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Encierro: del silencio a la psicosis

El contraste de dos realidades: una ciudad anormalmente apacible frente a un mundo virtual en pánico que sigue paso a paso el avance de una amenaza silenciosa.


Ciudad de Guatemala está en pausa. El día es luminoso, como siempre en este país. Una luz brillante que inunda la casa en las mañanas de un blanco bondadoso. Escucho unos pájaros piando y me doy cuenta de que no se oye nada más. No se escuchan vehículos transitar por la calle. No se escucha a gente hablando. Tampoco suena el barullo de niños del colegio la Patria gritando. Ni el los padres del niño del colegio la Patria bocinando. Una sensación de quietud inunda la atmósfera.

Las restricciones del presidente Alejandro Giammattei sobre la movilidad de las ciudadanas han coincidido con las recomendaciones internacionales para enfrentar al coronavirus. No salir. Tratar de evitar a toda costa el contacto humano. Esto ha hecho que todos los habitantes, prácticamente del planeta, estemos recluidos en nuestras casas. 

El mundo entero está en cuarentena.

Es un silencio apocalíptico. Un capítulo de Black Mirror. Un futuro distópico dominado por la tecnología en el que un virus desbarajusta el orden internacional. Pero es ahora. Estamos viviendo una pandemia a tiempo real, algo que no había sucedido desde que tenemos conocimiento y nunca, eso definitivamente, con tal nivel de información. 

A mi alrededor solo el silencio. La calma. De alguna forma el desasosiego. A lo lejos, contra el azul intenso del cielo, se ven las copas irregulares de cinco árboles verdes e inmensos. Delante, ropa de colores tendida en una cuerda atada a unos postes, en el tejado de una casa. Escucho nuevamente una ráfaga de piidos: un trino raspado seguido de una réplica de otro pájaro más grave y entrecortada. Les sigue un piido que empieza grave y termina agudo, como queriendo tener la palabra final. En la calle, en todo lo que alcanza mi vista, solo veo a una persona: un guardia de seguridad parado en la banqueta, sin mascarilla, con su ropa azul y su fusil en el brazo. El colegio está cerrado y faltan sus guardias. ¿Cuánto tiempo podrán permanecer las personas más desfavorecidas -empobrecidas, hambrientas, – sin percibir salario? ¿Supondrá más hambre el coronavirus en Guatemala?

Me distancian un par de metros de mi teléfono y de mi computadora, y solo entrar en ellos puede cambiar mi estado de calma, de paz, al de psicosis. Lo sé por la experiencia de los últimos días. Internet es como el universo. Se expande sin fin. Agarro mi teléfono y me adentro a ese pantano infinito de información. Hay decenas de mensajes en los grupos. Todos del coronavirus: Cadenas, memes, avisos de estafas, consejos de higiene, mucha preocupación. Mi hermano se quedó sin trabajo temporalmente. A mi tío le pospusieron la operación. 

El gran rugido de un vehículo estacionando me saca de la nube virtual. Al poco, escucho una de esas voces engoladas “La basura”. De la parte trasera del gran camión, llena de bolsas, bajan dos jóvenes morenos, ambos corpulentos, con gorras para el sol, camisas anchas y las manos negras cargando unos costales. Me viene a la cabeza esas imágenes con luz ultravioleta donde se ve la contaminación del COVID-19 en unas manos antes y después de lavarlas. La piel limpia se ve de color azul y las manchas blancas corresponden a las partes contaminada. Veo a los recogedores de basura en azul y blanco. Todas sus manos blancas, sus brazos blancos. Su cabeza blanca su cara blanca. De la parte delantera del camión desciende un hombre cargando un niño pequeñito, tendrá unos dos años. Lo deja en el suelo y el niño camina a una esquina del camión, donde se queda esperando mientras juega con algo entre sus manos, que se mete constantemente en la boca. En pocos minutos los tres han recogido las bolsas y se marchan. Nuevamente la calle vuelve a estar desértica.

