En la frontera dominicana los civiles se arman y se cubren el rostro para cazar haitianos. En Santo Domingo, la capital, un movimiento ultranacionalista amenaza con matar a sus vecinos. El racismo crece con éxito en el país. En el proceso suceden también otras cosas terribles, como las que le ocurrieron a Denisse.
Cacería
Son 15 hombres con 15 motos, bates de béisbol, bastones metálicos, alguna cuchilla, pistolas eléctricas, gas pimienta, un revólver calibre 38 especial y una escopeta calibre 12 buck shot. Van vestidos de negro con camisas tipo polo, la bandera dominicana cosida en un costado y el nombre del grupo en la espalda: “Los Trinitarios”.
Algunos llevan el rostro cubierto con pasamontañas. Entre estos hombres reunidos en Manzanillo, en el lado dominicano de la Frontera Masacre, hay varios notables del pueblo. Está el periodista, un señor blanco y delgado, el único sin uniforme, el psicólogo de la escuela secundaria, algunos empresarios, y Ñaño, un policía municipal. El resto son jóvenes entre los 20 y los 27 años. Todos ellos están bajo el mando de Joaquín Talavera, un capitán de la guardia forestal. Su misión es capturar al mayor número de haitianos y entregarlos al destacamento policial para que sean deportados esta misma semana. Lo que ocurrirá esta noche es, en esencia, una cacería.
“¡Hoy vamos con todo! ¡Todo haitiano que no tenga papeles, va pa afuera!”, se arengan antes de empezar lo que ellos llaman redada.
Las motos arrancan y, con las últimas pinceladas de luz, los trinitarios rodean el primer barrio de haitianos. Diez de ellos se esparcen por los callejones y apresan a tres muchachos. Los agarran de la camisa y les amenazan con el bate.
—¿Ustedes eran los que estaban peleando antenoche? —les pregunta un trinitario con tono amenazante.
—No, nosotros no, no somos de lío, somos trabajadores —responde con un fuerte acento francófono uno de los tres chicos mientras mira al suelo.
Y los trinitarios siguen corriendo por los callejones.
Dos de ellos llegan hasta una chabola de madera donde una familia de haitianos toma el fresco de la tarde. Agarran a un adolescente que juega en su teléfono. La familia protesta, bajito. Dos niños de unos tres años ven la escena con sus ojos grandotes y mueven sus cabezas, coronadas por rizos, de un lado a otros sin entender nada. Lloran. Los trinitarios llevan al muchacho a una de las motos donde le amarran las manos junto a otro haitiano. Son las primeras presas de la noche.
Ñaño, el policía municipal, se ha metido en una casa abriendo la puerta de una patada y revisa los cuartos. Es un hombre negro y muy robusto, lleva unas dredlock cortas y el rostro cubierto. Es él quien coordina la redada/cacería de esta noche y es él quien carga el revólver 38.
“Hay haitianos que ya conocemos, y sabemos que vienen a trabajar y son viejos de estar acá, pero todos los nuevos se van hoy”, me dice Ñaño, orgulloso, pistola en mano, mientras se prepara para entrar en otra casa donde exige los documentos de un joven y alumbra con lámpara el interior. Una maraña de niños se escabulle de la luz.
“¡Nos vamo pa los barracones!”, grita el Capitán Talavera, y avisa por radio a sus compañeros. El grupo sale victorioso de esta primera parada con cuatro capturas. Me acomodan en la parte de atrás de la moto del psicólogo y avanzamos a gran velocidad por las calles de tierra y los callejones de la parte haitiana de la ciudad.
Los barracones son un conjunto de casas prefabricadas de madera que dejó una empresa bananera donde ahora se acomodan malamente cientos de familias haitianas. Los trinitarios hacen el mismo procedimiento: bajarse de las motos, correr, abrir puertas, dar patadas y abducir a muchachos jóvenes. En uno de los barracones hay cuatro hombres, Ñaño y otros trinitarios apresan a uno. El criterio sobre a quien raptan y a quien no es confuso para mí, según Ñaño es “haitiano nuevo”, y debe ser deportado. Los trinitarios llevan a su presa tomado por la camisa y no se fijan que quien parece su hermano les sigue a menos de un metro con un martillo en la mano. Lleva una camisa de Bob Marley, aprieta fuerte el martillo, pero antes de hacer su movimiento alguien, una voz de mujer, le llama y le detiene, lo mete a una casa y le alarga un teléfono. Quizá sea más importante correr la voz a los demás compatriotas que desbaratarle la cabeza a uno de los matones.
Las motos ya están llenas. Son siete muchachos los que han capturado. Nos dirigimos al cuartel de la policía. Ahí los trinitarios botan de sus motos al grupo de haitianos que es inmediatamente rodeado por los agentes. Uno del grupo, quizá el que mejor domina el español, quiere hablar, hacerse oír, pero uno de los policías lo interrumpe: “Tranquilo, que los que vienen bravos yo los pongo bajitos”. A otro le golpean las costillas para quitarle la cartera y el teléfono. No dice nada, pero hay fuego y machetes en su mirada. El jefe policial me dice que deje de grabar y me ordena bajar el teléfono. El psicólogo, mi chofer designado, me dice que ahora que nos vayamos los policías les darán “lo suyo”.
“¡Trinitarios, seguimos!”, ruge con tono militar el capitán Talavera.
Todos corren a sus motos para seguir la cacería. Pero a estas alturas, en los barrios de haitianos los hombres jóvenes se han escondido. Solo los reciben mujeres y niños macilentos y llorones.
“Estos ya se corrieron la voz que acá andamos los trinitarios”, dice el Capitán Talavera, con algo de orgullo en la voz.
