NARRATIVA – INVESTIGACIÓN – DATOS

Nueva York: El virus es una lluvia sobre la ciudad

En Nueva York las ambulancias por los contagios de COVID-19 no dejan de sonar. En esta crónica se cuenta la vida de esta ciudad de 8 millones de habitantes, donde la pandemia se ha expandido como gotas de una lluvia que no deja de caer. Solo aquí se acumula el 40% del total de muertes de todo Estados Unidos, con más de 250 mil casos reportados.


La noche del domingo 5 de abril, recibimos la noticia de un joven estudiante y su madre contagiados de COVID-19. A la media hora una chica escribió que su madre había muerto por la misma razón. Al día siguiente, 6 de abril, un estudiante neoyorquino me escribió que su padre había fallecido dos semanas atrás, luego otro me contó que estaba también enfermo. Así nos escribió un colega: “prepárense porque es posible que pronto ustedes también tendrán estudiantes en esa circunstancia”. No exageraba.

Desde hace una semana las ambulancias no han dejado de sonar, contrastando con el relativo vacío en las calles. La gente sale a trotar, las madres enseñan a sus hijas a usar patines, otros hacen compras con mascarillas, otros aplauden en la noche. ¿Cómo se fue experimentando el avance de esta pandemia? ¿Cómo se viven estos días desde la ciudad que pasó de ser el epicentro del comercio en el siglo XX al epicentro del Coronavirus en el XXI? Esta es una crónica de lo que he visto durante el último mes.

Así fue llegando la pandemia

En esta ciudad de 8,398,748 habitantes, la pandemia fue expandiéndose como gotas de una lluvia que sólo se anuncia en la distancia. Sólo en Nueva York se concentra el 40% del total de muertes de todo Estados Unidos, es decir 11,586 personas, con casi 214 mil casos reportados (16 de abril 2020). Como suele suceder, los grupos más afectados son los más pobres, históricamente marginados o inmigrantes sin papeles. Del total de infectados por el virus en la metrópoli, 43% son hispanos o afroamericanos.[1] Los barrios más afectados son Jackson Heights y Corona, en el condado de Queens, vecindarios residenciales, de pequeño comercio, junto a los barrios obreros del centro y norte del Bronx.[2]

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Herald Square Station, a unas cuadras del ataque a las coreanas. FOTO: Sergio Palencia.

A finales de febrero se supo de un grupo de contagiados por Coronavirus en una sinagoga de Westchester, condado contiguo al Bronx. Aún todo parecía lejano. Empero las prevenciones comenzaron. En Astoria, barrio de Queens, un sacerdote católico de ascendencia italiana pidió a los feligreses evitar tocarse durante la paz. No les fue difícil a los neoyorquinos, acostumbrados a darse la paz de manera distante, alzando la mano. Otro fue el caso para los poblanos, colombianos y centroamericanos, acostumbrados como estamos a estrecharnos.

Las primeras señales de la pandemia las sentí el 6 de marzo. Ese día, como todos los viernes, tomé el tren línea 4 del metro para dar clases en el Bronx. Ya en ese momento las bocinas de la estación 59 calle, en Manhattan, recomendaban en español e inglés medidas de higiene. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde. Al llegar el tren, repleto de trabajadores de construcción africanos, dominicanos, mexicanos, apenas pude ingresar, dejar mi mochila en el piso y agarrarme del tubo vertical. Pensé las consecuencias de una sola persona contagiada tomando el metro en hora pico. Fue hasta el lunes 9 de marzo cuando supimos del primer caso de Coronavirus: un estudiante de la Universidad de Columbia. Anunciaban el cierre de las instalaciones.

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Comedor chino en Queens:“ Aplanar la curva.” FOTO: Sergio Palencia.

Se cierran las escuelas, tarde

Al día siguiente, martes 10 de marzo, se pinchó mi bicicleta y tuve que llevarla dentro del tren. Enseñaría dos clases, una de antropología y otra de sociología, a jóvenes neoyorquinos con ascendencia de diecinueve países del mundo. Al primer grupo lo noté tranquilo, diciéndome que otros profesores ya habían pasado sus clases a modo virtual. En la tarde, por el contrario, al nomás entrar vi a los 39 estudiantes hablando sin parar, en grupos, del coronavirus. Tratamos de ordenarnos para charlar al respecto. Se sentían enojados con la universidad pues instancias como The New School, New York University y Fordham ya habían suspendido clases.

Todavía discutimos sobre el concepto de ethos en Max Weber, sería nuestra última sesión presencial. En un momento un chico tosió y observé, como reacción en cadena, una ola de risitas nerviosas alrededor. Quedamos de estar en contacto. Por la mañana, al día siguiente, fui a una peluquería serbia en Queens. Noté con sorpresa cómo las escuelas públicas de párvulos tenían afuera, haciendo educación física, a niñas y niños menores de siete años. En la tarde llegó finalmente el anuncio: se suspenderían las clases de la universidad pública, no solamente por una semana como habíamos pensado, sino por todo el semestre.

Empero, sólo sería para estudiantes y profesores no para trabajadores administrativos y bibliotecas, menos para el personal de limpieza y seguridad. El alcalde Bill di Blasio brindó una conferencia asegurando que las escuelas públicas [elementary, highschools], el transporte y los hospitales seguirían funcionando. Ya circulaban las imágenes desconcertantes de Italia. El cierre, el lockdown de Nueva York, no terminaba de ser escalado, paulatino, repleto de excepciones. Di Blasio sostenía la realización del desfile de San Patricio, evitando a toda costa que el ritmo de la ciudad mermara. Nos fuimos enterando de estudiantes o profesores con COVID-19 de manera casual, separada, sin ninguna centralización de noticias.

