El autoritarismo se ha sumado a la precariedad económica, el cambio climático y la violencia para convertir Centroamérica en una maquinaria todavía más precisa de expulsar gente: los centroamericanos refugiados y los que solicitan asilo han aumentado un 70% en los últimos años. La represión de Ortega en Nicaragua ha mandado al exilio a más de 200,000 personas, Bukele amenaza a cualquier voz crítica y Giammattei persigue a los fiscales que buscan destapar la corrupción en Guatemala. En medio de esta diáspora masiva, Estados Unidos ha endurecido las leyes para impedir que los migrantes crucen sus fronteras. México, el tercer país con más solicitudes de refugio en el mundo, es cada vez más el final del trayecto para muchos.
En su primera noche en Ciudad de México, Bertha María Deleón encontró techo para ella y su hija de seis años en la casa provisional de otro salvadoreño que también ha sufrido la persecución de Nayib Bukele. Unas horas antes habían aterrizado en el aeropuerto de la capital mexicana rodeadas de agentes de la Organización Internacional de Policía Criminal (INTERPOL) para enfrentar un juicio en el que estaba en juego que su hija regresara con su padre a El Salvador. “Tengo mi propia amenaza personal combinada con la amenaza política”, dice en otro departamento tres días después de que la jueza le diera la razón. A Bertha María Deleón se le quiebra la voz recordando cómo en los últimos años pasó se de ser una abogada de éxito que tenía entre sus clientes a Bukele —y que estuvo en las quinielas para convertirse en su ministra de Seguridad—, a una refugiada que se pregunta cuántas veces más tendrá que buscar una ciudad para empezar de nuevo; una casa para vivir. Cuándo encontrará una escuela para su hija, a la que le tiene que explicar por qué no regresarán a su país, y cuándo verá de nuevo a su otro hijo, de 17 años, que está en El Salvador y hace tiempo que no le contesta los mensajes. Cómo a sus 43 años podrá conseguir trabajo defendiendo a otros si es una abogada que pasa el tiempo escondiéndose y defendiéndose a sí misma. Hasta dónde llegará el acoso del presidente de El Salvador y otros miembros del gobierno. Y cuántas veces puede volver a levantarse.
“Bukele no ignora que soy mamá, sabe de mis hijos. Él es responsable del 80% de lo que me pasa. Eso es lo más doloroso, yo creo que no podemos llegar hasta tanto, a tocar niños, ser capaces de que vale todo por una venganza política”, dice.
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Deleón fue detenida por la Interpol el 4 de mayo pasado en Monterrey, una ciudad al noroeste de México, muy lejos de Islandia, su meta cuando huyó de El Salvador.
En sus últimos meses en su país dice que la pusieron en un “jaque mental”. Un día, denuncia, dejó a su hija en la clase de gimnasia y cuando regresó al coche le habían robado la computadora “para decirme que estaban encima”. Está convencida de que sus teléfonos estaban intervenidos con el programa de espionaje Pegasus. Dice que tres veces por semana un dron volaba encima del patio de su casa y cuando iba a correr a la universidad de la UCA, el dron también estaba ahí. Las motos persiguiéndola eran una constante cada vez que salía de casa. “Yo sola me puse a investigar los países que me podían dar asilo, los requisitos. Hacerme mi mapa. Así comencé yo a despedirme de la gente, sin decirles, pues. Los invitaba a mi casa, hacíamos una comida y ya”.
Su último intento por incidir en El Salvador fue presentar su candidatura como diputada de un partido de oposición en las elecciones legislativas de febrero de 2021. Pero tres meses después de haber perdido, ya tenía cuatro investigaciones abiertas por la Fiscalía oficialista. “Ese día tiré la toalla. ¿Qué vas a hacer? Yo dije, no hay garantías judiciales… ¿voy a ir a denunciar con el fiscal que él impuso? Los juzgados ya están cooptados”.
Hoy enfrenta otras dos causas porque el padre de sus hijos la denunció por emprender el exilio con su hija. Consultado sobre el procedimiento de Interpol en México, Roberto Carlos Navas, padre de los hijos de la abogada, dice que no dará declaraciones. “Se supone que los casos que involucran niños tienen reserva, y no debo hablar de detalles”.