Enfilamos hacia el barrio Manhattan, dicen que ahí quizá no ha llegado el pitazo de su presencia. Los trinitarios se cuelan por las casas hasta llegar a un solar. Una mujer con dos niños los mira, aterrorizada, y sus niños comienzan a llorar. El psicólogo saca de su casa a un hombre joven, quiere llevarlo hacia las motos pero detrás del hombre va su vecino, dominicano, y se prende de él, y no lo suelta.
—¡Suéltalo coño! —le grita un trinitario
—¡No, no puedo! —responde el hombre gritando.
El haitiano ve a su vecino con el terror en los ojos, como miraría alguien a punto de hundirse en el mar a una tabla.
—Oye, oye, suéltalo, vamos —dice el psicólogo con un tono de voz lento y tranquilo, y poniendo su mano sobre el brazo del vecino.
—No, no, no, no lo voy soltar, no puedo —le responde el vecino mientras sus hijos observan la escena desde el dintel de su chabola.
El vecino suelta al haitiano y me dice que deje de grabar. Apago la cámara y guardo el teléfono lo más rápido que puedo. Entonces vuelve a sujetar al haitiano.
Ganó. No dejó que esos hombres raptaran a su vecino.
Mataperros
La primera independencia de América Latina ocurrió en la parte francesa de la Española, cuando los esclavos de origen africano se alzaron contra sus captores, impulsados por un odio histórico contra aquellos que los habían convertido en animales. La lógica de los alzamientos de esclavos respetaba, más o menos, un protocolo: envenenar a los perros, y a los capataces de ser posible, incendiar las plantaciones y luego entrar con los machetes y otras herramientas agrícolas convertidas en armas. Luego de derramar mucha sangre, envenenar muchos perros y alzar muchos machetes ganaron y defendieron su revolución derrotando incluso al poderoso ejército napoleónico. En 1804 establecieron la primera república negra de esclavos libertos, y para nombrar su nuevo país eligieron un nombre taíno, la lengua de esos indígenas casi exterminados. Haití significa “montaña” o “lugar de montañas” en esa lengua olvidada.
La parte española de la isla, luego de un periodo conocido coloquialmente como “la España boba” (1813- 1821) también logró su independencia. Pero fue efímera. Esta parte de la isla palidecía contra el esplendor económico de la otra. No tenía un ejército en forma ni había conseguido la unidad identitaria que sus vecinos libertos habían cultivado durante casi 200 años de luchas. Apenas un año después de esa independencia, en 1822, el presidente/dictador haitiano Janpierre Boyer decidió invadir. Las fuerzas militares haitianas, conformadas por exesclavos y por mulatos, querían unificar la isla en una sola nación. América entera era un hervidero de conflictos. Se había terminado la larga era de los reyes y ahora los descendientes de aquellos europeos aventureros y conquistadores querían el continente para sí. Aquella invasión no fue algo especialmente violento, ni hubo luchas de resistencia, eso vino luego.
Casi dos décadas después, un joven isleño de nombre Juan Pablo Duarte, aristócrata, educado en Europa, fundó un grupo secreto, una especie de secta independentista que se reunía a hurtadillas por las noches en las bodegas a discutir sobre esas maravillosas ideas liberales tan de moda en el mundo, y sobre la posibilidad de traerlas a esta isla, que para esos años se llamaba toda Haití. Al grupo, reivindicando la fé católica que se veía amenazada por el protestantismo y el vudú de los invasores haitianos, le bautizó como Los Trinitarios, en honor a la Santísima Trinidad.
Hace un año, este grupo de cazadores encapuchados con los que estoy esta noche se bautizaron, con orgullo, como los Trinitarios Hijos de Manzanillo.
***
Nos reunimos en el parque central de Manzanillo, en donde hay un busto de metal del gran prócer Juan Pablo Duarte. Luego nos movemos al malecón desde donde los trinitarios, a forma de presentación, me muestran Haití. “Juan, míralo ahí, está ahí cerquita, ahí mismo. Si los haitianos no tienen más que cruzar el río para venir a profanar”, me dice el capitán Joaquín Talavera. Acá el río Masacre conoce el mar. Y aquí Ñaño y Talavera me cuentan el nacimiento de su grupo.
Los trinitarios, dicen, se fundaron luego de que en una sola semana se reportaran 11 robos entre los vecinos de Manzanillo. Para convencerme de la autoría haitiana de los robos hablan de venenos y “magia negra”. “A mí mismo me aplicaron esas cosas”, dice el jefe Talavera para justificar que se metieron tres veces a su casa sin que él se diera cuenta. Lo cierto es que desde mediados de 2022 sí hubo un aumento repentino de robos coincidiendo con la crisis haitiana luego del terremoto, el asesinato del presidente Jovenel Moise y la toma de poder por parte de las bandas criminales. Muchos de los robos fueron de bicicletas, motos, alguna radio o televisión muy cerca de las ventanas, pero sobre todo aquellos ladrones se llevaban comida. Desaparecieron las gallinas, las vacas; abrieron las heladeras en los patios de las casas para llevarse comida congelada y violaron los candados de las alacenas. En términos estrictos, lo que los haitianos hacían eran razias, incursiones en busca de alimento.
Una de las cosas que más consternó al pueblo durante esa crisis fue la repentina mortandad de perros. Una mañana de principios de 2023 Boby, el rottweiler del capitán Talavera, amaneció muerto, con espuma en la boca y sin signos de violencia. Veneno. En Manzanillo la gente había comprado de forma masiva perros de guardia. De una semana a la otra el pueblo se llenó de cachorros de doberman, pastores alemanes, pit bull y rottweilers. Espantaron a los ladrones y los robos cesaron por un tiempo. Pero así como llegaron al pueblo los perros fueron muriendo. Sus cuerpos se encontraban siempre en la mañana, tirados, como dormidos, con el hocico lleno de baba blanca.
