempre con los mismos actores. Como en la comedia absurda El día de la marmota, donde un arrogante meteorólogo de la televisión repite una y otra vez el mismo día, Guatemala pareciera nunca salir del agujero de la amenaza de un golpe de Estado judicial.
A poco menos de dos años de haber asumido el poder, el presidente Bernardo Arévalo enfrenta de nuevo un intento por descarrilar su mandato desde los tribunales, impulsado por un entramado de poder que incluye al Ministerio Público (MP) dirigido por Consuelo Porras, al juez Fredy Orellana y a sectores políticos y económicos que no han digerido la victoria del Movimiento Semilla desde 2023.
El nuevo embate judicial —la declaratoria de nulidad absoluta del partido oficial y de su grupo promotor— es el episodio más reciente de una serie de acciones que el propio Arévalo calificó como un “golpe de Estado en cámara lenta”. En cadena nacional, el presidente denunció, nuevamente, que existe una “alianza criminal” en el sistema de justicia que pretende anular los resultados electorales y reinstalar el viejo orden de impunidad.
CC dice alto, de momento
La Corte de Constitucionalidad (CC) intervino para frenar el intento. En su resolución más reciente, anuló la orden del juez Orellana, reafirmó la validez de las elecciones de 2023 y advirtió al juez sobre la posibilidad de incurrir en prevaricato, un delito reservado para quienes manipulan la ley con fines políticos.
Pero tampoco la CC es una garantía de respeto al orden constitucional. No es raro encontrar fuentes políticas de alto nivel que coinciden en señalar que la CC a menudo sondea el panorama político y se inclina a dónde el viento sopla.
Un patrón de persecución y manipulación
El episodio no es aislado. Forma parte de una estrategia sostenida del MP y sus aliados judiciales para debilitar al gobierno y deslegitimar su base política. La Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), dirigida por Rafael Curruchiche, ha utilizado tecnicismos legales y un relato de supuesta defensa de la “legalidad” para justificar medidas desproporcionadas, como la cancelación del partido Semilla o la persecución penal de funcionarios y aliados del Ejecutivo.
Paralelamente, otras investigaciones impulsadas por el MP muestran el mismo patrón de selectividad política. El llamado “caso UNOPS”, descrito en La Instantánea de No-Ficción, revela cómo la fiscalía convierte la justicia en un peladero político, donde las acusaciones se filtran estratégicamente para erosionar la credibilidad del gobierno y alimentar la narrativa de corrupción dentro del Ejecutivo.
En el fondo, los casos se transforman en armas: más que buscar la verdad, buscan la desestabilización progresiva de un proyecto político que ha intentado, sin demasiado éxito, rescatar las instituciones capturadas durante la era del Pacto de Corruptos.

Salida de Jiménez y el miedo como mensaje
La reciente salida del país del exministro de Gobernación, Francisco Jiménez, completa el cuadro. Jiménez, pieza clave del gabinete en la agenda de seguridad y transparencia, denunció presiones y un clima de hostigamiento desde el MP. Su exilio voluntario recuerda los mecanismos de expulsión simbólica usados por los regímenes autoritarios: si no pueden destituir al presidente, acallan y desgastan a su entorno.
Un recuento de esta situación lo tenemos también en la anterior Instantánea, La caída de la cúpula de seguridad.
Los fallos en materia de seguridad del Ejecutivo, al no poder prevenir la fuga de importantes líderes pandilleros, le han dado munición a la oposición que no cree en respetar los resultados electorales. Este grupo todavía sueña con una salida de Arévalo del poder antes de que pueda decidir quién será el futuro jefe o jefa del Ministerio Público en mayo del próximo año.
Este exilio forzado resuena con una metáfora obvia: la democracia guatemalteca parece un edificio asediado desde adentro, donde cada ladrillo institucional —el TSE, la CC, el Congreso— resiste como puede ante la demolición judicial. Los fiscales y jueces afines al viejo régimen escarban con garras y dientes de legalidad aparente, erosionando cual marmotas los pilares de la democracia mientras proclaman defender la Constitución.
Un país en la cuerda floja
Lo que ocurre en Guatemala hoy no es una simple disputa entre poderes del Estado. Es una batalla por el sentido mismo de la democracia, librada en el lenguaje del derecho pero con fines políticos. Cada expediente, cada orden judicial, cada filtración mediática del MP apunta a reconstruir la narrativa del miedo y del control que definió la última década.
En esa lógica, el gobierno de Arévalo representa una anomalía: un intento de construir un sistema que no esté viciado. Pero la respuesta de las élites tradicionales ha decidido cerrar las ventanas antes de que entre oxígeno.
Reformas sin recapturas
“Cómo mueren las democracias”: un espejo para Guatemala
En su libro Cómo mueren las democracias, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advierten que los regímenes autoritarios del siglo XXI ya no nacen de un golpe militar ni de una irrupción violenta en el palacio presidencial. Mueren lentamente, “no con un estallido, sino con un suspiro”, cuando los guardianes de la ley se convierten en verdugos de la democracia y los jueces se transforman en soldados de una causa partidaria.
Guatemala parece caminar por ese sendero: el deterioro no se percibe en los tanques, sino en los expedientes judiciales manipulados, en los fiscales que reescriben la ley y en los medios que amplifican el ruido.
Si en los años setenta la consigna fue que “la revolución no será televisada”, hoy podríamos decir que el golpe puede llegar en streaming: se transmite en tiempo real, disfrazado de proceso judicial, reproducido en cadenas nacionales y replicado en redes sociales donde la indignación dura lo mismo que una historia de Instagram.
La democracia se apaga no solo cuando la encarcelan, sino también cuando se normaliza su demolición bajo los reflectores de una audiencia distraída.