Cuando Deleón salió de El Salvador, su primera parada fue Disney. Quería darle a su hija un poco de magia antes de los tiempos duros que sabía que vendrían. El plan era estar unos días con una amiga en San Francisco, de ahí volar a Nuevo York y llegar a Islandia. Finalmente, las redes de apoyo le consiguieron un alojamiento en Oaxaca, en el suroeste de México. Ahí guardó cinco meses silencio. Luego llegó a Monterrey, a casa de otra amiga, donde tenía una oportunidad laboral y se puso a buscar escuelas para su hija. La semana pasada, cuenta, una agente de la INTERPOL llamó a la puerta de la casa donde se hospedaba presentándose como una niñera que buscaba trabajo.
“Para entrar en el fraccionamiento los agentes de INTERPOL le dijeron a la junta directiva que me estaban buscando por pornografía infantil”, denuncia. “Luego cómo vas a creer que lo que se supone que quieren es que la niña tenga comunicación con su papá y te van a atravesar el carro en una carretera donde cualquier cosa puede pasar. Pudimos haber tenido un choque con el que venía atrás”, dice sobre el momento de su detención. “Mi hija gritaba. Gritaba como loca: ¡No, no me lleven! ¡Por favor, mamá! Fue una cosa espantosa… me ha costado. Y me va a costar que se recupere. La está marcando también”.
Deleón está convencida de que el operativo de los policías solo se entiende por la influencia política de Bukele. La convencen las palabras que, denuncia, le dijo una oficial de Interpol, mientras ella y su hija estaban en custodia. “Cuando nos escoltaron al baño, ella me dijo: ‘tranquilícese. ¿Qué problema tiene usted con el presidente? Porque usted le quedó mal’. ‘¿Cuál presidente?’. Entonces me dice: ‘el de El Salvador. Los de Relaciones Exteriores han estado pendiente. Porque están súper al pendiente de que ejecutáramos esto. Arregle usted sus problemas porque, si no, no va a parar todo esto’”.
La Redacción Regional se puso en contacto con la Agencia de Investigación Criminal (ACI), la institución mexicana dependiente de la Fiscalía General de la República que trabaja con la INTERPOL en el país, para conocer su postura. En la primera llamada, después de que el autor de este artículo se identificara como periodista, el hombre que contestó dijo que “no estoy autorizado para hablar con civiles” y que llamara en una hora porque sus supervisores iban a decidir si daban una postura. No volvieron a contestar las sucesivas llamadas.
También se buscó una postura de la Cancillería salvadoreña, pero tampoco hubo respuesta. Según Deleón, el cónsul general de El Salvador y oficiales de Relaciones Exteriores acudieron a su audiencia en México, pero ni siquiera se acercaron a consultarle si estaban bien. “Es obvio que tengo a mi propio Estado en mi contra”, dice.
Sobre el caso para el que se pidió la búsqueda de DeLeón y su hija a la Interpol, la Fiscalía de El Salvador señaló que “hay menores involucrados por lo que el proceso tiene reserva”. Sobre las investigaciones abiertas contra la abogada, respondió que “no puede sentar postura sobre ninguna investigación o proceso que no esté judicializado”.
“Lo peor es que ya estoy en un segundo país y me siguen persiguiendo”, agrega Bertha María de León en el departamento de Ciudad de México, “decime qué opción. Puta, ¿y qué queda? Si tengo a la niña tengo que seguir”.
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El 9 de febrero de 2021 Bertha María Deleón dice que llamó por última vez a Nayib Bukele. El presidente no respondió, así que decidió enviarle un WhatsApp: “Puta, le dije, te pelaste. ¿Qué onda? ¿A dónde piensas llevar esto? Él, obviamente, me dejó en visto”.
Pasadas las 5 de la tarde, Deleón ocupó Twitter, la red favorita de Bukele, para cuestionarlo en público. “Pura manipulación de masas. Esto solo es una muestra de lo que nos espera cuando tenga la mayoría en la @AsambleaSV. Todo pasa, todo acaba. La paciencia la tenemos q tener nosotros para aguantar cuatro años de berrinches y desmanes del presidente más cool @nayibbukele”, escribió. El mensaje iba acompañado con una imagen en la que Bukele aparece sentado en el puesto que le correspondía al entonces presidente del poder legislativo, Mario Ponce. Tiene las manos en el rostro. Hace como que ora.