“Yo tenía un perro que me mataron, que yo fácil cambiaba a todo Haití por ese perro, que acompañaba a mis niños a la tienda y los esperaba en la calle cuando llegaban de la escuela”, me dijo, con pesar, uno de los trinitarios en una ronda nocturna. Quien encontraba a su perro muerto sabía que pronto sería visitado por ladrones haitianos. Pero a pesar de los candados y las precauciones siempre llegaba la mañana en donde faltaba una moto, una bicicleta, las sillas del porche, costales de arroz o alubias.
Después de la muerte de Bobby y de la crisis de los 11 robos, el jefe Talavera, Ñaño y otros notables del pueblo decidieron organizarse y expulsar a los haitianos. “Expulsamos familias enteras”, presume Ñaño. Me dicen que incluso expulsaron al pastor evangélico haitiano con todo y su familia, niños incluidos. Los trinitarios establecieron toques de queda para los haitianos. Hubo noches, dicen, donde raptaron de sus casas y expulsaron a más de treinta personas.
El entonces alcalde de Pepillo Salcedo, el ayuntamiento al que pertenece Manzanillo, Ignacio Núñez, que gobernó durantes dos periodos de cuatro años, no vio con buenos ojos la creación de un grupo de ciudadanos encapuchados que expulsaban extranjeros y se paseaban en sus motos como salidos de la saga Mad Max. Así que los denunció a finales de 2023.
El Jefe Talavera terminó siendo citado en un juzgado para dar cuenta de sus correrías nocturnas. Buena parte del pueblo fue con él y se plantó afuera del juzgado en apoyo al caudillo. El capitán fue absuelto y aprovechó el podio que tuvo en los tribunales para hacer una arenga independentista. Lo que dijo aquel día, según él mismo cuenta, es que lo que hacían por las noches era una continuidad de la lucha de Juan Pablo Duarte. Para Talavera juzgarlo a él era casi como juzgar al prócer mismo.
“Además, ellos no contaban con que nosotros no solamente somos los Trinitarios Hijos de Manzanillo. A raíz de esa citación nos coordinamos con otros grupos, gente de la capital nos buscaron para darnos apoyo, grupos de todo el país”, dice el capitán claramente orgulloso.
Hace una pausa dramática y continúa: “Para que tú veas Juan, ahora ya nosotros somos incluso parte de la Antigua Orden Dominicana.” Esto último ya lo dice con la pose de un pavo real.
La Antigua Orden Dominicana
El domingo 10 de marzo de 2024 un grupo de unas 45 personas se reúne en una esquina de Santo Domingo, la capital de República Dominicana. Los congregados llevan banderas negras con un logo dorado en el centro, visten botas y ropas oscuras estilo militar. Algunos se cubren el rostro con pasamontañas. Se han dado cita en la boca del metro Juan Bosch, nombrado así en honor a uno de los principales opositores del dictador de mediados del siglo XX, Leónidas Trujillo. El sol se va poniendo bravo, y más personas van llegando, siempre vestidas de negro.
Un hombre de unos 60 años carga un cuadro de Juan Pablo Duarte y se acomoda una pañoleta negra en la cara. Fumamos unos cigarros y me dice que es dueño de una pequeña tienda en Santiago de los Caballeros, una provincia a más de dos horas y media de acá. Me dice también que ha venido porque en redes sociales escuchó el llamado que lanzó la Antigua Orden Dominicana para defender la nación de la “invasión” de haitianos. Se describe a sí mismo como un patriota y cuando le digo que soy periodista me pide que le saque una foto posando con el cuadro del prócer independentista. La conformación del grupo es variada: amas de casa, jubilados, varias decenas de muchachos que parecen estar apenas estrenando la mayoría de edad e incluso algunos niños. Un grupo de policías llega al lugar. Los agentes me dicen que están acá para proteger a los manifestantes y para que todo marche de forma pacífica. Dos fotógrafos contratados para el evento sacan los primeros retratos y las primeras banderas negras empiezan a ondear. La gente que pasa en sus carros los reconoce. Varios hacen sonar sus bocinas y sacan las manos para saludarles. Algunos repartidores en motocicleta gritan y levantan el puño derecho. “¡A la mierda los haitianos!”, grita uno, y los policías le responden con un saludo y risas. Pareciera que más que proteger la marcha son parte de ella.
A la 1 de la tarde aparece Ángelo Vásquez, y la pequeña maraña de personas sufre una especie de excitación colectiva. Lo tocan, lo saludan y se toman fotografías con él. Le acompaña el oficial retirado de la fuerza aérea Ortíz, y un hombre enorme vestido con botas, traje y aliños militares, una mochila y el rostro cubierto. Es el encargado de la seguridad. Ángelo Vásquez es el fundador y máximo líder de este grupo ultranacionalista, y es quien dirigirá la marcha de hoy. Antes de salir posan todos con el cuadro de Juan Pablo Duarte.
—¡No queremos haitianos aquí! —grita Ángelo Vásquez con un megáfono.
—¡Que se vayan a Haití! —responden emocionados los congregados, que no llegarán a cien pero logran armar un buen escándalo.
Repiten esto muchas veces mientras imitan lo mejor que pueden el andar castrense. En la marcha van varios militares de La Fuerza de Tarea Conjunta Ciudad Tranquila (FTC-CIUTRAN) y varios policías, que gritan las consignas y levantan la mano derecha con convicción.
—¡Si no se van…! —grita Ángelo.
—¡Los matamos! —responden todos.
—¡Si no se van…! —repite Ángelo.
—¡Los matamos! —vuelve a contestar el gentío.
