El filme de Bustamante se plantea una interrogante qué tal vez puede ser formulada así: ¿Cómo sería convivir con un criminal de guerra al que su pasado, en forma de maldición o memoria, termina por alcanzar incluso a su familia? Su respuesta es recurrir al lenguaje fílmico para invocar al mito y expresar, desde los códigos del terror psicológico principalmente, el rompimiento al equilibrio natural que representa la injusticia.
Un general condenado por genocidio y luego absuelto. La familia del general confinada en su casa, después de que este burlara la sentencia. Y la venganza, acaso la justicia, en forma de una trabajadora del hogar que traerá las vivencias de la guerra al seno de esa familia. Tres ideas que juntas dan cuerpo a La llorona, el tercer filme del cineasta guatemalteco Jayro Bustamante, una película que, desde los códigos del terror psicológico con toques de drama histórico y elementos sobrenaturales, nos lleva al horror de convivir con un criminal de guerra.
Para el espectador guatemalteco la figura de un general condenado por genocidio en una corte local, y más tarde librado del fallo por acción de una instancia superior, no es una figura de la ficción, tiene un nombre: Efraín Ríos Montt, general golpista y jefe de gobierno entre 1982 y 1983, condenado en mayo del 2013 por el delito de genocidio contra el pueblo ixil y cuya sentencia fue anulada por la Corte de Constitucionalidad diez días después de haber sido emitida.
Vi esta película en una sala de cine tras muchos meses de no acercarme a una por las restricciones de la pandemia. Y los primeros murmullos de la sala eran sobre si el actor (Julio Díaz) que personifica al general Enrique Monteverde de la película, se parecía a Ríos Montt o no, o si tal otro actor era semejante al abogado defensor del militar. Pronto, esos murmullos fueron quedando atrás. Creo que el sueño lúcido, la pesadilla lúcida, en la que nos introduce el filme provoca sumergirse en lo universal de una historia, en apariencia, tan específica de estas tierras.
Hago una última referencia a la realidad de la que bebe la cinta. En enero de 2012 pude asistir a la audiencia de primera declaración del general Ríos Montt. Era de noche y recuerdo subir por los ascensores de la Torre de Tribunales con una profunda sensación de irrealidad, cruce los pasillos oscuros siguiendo el rumor de las voces y flashes de las cámaras. En un rincón de la sala atiborrada se alcanzaba a ver la espalda encorvada y las canas de un anciano. También recuerdo haber pensado lo pequeño y frágil que parecía en persona, cuánto distaba ya de la figura febril y en uniforme de camuflaje que aparece en los videos de su gobierno de facto, aquella figura que decía “vamos a matar, pero no a asesinar”.
Años después, charlando con otros colegas periodistas sobre el juicio nos preguntábamos qué pensaría la nieta del general del papel de su abuelo en la historia. Yo defendía que, a lo mejor, viviría siempre en una burbuja, en un relato donde su abuelito había salvado a la patria y había sido castigado por “los excesos” de sus subalternos. Para ella, tal vez, sería un vago recuerdo mientras miraba sus fotos sentada en su regazo.
El filme de Bustamante se plantea una interrogante parecida, que tal vez puede ser formulada así: ¿Cómo sería convivir con un criminal de guerra al que su pasado, en forma de maldición familiar o memoria, termina por alcanzarlos? Su respuesta es recurrir al lenguaje fílmico para invocar al mito y expresar, desde los códigos del terror psicológico principalmente, el rompimiento al equilibrio natural que representa la injusticia.
La llorona hace esto desde el minuto cero. La primera escena comienza con un primer plano de la esposa del general, Carmen, dirigiendo una oración por su marido. La toma se abre mostrándonos al núcleo familiar e incluyendo a las trabajadoras del hogar de la familia de Monteverde.
Tradicionalmente se dice, en el lenguaje cinematográfico, que cuanto más cerrado es un plano más emoción transmite, sobre todo si enfoca un rostro, y cuanto más abierto es más información aporta. Desde los primeros segundos del filme entendemos que esta será, sobre todo, aunque no exclusivamente, la historia de una familia y que la carga dramática recaerá en las mujeres que lo integran. Cómo lidia una familia con los crímenes del pasado de su “pater familias”, su patriarca. Del relato personal se desprende naturalmente el componente político. Como un microcosmos que abarca una entidad más grande.
El general es también el macho dominante, el opresor que puede disponer de la vida de los integrantes de la familia. La violencia sexual de la guerra civil en Guatemala atraviesa toda la obra, siendo uno de los elementos, en forma de deseo/agresión, que ayudan a caracterizar a este personaje.
En el filme para desarrollar el relato se recurre a códigos del cine de terror, que se ajustan también a los presupuestos limitados. Las salas de tribunales, los pasillos, están poco iluminados, son opresivos. Los planos sobre los manifestantes contra la absolución del general que rodean la casa se cierran para brindarnos detalles de la procedencia del personaje, de su etnia, del familiar desaparecido o de la causa reclamada. Los cantos y consignas son el ruido de fondo omnipresente en la película.
«¿Cómo sería convivir con un criminal de guerra al que su pasado, en forma de maldición familiar o memoria, termina por alcanzarlos?».
La acción se concentra en una casa rodeada, algo que remite en cierta forma a “La noche de los muertos vivientes” (Night of the living dead) de George Romero, de 1968, un clásico del cine de terror. En donde paradójicamente el mayor peligro no se encuentra afuera, sino adentro, el miedo al otro, al diferente, al enemigo interno se procesa en varios niveles en La Llorona.