Luego, asegura, le escribió Ernesto Castro, el presidente de la Asamblea, “hermano del alma” de Bukele. Le pedía que bajara el tuit. Ella asegura que Castro le dijo: “ey, puta, sí se encabronó”. Seis horas más tarde, Deleón compartió otra imagen en la que Twitter le confirmaba que la cuenta oficial de Nayib Bukele la había bloqueado.
Aquel domingo, Bukele había irrumpido en la Asamblea rodeado de militares. Deleón, que fue parte de su equipo de abogados, que era escuchada por Nayib, dice que no se lo podía dejar pasar. Dos años después, ella asegura que tras ese tuit arrancó una campaña de amenazas y desprestigios en su contra en redes sociales de parte de figuras cercanas a Bukele; y a la postre fue la base para que prosperaran en 2021 las persecuciones del Estado en su contra.
Aquel día El Salvador formalizó su incorporación a la ola autoritaria, y Deleón, reflexiona ahora, comenzó a comprender que eventualmente sería una persona que buscaría refugio fuera de su país, como lo han hecho miles de centroamericanos en los últimos años.
En la región, las represiones y las persecuciones políticas ahora se han sumado al cambio climático, la violencia y la precariedad económica. Centroamérica es ahora una maquinaria más precisa para expulsar gente que hace seis años: de 2016 a 2021, los centroamericanos refugiados y los que solicitan asilo pasaron de 41,851 en 2016 a 296,863 en 2021. Un incremento del 70 %. Para junio de 2021, 1.06 millones de personas se encontraban desplazadas en y desde El Salvador, Guatemala y Honduras. Más de 200,000 personas han huido de la represión de Daniel Ortega en Nicaragua. Alrededor de 150 mil buscaron refugio en Costa Rica, pero ahora también marchan hacia México, que ha alcanzado el tercer podio de los países que más solicitudes de asilo reciben en el mundo.
“El deterioro de la situación de seguridad en cualquier país puede agravar las vulnerabilidades y situaciones de desplazamiento forzado existente”, dice Sibylla Brodzinsky, vocera regional del ACNUR. “México se ha convertido, más allá de los números, en un país de destino para personas refugiadas en la región”. Y añade: “Hay muchas personas que no se reconocen como refugiados a pesar de que pueden serlo. Y no saben que pueden solicitar asilo. Es imposible contar esas personas porque no quedan registrados. Si hablás de un incremento de persecución, hay muchas personas que sencillamente no quieren estar en el radar o sencillamente no se reconocen como perseguidos”.
Bertha María Deleón agradece la hospitalidad mexicana. Después de un tuit en el que denunció la detención por parte de INTERPOL, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) hizo llegar a su abogado los papeles que la acreditan como refugiada y, por tanto, la imposibilidad de que pudiera regresar a El Salvador. Pero, en el departamento de Ciudad de México, dice que en este país todavía se siente demasiado “amenazada” por el pasado. “Ahora puede ser que me tilden de pendeja o que me tilden de que yo quería poder y… no, simplemente a mí [Bukele] me hizo clic”, dice. “Pero para él simplemente es un tema de poder. Ahí se sumó toda la podredumbre que siempre ha existido en El Salvador: los empresarios millonarios que siempre han vivido de corrupción, de no pagar, de no seguir los procesos”.
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El viernes 6 de mayo, una valla gigante en Tegucigalpa, la capital de Honduras, la daba la bienvenida al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador: ‘Bienvenido amigo Andrés Manuel, Honduras te agradece Sembrando Vida’. La presidenta, Xiomara Castro, cumplía un día después cien días de gobierno. “Los gobiernos de Honduras y de México cumplen las visiones y propuestas para dejar atrás el ave del neoliberalismo, un modelo que trae corrupción y la descomposición social”, dijo en su discurso López Obrador. Para él era la última parada en una gira centroamericana que lo había llevado a la Guatemala de Alejandro Giammattei, donde los fiscales son perseguidos por perseguir la corrupción, y a El Salvador de Nayib Bukele, que hoy todavía vive bajo un estado de excepción.