Entonces Ángelo se percata de que los estoy grabando. No están habituados a tener un periodista cerca en medio de sus múltiples y reiteradas reuniones y eventos. La mesura no está en el ADN de sus expresiones. Ángelo se voltea y les dice entre dientes: “Ey los sacamos’”, y con esta arenga políticamente corregida la marcha continua.
Ángelo es un hombre grande, moreno, de ojeras marcadas. Se gana la vida criando perros Pit Bull y renta varios automóviles a taxistas. El resto de su tiempo lo utiliza para administrar la Antigua Orden Dominicana que, dice, nació formalmente hace ocho años pero que creó en su mente desde que “tenía uso de razón”. Al principio el movimiento consistía en promulgar arengas por redes sociales, sin embargo, un empresario del que prefiere reservarse el nombre, le dio dinero y con eso Ángelo pudo salir de internet y comenzar a convocar a otras personas preocupadas por la supuesta nueva invasión de los haitianos.
—Ángelo, ¿qué significa Antigua Orden Dominicana, podrías explicarme el sentido de esas tres palabras? —le pregunto.
—Antigua, por nuestros antiguos valores, lo que nosotros fuimos, prácticamente nosotros tenemos 500 años de historia, fuimos los primeros en todo. Orden, porque traeremos orden a la patria, y dominicanos, porque significa guardianes de Dios.
Al menos dos de estas afirmaciones no son ciertas. La República Dominicana tiene poco más de 300 años, si contamos a partir de su emancipación en 1821, y la palabra dominicanos, definitivamente no significa eso. En realidad es una palabra que viene del latín y que se podría traducir como vasallos.
Pero la verdad tiene poco que ver con lo que está ocurriendo este domingo. Las banderas negras ondean en la capital. Los vecinos salen de sus balcones para felicitarlos y los haitianos, vendedores ambulantes en su mayoría, bajan la mirada cuando los manifestantes pasan a su lado. “Yo marcho porque quiero defender a mi país, estamos teniendo una invasión de vientres. Todas esas haitianas parturientas que vienen a parir acá. Nosotras no encontramos cupos en los hospitales ni en las escuelas para nuestros hijos”, dice Carmen, una marchista jubilada y enjuta que ondea una de las banderas. “Ellos nos invadieron y nos liberamos en 1844. En 14 batallas hemos luchado contra los haitianos, ¡14!”, dice. Le pregunto cuál fue la última de esas 14 batallas. “No, eso no sé, yo de historia si no sé mucho”, me responde.
Los marchistas, y casi toda la narrativa ultranacionalista, habla del breve tiempo de dominación haitiana en el siglo antepasado como si recién hubiese terminado ayer. Casi todos tienen presentes a los próceres y las grandes gestas independentistas, pero no sabrían decir cuántos años dominó el dictador Trujillo en República Dominicana (de 1930 a 1961). La mayoría hablan de tal forma que pareciera que, si no se defienden ahora, un ejército de haitianos caerá sobre ellos la otra semana tal como lo hizo en 1822.
La marcha se dirige hacia una escuela porque en redes sociales alguien escribió que en ella les estaban dando partidas de nacimiento a niños de padres haitianos nacidos en dominicana. Por ese rumor marchan ahora. Al llegar a las puertas comienzan a gritar y piden por megáfono que salgan los encargados. Se comienzan a poner violentos y uno de ellos sugiere que si no salen por las buenas le prenderán fuego a la escuela. Un hombrecillo abre una puerta metálica y sale. Los manifestantes gritan y chillan que quemarán el edificio, que los haitianos no les dominarán nunca más. Entonces se produce un momento confuso. El hombre los reconoce, levanta alegremente sus brazos, y se une a sus gritos y arengas contra los haitianos.
“¡No queremos haitianos aquí!”, dice a grito pelado el hombrecillo.
Ángelo se acerca al excitado señor, habla con él un rato, y nos anuncia a todos que se equivocó de escuela. Nadie ha dado ningún papel a ningún haitiano. “¡Pero la otra escuela está cerca!”, grita, tratando de mantener el ambiente eufórico del grupo. Avanzamos, dejando frente al portón al confundido celador, que nos despide con vítores, alegre de haber recibido tan memorable visita.
El sol es inclemente con la marcha y tardamos unos 25 minutos en llegar al objetivo señalado por Ángelo. Un muchacho cae desmayado. Un golpe de calor lo ha fulminado. Un grupo de mujeres lo socorre y le mojan la cara. Cuando el grupo está completo, se ubican de cara a la nueva escuela, vociferan sus arengas anti haitianas y amenazan a los directores. Pero los vecinos dicen que no hay nadie porque es domingo. No importa, gritan igual durante una hora. Todo indica que en esta escuela tampoco se le ha dado documentos a haitiano alguno, en buena medida porque en ninguna escuela dominicana se entregan estos documentos. Todo ha ocurrido en la cabeza de Ángelo Vásquez y sus seguidores de oscuros ropajes. No importa, en su imaginario, que los hermana con Juan Pablo Duarte y sus Trinitarios, la orden ha vencido. Este domingo han impedido la nacionalización de cientos de haitianos, y con esto detuvieron, aunque sea solo por hoy, la inminente invasión.
Antes de que el grupo se junte en una media luna y cante emocionado el himno nacional para cerrar el evento, un señor moreno y de gestos firmes toma el megáfono y entre chillidos grandilocuentes les recuerda a los dominicanos que no deben comprar verduras, ni agua ni fruta a los vendedores ambulantes haitianos, tampoco deben rentarles casas. Luego recuerda con nostalgia y arropado por el cariño del gentío al general Trujillo. “Si el ‘generalísimo’ todavía estuviera, otra suerte correría para los haitianos en suelo dominicano”, dice.
Esto último sí es muy cierto.