El miedo, en el fondo, carcome al general. Lo acorrala por las noches, lo rodea como la penumbra en su casa, como la vejez o la enfermedad que lo acechan. Lo asfixia como la humedad que se infiltra en su cuarto. Sus muros, sus armas, sus abogados no lo protegerán del alcance de sus actos.
Pronto en el filme se establece que el principal espacio de acción será la casa cercada por los manifestantes que piden justicia. Y en este punto es que el mito entronca con el relato. El mito, contrario a lo que se dice en el lenguaje popular, no es sinónimo de mentira, sino simplemente una explicación figurativa de un fenómeno complejo recurriendo a menudo a figuras sobrenaturales.
En uno de los mitos fundadores de la civilización occidental se relata que las Erinias (o Furias) eran diosas de la venganza que tenían una necesidad insaciable de vengar todo tipo de injusticias que los dioses y los mortales cometían entre ellos dentro del seno familiar.
Las Erinias, por ejemplo, persiguen a Orestes en la tragedia griega luego de qué, para vengar el asesinato de su padre mata a su madre, la instigadora del crimen. Solo después de ser enjuiciado Orestes y recibir su castigo se libra del acecho de estas. Es decir, solo la aplicación de la justicia rompe el círculo vicioso de crimen y venganza, e instala a la justicia de los tribunales como una forma de terminar con ese ciclo.
En La Llorona hay una suerte de reelaboración del mito, en este caso recurriendo a la leyenda prehispánica alrededor de esta figura. En la tradición mesoamericana, refundida probablemente durante la Colonia, La Llorona es una mujer vestida de blanco, un ser espectral que habita cerca de los ríos, que ahogó a sus hijos y que ahora vaga llamándolos: Kib’i ri wäln (¡Mis hijos!, en kaqchikel en la cinta), que atrae a los hombres y los conduce a la muerte.
Las leyendas coloniales recogen a la figura de la Llorona, y la refunden con la tradición hispánica, como una suerte de advertencia contra el infanticidio y una forma de castigo a los hombres que se dejan seducir por la lujuria que inspira.
En el filme el mito sufre una suerte de sincretismo, y el personaje de Alma, interpretado por María Mercedes Coroy, es una especie de Llorona/Furia que de alguna forma busca instaurar la justicia negada. Aparece en la casa del general como una trabajadora del hogar luego de que la condena al militar fuera anulada y sus empleados se alejaran de la casa por miedo, y se instala en el seno de la familia. Su belleza despierta el deseo, pero su presencia representa sobre todo a la venganza, en forma de memoria del horror, después de una justicia negada.
Sobre el mito de La Llorona, fray Bernardino Sahagún escribe en la Historia general de las cosas de Nueva España, una crónica elaborada algunos años después de la conquista de México. El fraile relata que había historias de la figura de una mujer que recorría las calles dando gritos lastimeros, y que era uno de los presagios de la conquista y caída del imperio mexica de Tenochtitlán.
Escribe al respecto Eduardo Matos Moctezuma, en un artículo en Arqueología Mexicana: “El mismo fraile la nombra Cihuacóatl (mujer serpiente) o Tonantzin (nuestra madre) y apunta: “Decían que de noche voceaba y bramaba en el aire…”.
En la película el personaje de Alma es caracterizado por el color blanco de sus ropajes, el intenso oscuro de sus cabellos y su cercanía al agua, uno de los símbolos universales de la vida, pero que en el filme y la leyenda de La Llorona, remite a la muerte. El blanco es justamente el color de uno de los caminos que conducen a Xibalbá, el reino del inframundo maya. Mientras que como animal acompañante tiene a una rana, un ser anfibio, entre la tierra y el agua, o como ella, entre la vida y la muerte.
Alma es joven, es bella, arrastra consigo una pérdida fundamental provocada por la guerra y tiene por contraparte a Carmen, interpretada por Margarita Kenéfic, una mujer mayor y esposa del general, en cierta forma su antítesis por etnia, clase social y edad. Entre ellas, con distintos grados de participación, Natalia (Sabrina de la Hoz) la hija del patriarca quien se permite dudar sobre las acciones de su padre, Sara (Ayla-Elea Hurtado) la nieta y Valeriana (María Telón) la jefa de los empleados del hogar y con una probable cercanía a la familia. Todas en alguna medida definidas por su relación con el general Monteverde, pero cuya carga dramática estriba en las relaciones entre ellas y el peso de los crímenes del general para su presente.
La cinta es exigente con el espectador. Aunque recurre a algunos códigos del cine de terror y psicológico, como los planos subjetivos, o los simbolismos alrededor de la muerte, el filme se construye sobre todo como un drama familiar, con tintes sobrenaturales. Demanda brindarle atención a la suma de elementos en el relato. En buena medida el terror que propone es psicológico, la creación de una atmósfera de opresión en donde se irán filtrando elementos sobrenaturales.
Esta construcción se aleja de los “jump scare”, los sobresaltos empleados a menudo en las películas de terror comerciales, y enfatizados con efectos de sonido o música para machacar ciertas secuencias. Algo que se nota en su ritmo lento, sobre todo en el último tercio de la película (escuché más de algunos ronquidos en la sala de cine), pero que acelera en su recta final.
La Llorona no es una película para pasar sustos de ocasión, vistos ya una y mil veces. Tampoco un drama histórico que busque recrear el juicio, condena y absolución de Ríos Montt. Su apuesta es otra: utilizar elementos del terror psicológico y sobrenatural, y reescribir una figura legendaria del folclor mesoamericano para mostrarnos el infierno doméstico de convivir con los crímenes de sangre sin castigar, con las culpas que persiguen de una generación a otra a los perpetradores y la posibilidad de romper ese ciclo.