Bukele aprovechó su encuentro con López para remarcar que la migración es un tema por resolver y que su Gobierno busca que la gente se quede en El Salvador. “No queremos que nuestra gente productiva, trabajadora, se vaya de nuestros países buscando prosperidad afuera”, dijo. La invitación excluye a figuras como Bertha María Deleón o defensores de derechos humanos y periodistas incómodos al oficialismo. Hace unas semanas, Ernesto Castro, el amigo de Bukele y presidente de la Asamblea dijo: “Que les den asilo [a los periodistas] y que se vayan”.
López Obrador también habló de un plan regional para detener la migración y demandó a Estados Unidos hacer su parte para resolver el problema, aunque cerró los ojos a las derivas autoritarias que atraviesan sus vecinos del sur.
En 2021, la patrulla fronteriza realizó 1.66 millones de detenciones de migrantes, algunos de ellos fueron detenidos más de una vez. Este es el número más alto registrado en la historia de Estados Unidos. Dos tercios de los migrantes que fueron detenidos también fueron expulsados.
Con el Título 42 vigente, y bajo la excusa de proteger la salud de los ciudadanos americanos en medio de la pandemia, el gobierno de Estados Unidos expulsó a 1.8 millones de migrantes entre abril de 2020 y marzo de 2022.
Entre muro y muro (el de Estados Unidos, y el creado por AMLO con militares en la frontera con Guatemala), lo que queda en México es un limbo para los desplazados de siempre y para los nuevos refugiados.
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Dónovan Mendoza despertó una noche en Monterrey, una ciudad al noroeste de México, para explicarle a un grupo de hombres armados y encapuchados qué hacía durmiendo en una casa abandonada. “¿Cómo voy a estar vendiendo droga?”, dijo, “si no tengo ni para comer”. Mendoza les resumió su historia: la de un chico de 17 años que había huido de Ciudad de Guatemala por la violencia de las pandillas. Antes de marcharse, uno de los hombres se quitó la capucha y le preguntó si tenía familia: “Yo voy solo”. Poco después, recuerda Dónovan, el grupo volvió para dejar una bolsa en la fachada de aquel “basurero sin ventanas ni puertas”. Eran tacos, una Coca-Cola y una naranja. “Fue muy confuso. Te los pintan como malas personas, que sí son, pero hicieron algo bueno. Como las leyes mexicanas. Un dilema”.
Suerte. Es la palabra que más repite Dónovan Mendoza, cabello negro, voz dulce pero firme, para explicar que seis años después de despertar rodeado de armas siga viviendo en México como residente permanente gracias a su hijo de dos años.
Aquella noche de 2016 en Monterrey, Dónovan dormía solo, pero un año antes había cruzado el Suchiate junto con su madre y sus dos hermanos de cinco y seis años para llegar a Estados Unidos porque las extorsiones de una pandilla habían hecho imposible sobrevivir con la dulcería familiar. Después siguió su camino a Ciudad de México en una caravana migrante liderada por el padre Alejandro Solalinde, el sacerdote mexicano que se desvivía por los derechos de quienes cruzaban México pero hoy apoya la militarización de las fronteras; e Irineo Mujica, líder mexicano de múltiples caravanas y dirigente de la organización Pueblos Unidos Migrantes que ha sido acusado de mentir y manipular a migrantes. Aquella caravana, una especie de avanzadilla de los ríos de gente que a partir de noviembre de 2018 decidieron caminar la ruta de la migración juntos para protegerse.
El año en que Dónovan llegó a México huyendo con su familia, las peticiones de refugio, según los datos oficiales de la COMAR, iban en aumento: 3,423, la gran mayoría de personas centroamericanas que huían de la recurrente violencia, hambre y exclusión del Triángulo Norte —Guatemala, El Salvador y Honduras—. El año en que Dónovan dormía solo en la casa abandonada, el número ya había subido hasta 8,796.