Perejil
En los primeros días de octubre de 1937 el dictador Rafael Leónidas Trujillo viajó a Dajabón para asistir a un evento protocolario. Cuenta la leyenda, con gran arraigo histórico en documentos y testimonios de la época, que ahí fue informado de que “una banda de haitianos habían violado la frontera y se habían robado muchas vacas”. El dictador entró en cólera y ordenó el exterminio de la población haitiana en toda la frontera y la zona norte de la República Dominicana. Según varios historiadores y varios libros de historia consultados para esta crónica, los generales se lanzaron a la caza de haitianos en toda la zona norte con la ayuda de cuadrillas de dominicanos civiles.
La idea era matar a la mayor cantidad posible, sin importar la edad o el género. Pero se enfrentaban a un problema: ¿cómo diferenciar a un negro haitiano de uno local? Los militares y campesinos dominicanos resolvieron este problema de forma práctica. Al llegar a un lugar le pedían a los negros que pronunciara la palabra “perejil”. Los haitianos, de lengua francófona, no conseguían pronunciar la erre suave y entonces eran asesinados. No hay consenso entre los historiadores, pero los cálculos oscilan entre 5,000 y 25,000 personas asesinadas en aquella masacre de 1937. Para los arqueólogos e investigadores forenses ha sido un problema estudiar este evento, ya que los documentos con las órdenes de asesinato, y los partes militares fueron destruidos, y la gran mayoría de cuerpos arrojados al río Masacre. La historia recuerda esta matanza como “La masacre del perejil”. Esa palabra, perejil, es aun palabra mala en la frontera.
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Rony llegó tarde a nuestra primera cita. Quedamos de vernos en un centro comercial a finales de febrero, pero fue muy difícil que me dijera exactamente en qué negocio podría encontrarlo. Es un hombre joven, no se llama Rony, es haitiano y trabaja para una organización prodefensa de los derechos de migrantes haitianos y afrodescendientes en República Dominicana. Es desconfiado y en nuestra primera reunión apenas logro sacarle alguna información sobre la situación de los haitianos. Me dijo que era muy peligroso para él estar en el centro comercial conmigo, dijo que lo siguen, que hombres de negro lo siguen y le toman fotos. Aseguró que su organización, de la que no puedo decir su nombre por seguridad, ha sido amenazada, que le han ofrecido la muerte. Que han linchado a más de un haitiano en los barrios. Hablamos poco más y se fue.
Nuestro segundo encuentro en abril de 2024 es aún más extraño. Me cita ya entrada la noche, a las afueras de Santo Domingo, en una KFC anexo a una gasolinera, en medio de una larga carretera. Llega tarde de nuevo y me cuenta que él mismo ha sido víctima de la Antigua Orden Dominicana. Me dice que la organización en la cual milita ha dejado de organizar eventos puesto que gente que se presentan como miembros de la orden le llaman y les dicen que los van asesinar. En 2023 un conjunto de oenegés planificaron una maratón donde correrían, juntos, haitianos y dominicanos como una forma de integración entre las dos culturas de la isla, pero tuvo que ser cancelada. “Las amenazas eran serias y decían que se iban a montar en un carro y nos iban a atropellar”.
Lo mismo pasó en octubre de 2022 cuando miembros de la orden, junto con policías y agentes migratorios agredieron a Rony y al menos a una decena de activistas más. Varias organizaciones pro defensa de los derechos de los migrantes han asegurado haber sido amenazadas por integrantes de la orden y señalan a Ángelo Vásquez como el principal responsable. Lo mismo ha afirmado el reconocido periodista televisivo Mariano Zapete, quien denuncia que luego de sus declaraciones contra el racismo y la xenofobia que sufren los haitianos recibió amenazas de muerte. Basta darse una vuelta por la cuenta de Instagram de la Antigua Orden Dominicana para ver fotos de Rony, del periodista Zapete, y de muchos más, acompañados de leyendas violentas, señalándolos como traidores a la patria. En algunas de esas publicaciones, Ángelo se graba a sí mismo hablando sobre temas migratorios y políticos como la construcción del muro, el cual le parece poco más que una pantomima: según él, ese muro debería ser más grande y estar protegido por más soldados. En sus redes la orden publicó un afiche que decía: “Hermano dominicano, el muro eres tú, el muro soy yo”, haciendo alusión al deber patriótico de expulsar a sus vecinos del país.
Rony está muy nervioso y me entrega unos documentos en donde sistematizan testimonios de haitianos que aseguran haber recibido violencia. Hay también datos sobre todo tipo de atropellos en el proceso de deportaciones y en los centros de confinamiento, pero Rony de pronto se calla. Ve hacia abajo y esconde su teléfono. Dos hombres con camisas militares negras han entrado al local y sin ningún disimulo nos toman fotografías. Hago lo mismo, les disparo un par de fotos y ellos se voltean para esconder la cara. Sus chalecos antibalas dicen A-2. Son del servicio de inteligencia de la Fuerza Aérea Dominicana. Guardamos nuestras cosas y nos vamos, casi no queda nadie en el local.
***
En marzo de 2024, entre mis dos encuentros con Rony, fui a la librería más grande de la capital dominicana. Inculcar el racismo, la idea de que el “nosotros” sea sustancialmente mejor que “los otros”, es un esfuerzo colectivo. No puede ser una idea suelta, debe ser estimulada y sus manifestaciones premiadas. Ya había visto la maquinaria de odio en el terreno, con quienes hacen violencia y con quienes la reciben, en la televisión y las redes sociales. Faltaba conocer la parte ideológica, siempre la hay. La doctora en historia y especialista en historiografía dominicana María Gonzales Canalda, escribió en un artículo que los libros de texto que se usan en las escuelas dominicanas presentan un fuerte sesgo hacia la parte haitiana de la isla, planteando que fue un espacio colonizado por corsarios y piratas. Quería saber, además de lo que les obligan en las escuelas, qué pueden leer los dominicanos sobre sus vecinos.