Mi dedo marca sin darse cuenta la pestaña de desbloqueo del teléfono. Lo hago de forma instintiva. Comienzo a ver los titulares de noticias sobre cómo va evolucionando el virus. Entrevistas a expertos, a médicas epidemiólogas, microbiólogas, enfermeros, contagiados españoles, italianos, alemanes, chinos. Cifras, datos. Los países de un mapamundi pasando de blanco a crema a beige a rosa, rosado, rojo, granate, negro. Italia, Bérgamo, los camiones sacando cuerpos del cementerio. El virus permanece 10 días en el ambiente, no, 5 días en el ambiente, unas horas, depende de la superficie, depende del ambiente. Mascarillas sí, todos, mascarillas no, solo los enfermos, Ibuprofeno no, ibuprofeno sí, ibuprofeno no. Cadenas de oración, la cumbia del coronavirus, ─coronavurs, coronavirus─. La palabra psicosis, apocalipsis, zombi, muerte. Un nuevo mensaje del presidente Giammattei. Se impone un toque de queda, a partir de las 4 PM. Siento que me falta el aire.

Suena un ruido en la calle y me llama la atención. Pienso en quién estará saliendo y por qué. Me asomo la ventana sintiéndome una espía, una voyeur, con deseos de ver personas en carne y hueso, que no estén codificadas por ceros y unos. Es un timbre, triii triii. Me pongo de pie y miro. El señor del carrito de los helados, un anciano moreno de cara ancha y una gorra, ha decidido saltarse la cuarentena y pasa con su carrito blanco, con un dibujo de un helado de tres bolas. ¿Cuánto dinero ganará al día ese señor? Me doy cuenta de que más adelante, en el telefono publico azul, hay una mujer, también anciana, con el pelo blanco, llamando por teléfono. A sus pies tiene dos bultos grandes. ¿Cuántos años tendrá ella? ¿Estarán alguno de los dos enfermos? Pienso que sí. Que todos los abuelos están aquejados, de una forma u otra, por alguna enfermedad. 

Una foto de los agentes de la Policía Nacional Civil entregados a la oración. Un afiche del presidente Alejandro Giammattei equipado con un kipá, pidiendo ayuno y oración. Una fotos de personas montadas en picops saltándose las restricciones sobre movilidad. Una foto de unos canguros entrando en Australia a la ciudad en busca de comida. Una foto de las camas y material quirúrgico del nuevo “hospital” del Parque la Industria, con vallas rodeando las camas donde aparecen rotulados botellines de cerveza Gallo y exclamaciones de la mejor cerveza. Una foto de una habitación gigante con camas, donde dormirá el personal sanitario de Madrid. Una foto de un mapache, una de un policía de Emetra rodeado de palomas. Alerta: La vacuna probada en China para el coronavirus resultó ser perjudicial para los humanos. 5500 muertos en Italia. 1750 muertos en España. 

Salgo a la calle. Los pájaros siguen hablando entre ellos. Hace mucho calor. Nos estamos acercando al verano. Las buganvillas moradas brillan delante de los árboles de jacarandá violetas. Voy a la tiendita a comprar un aguacate. Detrás de los barrotes atiende un adolescente que si mucho llega a los 15 años, tampoco está de cuarentena, tampoco lleva mascarilla. Veo nuevamente la foto en blanco y azul. El foco de contaminación pasando de sus manos a todo lo que toca, a todos los clientes. 

El papel higiénico. Memes, fotos, protestas, discusiones. Se ha gastado, y los frijoles. ¿Se pueden congelar tortillas? Consejos de meditación, clases de yoga online, libros abiertos, películas, selfies, videos, discusiones carentes de información. Todas nuestras paradojas y contrasentidos. La pobreza, la injusticia. Capitalismo. Vacuna. La vacuna cubana… no es verdad, no es vacuna, los alemanes y la vacuna, los chinos y la vacuna, la bolsa, la economía. La paradoja de la hiperconectividad, lo fuertes y lo frágiles que nos hace a la vez. 

Avanzo por la avenida Simeón Cañas y tampoco hay nadie. Solo las dos hileras de árboles a ambos lados. Frente al hospital Ixchel, un edificio blanco con un dibujo de una diosa pintado en un lateral, hay dos  guardias de seguridad con la mascarilla puesta. También lleva la mascarilla una mujer que resguarda la parada del Transmetro, aunque, en principio no hay servicio, ni transmetros ni autobuses de ningún tipo. 

Al avanzar, caminando, escucho un ruido y al mirar al árbol veo a un pájaro carpintero picando concentrado el tronco. Su cabeza roja y su cuerpo cebrado. Normalmente estos pájaros se mantienen en otro parque, el del mapa en relieve, donde no hay tanta gente. Imagino que hoy se sentirán más libres. Recuerdo una frase que me dijeron en Petén, en la selva. Cuando un pájaro carpintero toca en la puerta de tu casa, te está anunciando una visita. 

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