Dónovan decidió quedarse en México porque para cuando su novia le dijo que el hijo que esperaba no era suyo, su madre y los dos hermanos pequeños ya habían cruzado hacia Estados Unidos. Cuando venció la visa humanitaria que había logrado gracias a una abogada —las autoridades no le informaron de ese derecho—, intentó renovarla. Pero, asegura, un oficial del Instituto Nacional de Migración rechazó ampliarla sin ninguna explicación y le dijo que la única manera de quedarse en México era casándose o teniendo un hijo mexicano. Sin poder entrar a Estados Unidos y con trámites largos o estancados en México, muchos migrantes son condenados al trabajo informal y a la sombra del Estado donde son más vulnerables ante los abusos de autoridad o el crimen organizado que ha aprendido a monetizar el abandono. En Monterrey dejó de estar solo gracias, primero, a una comunidad cristiana y luego a un grupo de break dance, que incluso lo llevó a salir en medios de comunicación y videos musicales. Hace años, trabajó durante un periodo en una platanera en Chiapas y conoció a su actual esposa: “Me encontré con una buena persona que tiene la misma visión que yo”. Ahora tienen un niño de dos años y gracias a ello una residencia permanente. En un momento de la conversación, dice que piensa muchas veces en quienes no han tenido tanta suerte como él: los que, escapando del infierno centroamericano en busca del sueño americano, todavía deambulan sin rumbo en el limbo mexicano. “A veces quisiera ser rico para poder ayudar a mucha gente. Son papás, mamás, abuelos, hijos y buscan lo que todo el mundo quiere: estabilidad”.
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Sólo en 2021, México deportó a 114,366 personas, y en ocho años, entre 2013 y 2021, reconoció a 63,290 como refugiados. Además, en el país hay sólo 9 oficinas de la COMAR, una de las dependencias públicas con menor presupuesto, y alrededor de 400 funcionarios para procesar las solicitudes de refugio (casi 11,000 al mes el año pasado).
Andrés Alfonso Ramírez Silva, Coordinador General de la COMAR , dice que el presupuesto no se ha ajustado al alza estrepitosa de solicitudes y que no se comprende la importancia de fortalecer su capacidad operativa. “¿Qué tienes que hacer cuando eres pobre? Ser creativo y buscar otra manera. Lo que no podemos hacer es estar lloriqueando en una piedra picuda porque no nos dan dinero. Nosotros siempre vemos la forma de sacar las cosas adelante con lo que tenemos”, cuenta. A veces, como en el caso de Bertha María de León, la reacción inmediata funciona. Pero las cifras y los reclamos muestran que hace falta mucho más.
En contraste, existen alrededor de 30 estaciones migratorias operadas por el Instituto Nacional de Migración (INM) donde los migrantes capturados son llevados a esperar la deportación. Guillermo Yrizar, especialista en migración internacional y profesor investigador de la Universidad Iberoamericana de Puebla, calcula que al menos el 60% de las personas detenidas en estos centros no reciben ningún tipo de información sobre el proceso de refugio. En 2021, más de 300,000 migrantes, en su mayoría centroamericanos, fueron detenidos por el INM —un récord histórico—, de los cuales poco más de 187,000 fueron enviados a una de estas estaciones migratorias.
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México cuenta con leyes vigentes que en teoría garantizan y respetan los derechos humanos de los migrantes. Por ejemplo, la Ley de Migración vigente, publicada en 2011, declara que no se le puede negar acceso a la salud a ninguna persona, sin importar cuál sea su estatus migratorio. Pero la realidad contradice al papel.
A Flor, una salvadoreña de 49 años refugiada en México, se le negó acceso en todos los hospitales públicos cuando necesitaba tratar complicaciones ligadas a su cáncer de mama. No tenía papeles y tuvo que gastar los ahorros que tenía en clínicas privadas. La atención médica es rutinariamente negada a los migrantes y se suma a la constante violación de sus derechos: en el 2020 la Comisión Nacional de Derechos Humanos compilo 558 quejas luego de visitar 1,017 estaciones migratorias y atender a 715,101 personas. Incluso en la misma solicitud de refugio hay carencias. Wilber, refugiado hondureño que llegó en 2018, denuncia que funcionarios del INM y la COMAR le pidieron alrededor de 30,000 pesos mexicanos para los trámites de su hijo. Esto a pesar de que la Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político establece que el trámite es gratuito.
México no cuenta con un programa o presupuesto federal para asegurar que las personas migrantes se integren a sus sistemas de salud y educación o que tengan acceso a vivienda. Elena Sánchez Montijano, Profesora Investigadora del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), piensa que este es uno de los principales retos que enfrentan los extranjeros en México: integrarse a un Estado que tiene enormes carencias en cuanto al estado de bienestar hasta para sus propios ciudadanos. En México hay 33 millones de personas sin acceso a servicios de salud público o privado. En educación, el grado de escolaridad promedio en todo el país es poco más de la secundaria.