Pedí a la dependienta que me buscara todos los libros sobre Haití y la historia del pueblo haitiano y regresó con un paquete pequeño. Entre el paquete estaba, con descuento por ser producción nacional y para estimular su lectura, El peligro haitiano, del autor Hugo Ysalguez. Es un exjuez, analista político y consultor de la secretaría de Cultura, que habla de la inminente destrucción de la sociedad dominicana a manos de los migrantes, quienes, por cierto, son parte de un plan bien orquestado por parte de terribles mentes haitianas para una nueva y sigilosa invasión. En esta obra se pueden encontrar capítulos como “Yo deporté haitianos”, “Ocupación haitiana” o “Amenaza haitiana” y “No somos Haití”.
La dependienta me recomendó mucho llevar, también con descuento promocional, Haití y la República Dominicana. Un origen dos destinos en donde el autor, un exministro del interior e historiador empírico, con un revestimiento histórico más sofisticado que el anterior, desarrolla en 500 páginas la necesidad de separar en dos la isla y no mezclarse. Acá el lector podrá encontrar capítulos como “Haití: amenaza mortal”, “Haití: ¿Bandolero o víctima?” y “¡mucho cuidado!”.
El éxito de estos esfuerzos ideológicos terminan en que una población subyugue a otra, y que la gente se odie entre sí. En el proceso suceden cosas, terribles cosas, como las que le ocurrieron a Denisse.
Denisse
Denisse va por el mundo con la piel en carne viva, y cuando se vive de esa manera, todo, incluso los abrazos, duelen.
La conoceré porque en su afán por convencerme sobre la gran invasión de haitianos y del peligro que corren las familias dominicanas, Ángelo Vásquez, el líder de la Antigua Orden Dominicana, me dijo que debía visitar Aminilla y hablar con Denisse sobre lo que ocurrió el 4 de septiembre de 2023.
Aminilla está, según los mapas, a 45 minutos de Dajabón por una carretera considerada como solitaria y peligrosa. Para llegar hasta ahí contrato una moto concho, así le llaman a los taxistas de moto que por el equivalente a cinco dólares te llevan donde sea. Mi chofer se llama Adriano. Vamos a toda velocidad en su moto china, la misma en la que hace un par de años cruzaba haitianos desde su lado de la frontera hasta el interior de República Dominicana. El paisaje es hermoso, desolado, pero hermoso. Los pastizales se pierden en el horizonte. Al final el viaje dura casi tres horas, donde las últimas dos han sido por calles de barro con inmensos agujeros.
Aminilla es un típico pueblo tranquilo con casas lejanas unas de otras. Mi contacto se llama Manuel Then. Es un miembro nuevo de la Antigua Orden Dominicana. Cuando encontramos su casa, Adriano me cobra y se va, no sin antes quejarse por estar metido en esas lejanías.
Manuel Then es de unos 60 años, se mueve despacio y escucha con atención. Manuel ha sido ganadero toda su vida, ahora tiene además un pequeño supermercado en Dajabón. Me lleva a la parte de atrás de su casa donde tiene una mesa al aire libre y me sirve el café más rico que he probado jamás. “Los haitianos son un mal necesario”, me dice. Cuenta que siempre han estado acá, hasta Haití solo hay 37 kilómetros y por estos lados no han construido muro. Pero no fue hasta los años noventa cuando comenzaron a recibir oleadas de migrantes en busca de trabajo. De eso acá había mucho. “Todo el trabajo de la agricultura y todo el trabajo del ganado lo hacen los haitianos”, me dice Manuel.
El 4 de septiembre de 2023, Manuel terminaba su desayuno cuando una vecina le gritó desde la calle: “¡Manuel, han matado a Papito, han matado a Papito!”. Papito es el sobrenombre de Ramón Medina, quien era el esposo de su prima, y un hombre respetado en la comunidad. Fueron además compañeros en la escuela. Según Manuel, Papito trabajó en los Estados Unidos, hizo una masa de dinero y regresó a comprar ganado. Pero era hombre de hacer, y se fue con su esposa, prima de Manuel, a vivir a unos cuantos kilómetros del pueblo. Ahí crió un formidable hato de vacas lecheras y ahí formó una familia.
“Quien mejor le puede contar esto es Denisse, ella se salvó de la masacre porque ella estudia en Santiago, no estaba en casa”, me dice Manuel y me lleva en su moto hasta una casa en el centro del pueblo.
En una silla de madera, desde lo profundo de la oscuridad, está sin estar Denisse. Es una muchacha de 20 años, blanca y rolliza. Su cara se ha quedado estancada en una mueca sin emoción y me mira como si estuviese viendo a alguien o algo desde muy lejos. Sus abuelos la acompañan, se sientan a escuchar lo que Denisse va a contarme y a la abuela se le mojan los ojos aun antes de que empiece a hablar. “Yo estaba en el baño, preparándome para ir a la universidad, cuando mi compañera me tocó la puerta, bien fuerte, y ella nunca hace eso”. Lo siguiente que le dijo fue: “Denisse, tu familia”.
Según documentos judiciales presentados en un juicio, esto es lo que le ocurrió a la familia de Denisse.
La mañana del 4 de septiembre, como todos los días, Papito salió de su casa a las 5 de la mañana y caminó los 15 metros que la separan del cobertizo donde sus vacas le esperaban con las ubres llenas de leche. Las vacas de Papito lo conocían, él las iba llamando una a una por su nombre y ellas le ofrecían sus ubres para que las vaciara. Mientras esperaba a Ekenlen Cherolous, a un haitiano que trabajaba con él cuidando el ganado, lo capturaron. Eran cinco hombres, todos haitianos. Le pegaron en la cabeza y lo amarraron con un lazo color marrón.
El grupo marchó a la casa. Ahí le dispararon en la cabeza a Charlo Veloz Quezada, un amigo de la familia que durmió ahí esa noche para ayudar en el trabajo del ganado. No debe haber sentido, todavía dormía. El tiro le juntó los sueños con la muerte. Hicieron lo mismo con Chistofer, uno de los dos hermanos de Denisse: también lo mataron en el catre. A Carmelina, la sacaron de la cama y la llevaron hasta la cocina junto con Christian, el otro hermano de Denisse. Le ordenaron a Christian que fuera a su camión, estacionado frente a la casa, y sacara el dinero que ellos sabían que tenía guardado. En el camino suplicó al haitiano que lo conducía, picándolo con la punta de un puñal, que no mataran a su madre, que lo mataran él. Pero el haitiano le dijo: “No soy yo el que manda, es el otro, el que tiene la pistola. Ese odia a los dominicanos, los va a matar a todos”. Se refería a Pacheco Beltrán, el líder de la banda.
Christian escuchó un grito, una pelea y varios balazos. Su madre estaba muerta. A él, Pacheco Beltrán le dijo: “Yo voy a matar a todos los dominicanos de la frontera. Son unos malditos”. Y le disparó. El tiro lo dejó inconsciente unos minutos. Cuando se despertó corrió dando traspiés hacia el cuarto de sus padres y tomó la escopeta de su padre. Pero la casa es pequeña y el arma es de cañón largo, así que no pudo maniobrar ni apuntar y se la quitaron. Luego le volvieron a disparar y lo dieron por muerto.
Ekenlen Cherolous, el ayudante de Papito, llegó al potrero y se encontró a su patrón amarrado pero vivo, corrió a la casa y se encontró con cinco hombres llenos de sangre, con una pistola, un cuchillo y la escopeta de Papito. Le apuntaron, y Pacheco Beltrán le dijo: “No te mato porque eres haitiano”, y se fue rumbo al cobertizo, donde le dio varios disparos a Papito en la cabeza, quien murió frente a los ojos grandotes de sus animales.
Ekenlen es joven, de una edad indescifrable para Denisse. Ha sido fiel a la familia durante varios años y la lealtad le hizo quedarse, a pesar que los matadores le ordenaron huir de ahí. Aquella mañana corrió a la casa con la esperanza de salvar a alguien y se encontró a Christian, quien aun con dos tiros en el cuerpo, y sin más armas que sus manos, quiso perseguir a los asesinos de su familia, pero las fuerzas le traicionaron y se desplomó. Ekenlen corrió al pueblo. Es una carrera larga, en cuestas y barrancas, y llegó gritando. El grito se multiplicó y llegó hasta una mujer que corrió hacia la casa de Manuel Then: “¡Manuel, han matado a Papito, han matado a Papito!”.
Christian sobrevivió y fue él quien contó esta historia y quien, junto con Enkelen, identificaron a los asesinos en el juicio.
Le pido a Denisse si me puede enseñar la casa donde creció, la casa donde masacraron a su familia. “Podemos entrar pero no quiero que tomes fotos a donde ellos quedaron”, dice. El olor es fuerte, la casa ha estado cerrada. “Son las ratas. Es olor a rata muerta, porque les ponemos veneno”, dice Denisse, pero ahí no hay ratas, ni veneno. La cuchilla de afeitar de Papito todavía permanece colgada en el baño, como esperando a su amo. Los abuelos de Denisse han puesto cruces en el lugar exacto donde quedaron los cuerpos. Afuera de la casa las vacas son ordeñadas ahora por un mozo nuevo, mientras mugen suave y largo, como una corneta.
“Mi mamá siempre fue buena con los haitianos. Cuando cruzaban por acá siempre les sacó comida caliente y agua. Mi papi siempre les dio trabajo, nunca se les trató mal. Yo siempre estuve en contra del racismo y esas cosas. Pero ahora lo entiendo”, dice Denisse.
Su abuela se lamenta no haber hecho más. “Yo le dije a mi hija que se saliera de ahí, que era muy peligroso, que ya la muerte andaba cerca”, dice con la mirada en su taza de café. Una semana antes de la masacre, Oso amaneció muerto, con espuma en la boca. Era una cruza de pastor alemán, un perro guardián de buen tamaño. “Después de lo de Oso yo le dije que se vinieran para acá, pero me dijo que ella tenía mucho trabajo y que Papito tenía sus armas y que estaban bien, y mire Juan lo que vino a pasar”.
Quién sabe por lo que tuvo que pasar el haitiano Pacheco Beltrán para odiar tanto a los dominicanos, para matarlos de esa manera. Sí sé lo que Denisse y lo que queda de su familia, han pasado para abominar a los haitianos; y no tengo los cojones, ni la cara dura, ni la imprudencia suficiente para comentarles que ahora ellos se han convertido en racistas.
Fogatas
Los Trinitarios de Manzanillo han capturado diez personas. Ahora, con la oscuridad de la noche sobre nosotros, es más complicado localizar a sus presas. Pero los trinitarios llevan un año cazando haitianos y ya han aprendido algunos secretos. Los haitianos generalmente están por debajo de los dominicanos más pobres, representan el piso del sótano en términos de escala social económica. Una de tantas cosas que ellos no compran es gas. “Si tú quieres pillar un haitiano en la noche tienes que buscar el fuego”, me dice uno de los trinitarios. Los sigo hasta una pequeña altura desde la cual se ven varias hogueras. Quizá son los hombres jóvenes que escaparon de los barrios ante la presencia trinitaria.