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Sara y su esposo, Joaquín, dormían con pistolas en lugar de lámparas en la mesa de noche al lado de la cama. No para usarlas contra un intruso, sino para quitarse la vida si veían que podían ser capturados por el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua. La pareja sabía que su trabajo como defensores de derechos humanos y comunicadores sociales los había puesto en la mira de un régimen que encarcela, mata y tortura a quienes considera de oposición. Sara trabajó y renunció debido a diferencias con el Ministerio de Gobernación, y sus propios compañeros comenzaron a amenazarla por sus críticas al Gobierno. Pero fue cuando un contacto suyo le confirmó que las fuerzas policiales los iban a buscar que no tuvieron de otra más que dejar Nicaragua. Sara y Joaquín se convirtieron en parte de las más de 200,000 personas que abandonaron ese país centroamericano a raíz de la represión de las protestas en 2018 y que dejaron alrededor de 300 muertos y más de 500 encarcelados. El éxodo nicaragüense salió masivamente hacia la vecina Costa Rica, pero también llegó a México para sumarse al de El Salvador, Honduras y Guatemala.
Cuando llegaron a México por avión en octubre de 2018, Sara cuenta que pasó dos semanas durmiendo por el cansancio y el estrés. Desde entonces han luchado para no ser vistos solo como refugiados. Sara dice que para ella ha sido importante no darle el gusto a la dictadura de verla tirada en el piso. Desde que llegó a México se dedicó a estudiar, llevó cursos y diplomados que ofrecían las organizaciones civiles que la acompañaron e incluso consiguió una beca para cursar una nueva licenciatura sobre derechos humanos y construcción de paz. Participó como voluntaria en distintas organizaciones hasta que logró conseguir un trabajo fijo en una organización de la sociedad civil que acompaña a solicitantes de refugio en México con asesoría legal y psicológica. “Mi condición de refugiada no demerita mi condición de ser humano ni de mujer. Entonces me comencé a meter en causas”, cuenta.
“Es un México que viene arrastrando heridas muy fuertes. Pero es un México que, uf, tiene de todo: desde lo más lindo a lo más feo. Y todo lo feo que pasa no depende de una nacionalidad, depende de que estamos en el mismo barco”, dice Sara.
Wilber, quien llegó a México en una caravana migrante que partió de San Pedro Sula, Honduras, fue parte de un grupo de migrantes que presentaron una queja formal ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en 2021 por corrupción y abusos por parte de las autoridades de migración en Tapachula, Chiapas. Denunciaron que las autoridades les querían cobrar los papeles y también los espacios para ser atendidos. Denunciaron que se tardaban mucho más de los 45 días hábiles estipulados en la ley y que no los dejaban salir de Tapachula, aunque, también por ley, tenían derecho a moverse por Chiapas en lo que esperaban los resultados de la solicitud de refugio. Wilber estaba ahí porque su hijo estaba viviendo esos abusos, pero alrededor de 40 personas participaron, en su mayoría hondureños, pero también guatemaltecos, salvadoreños, cubanos y haitianos.
Funcionó. Las personas que presentaron la queja empezaron a recibir llamadas de la CNDH y les ayudaron a que sus trámites fueran atendidos. Wilber regresó al estado del norte donde reside junto con su hijo. Cuenta que la intención es seguir organizándose para sensibilizar sobre lo que está pasando en Piedras Negras, en Tijuana, en Ciudad Acuña. “Si ya nos metimos a ayudar en Tapachula, pues, sigamos ayudando”, dice.
Pero Wilber, al igual que el resto de personas con las que conversé para este reportaje (excepto Bertha María y Dónovan), me pide que mantenga su nombre en secreto: “Porque tampoco le podemos dar publicidad. No nos podemos dar a conocer para no causar problemas tampoco, ni con el Gobierno ni con Migración, porque sabemos que somos personas residentes y estamos en un país ajeno”.
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*Ni Nayib Bukele ni Ernesto Castro respondieron a las peticiones de entrevista para este reportaje, realizadas a través de las oficinas de prensa de la Presidencia y la Asamblea Legislativa.
*Con información de Alejandra S. Inzunza, Jennifer Ávila, Jaime Quintanilla y Daniel Valencia