Nos dirigimos a una de esas luces. Es una construcción abandonada. Ñaño se lleva el dedo a los labios. Shhh. Avanza despacito. Al acercarnos escuchamos como truena la leña al conocer el fuego. Otros trinitarios rodean el lugar. Ñaño y el capitán Talavera entran. Ñaño lleva el revólver en la mano. Unos ojos asustados nos reciben, dos niños pequeños buscan la protección de una mujer joven, ella solo puede cargar a uno, el otro debe conformarse con la protección que le da una falda. “Bon soir”, dice el capitán. Una mujer mayor cocina unos vegetales indescifrables en una olla vieja y ennegrecida. A los pequeños les dio hambre, protestaron, la abuela hizo fuego para hacerles un potaje, los trinitarios vieron el fuego. Se podría decir que a esta familia la delató el hambre.
Están rodeados. El hombre del grupo se pone de pie, poco puede hacer, son muchos y está desarmado. Opta por la estrategia de los vencidos. Les saluda y les sonríe, su mujer hace lo mismo, ambos abren grande la boca en sonrisas nerviosas. Más pareciera que mostraran al capitán Talavera su dentadura. Solo la abuela no sonríe, lo mira a los ojos, seria, impávida. El capitán los examina. Ñaño, el psicólogo y otros trinitarios inspeccionan entre las ruinas de este lugar en búsqueda de alguna otra presa escondida. La pareja de haitianos sigue sonriendo, cada vez con la boca más abierta. La abuela no le quita los ojos del rostro. El capitán Talavera les dice que se mantengan alerta, que si ven algún haitiano nuevo se lo reporten, que no se metan en problemas. Nos dice que nos retiremos. Al parecer estos no son “haitianos nuevos” de los que cazan los trinitarios y los dejan en paz por esta noche. Ñaño mira la comida que prepara la abuela y dice: “Qué porquería”.
Seguimos la ruta. Atravesamos el pueblo en las motos y la gente que toma cervezas afuera de las tiendas les gritan porras a los trinitarios. Un muchacho de camiseta desmangada grita: “¡Dale un par de batazos a esos haitianos de mi parte, Ñaño!”. Los trinitarios hacen sonar las bocinas de sus motos y unas señoras, sentadas en el porche de sus casas les aplauden y vociferan: “¡Esos son los trinitarios!”.
Aparcamos frente a una casa blanca de verja negra. Un hombre moreno y larguirucho sale a saludar. Es el alcalde electo, Enercido Metz, del Partido Revolucionario Moderno, el mismo que el del acalde de Dajabón y el presidente, Luis Abinader. El alcalde anterior, el que denunció a los trinitarios, recibió muy pocos votos. Este, quien se presentó a la campaña bajo el lema El cambio que une, prometió darles todo el apoyo y de ser posible ayudarles a replicar este modelo en otros pueblos de la frontera. Los trinitarios y el alcalde mantienen una conversación impostada, algo que muy difícilmente sucedería de no estar yo acá. Básicamente se hacen cumplidos y se dicen formalismos. Hablan del gran problema haitiano. Me cuentan que el alcalde saliente quiso desarticular al grupo, dicen que le ofreció un mejor salario y mejor puesto a Ñaño con tal que dejara el grupo, pero que él siguió fiel.
—Yo soy negro, pero yo tengo mis valores y yo este grupo no lo dejo mi por todo el dinero del mundo —dice Ñaño.
—¿Y porque tú te hablas así tan feo? —lo interrumpe el alcalde con tono paternal. —Yo no miro el color, para mí todos somos iguales.
Les pido posar para una fotografía. El alcalde entra a la casa corriendo y se pone una camisa blanca de cuadritos. Los trinitarios se quitan los pasamontañas y esconden las armas.
Frontera Masacre
El 20 de junio de 2024, cuando ya había salido de la isla de La Española, recibo un video del capitán Talavera. Está parado junto al agente Winston Espinal, alias Ñaño, y junto al jefe de la policía de Pepillo Salcedo. Desde la oficina municipal, Talavera anuncia su nueva investidura como policía municipal. El alcalde, Enercido Metz, cumpliendo sus promesas de campaña, ha puesto una placa en el pecho del jefe de Los Trinitarios.
La Antigua Orden Dominicana ha unido fuerzas con varios funcionarios, altos mandos militares y policiales y con varios partidos políticos. En mayo de 2024 organizaron una concentración frente a la sede de Naciones Unidas en Estados Unidos para pedir que la ONU abandone la idea de instalar campos de refugiados haitianos en República Dominicana.
Manuel Then, el ganadero bonachón, el hombre que nunca ha usado armas y quien ha dado por décadas trabajo a los haitianos, tiene un nueva misión como miembro de la orden: formar y dirigir un grupo para la captura y expulsión de los haitianos de Aminilla al estilo de Los Trinitarios Hijos de Manzanillo.
Denisse sigue en el mundo con la piel en carne viva. “Son una raza de tarántulas”, me dijo aquel día de marzo después de hablarme sobre su familia masacrada. En ella termina la cólera antigua, macerada y trasmitida de los esclavos africanos, traídos a la isla, las invasiones, las guerras entre franceses y españoles, los muros, los canales en el río. En ella se juntan los machetes, la explotación, las dictaduras, el perejil, las jaulas rodantes, el racismo. Todos esos odios que han construido la Frontera Masacre. Sentada en el porche de su casa, mirándome sin verme, dijo: “Son una raza sanguinaria. Por eso les llegan todas las maldiciones, y los huracanes y los terremotos y las hambrunas… son una raza de tarántulas”.
FIN
Frontera Masacre es una serie de Redacción Regional y Dromómanos.
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).