Un estudiante cerca del campus en Columbus Circle, otros dos más al sur de Brooklyn y uno en la sede de Lexington. Cada quien contaba los famosos nueve días para la presencia de síntomas, sin saber a ciencia cierta si eso era verdad. Tampoco había claridad, hasta el 6 de abril, si sólo los contagiados, los sanos o todos tendrían que usar mascarilla. En esto, desde febrero, coreanos y chinos residentes en la ciudad habían aventajado al resto. Una amiga coreana, medio en broma, dice que es cultural usar la mascarilla en su país.

Dos semanas antes, fuimos a la universidad para completar unos trámites y prestar algunos libros. El ambiente usual de indiferencia y cada quien en su rumbo, propio de Nueva York, se había trastocado sorprendentemente. Era el momento de la sorpresa, entre emoción por lo nuevo que viene a romper con lo cotidiano y la expectativa. Las secretarias y jefas de recursos humanos charlaban, fuera de sus lugares, con los estudiantes; la gente en la calle miraba a quienes pasaban enfrente, los meseros normalmente serios ahora sonreían. Al menos mi impresión fue esa, algo en la manera de relacionarnos se había roto. Esto sucedió el viernes 13 de enero, ya con las noticias de que el trabajo administrativo pasaría también a ser virtual. Pero en medio de lo nuevo también había rasgos de gran temor.

“No se admite xenofobia”

Entre el 27 de marzo y el 3 de abril aumentaban a veces hasta diez mil nuevos casos diariamente, la mayoría en la ciudad. De acuerdo a un mapa evolutivo del COVID-19 en EE.UU., de 618 muertos reportados en el estado de Nueva York el 27 de marzo se pasó a 4,786 el 6 de abril, septuplicando las víctimas en apenas once días.[3] Como en varias partes del mundo, el acaparamiento masivo e intenso no se hizo esperar. El jueves 12 de marzo, dos coreanas fueron golpeadas por mujeres acusándolas de traer el virus a la ciudad. En el pueblo de Hamptons, los pobladores locales se encolerizaron cuando los neoyorquinos pudientes, huyendo de la ciudad rumbo a sus mansiones, habían desabastecido de verduras todos los mercados. El New York Post reportó que “el coronavirus promueve una guerra de clases [class warfare] en Hamptons”, el 19 de marzo.

Los restaurantes de Koreatown estaban desolados y, en la estación Herald Square, había rótulos contra la xenofobia. Algunas jóvenes asiáticas en Flushing temen salir solas y ser presas de arrebatos racistas y de ser responsabilizadas por la pandemia. Muchos jóvenes se sienten cansados de estar en casa, sin poder ser productivos. Añoran las sesiones presenciales y avanzar en las tareas en los periodos entre clases. Algunos trabajaban medio tiempo, como meseros bilingües, pero les redujeron los turnos a solamente dos días a la semana. En Astoria, condado de Queens, se pueden leer pegadas en las esquinas fotocopias ofreciendo ayuda para los ancianos o para quienes sientan soledad. Redes de solidaridad entre vecinos se forman. Otros cuelgan anuncios buscando ganar algo de dinero paseando perros.

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“Is about to get ugly”:  Broadway, Manhattan. FOTO: Sergio Palencia.

Las grandes avenidas de Manhattan son poco recorridas. En Central Park sólo algunos salen a trotar o hacer bicicleta. No hay carruajes y uno que otro bicitaxi espera en la entrada algún cliente. Adentrándose en el parque la organización evangélica Samaritarian’s Purse construyó un hospital para los afectados de COVID-19. Previo al ingreso piden a los enfermos que firmen un documento [statement of faith] posicionándose contra el matrimonio gay y el aborto. Unas doce cuadras hacia el sur, Times Square luce sin gente. Sólo vi dos parejas y una oficial de la policía. Las grandes pantallas electrónicas anuncian una posible caída del mercado inmobiliario, la baja de la bolsa en Wall Street y el apoyo a las personas al frente de la emergencia. Como un oráculo mercantil, la fotografía desde Times Square presagia el fin de lo bello.

El nuevo héroe

En Queens las estaciones de metro olían a detergente y estaban recién lavadas. Muy poca gente tomaba los trenes y los andenes otrora llenos de gente que parece átomos chocarrones, ahora se encontraban vacíos. La gran experiencia generacional que ha dejado esta pandemia es la imagen del vacío. Mi primo en Washington D.C. opinaba igual que muchos estudiantes: esto parece una película, The Walking Dead. La gente alude a una similar experiencia la mañana de los ataques del 11 de septiembre 2001. El periódico The New York Times en su portada electrónica mostraba a Nueva York y Washington como los “estados epicentro”, situación que cambió en las próximas dos semanas cuando la ciudad despuntó junto al colindante estado de Nueva Jersey. A medida que las cifras aumentaron Di Blasio pasó a ser duramente criticado en los diarios. 

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 La línea N del metro, vacía. 13 de marzo 2020. FOTO: Sergio Palencia.

Andrew Cuomo, gobernador de Nueva York, fue ocupando su lugar. Cuomo llamó al cierre de los negocios “no esenciales” y contradijo públicamente a Di Blasio y luego al presidente Trump. Como suele pasar en la política estadounidense, Cuomo pronto fue anunciado en los medios como el próximo héroe nacional, despuntado en encuestas presidenciales sin siquiera ser candidato. Algunos lo comparaban con Rudy Giuliani como líder tras los ataques a las torres gemelas. Cuomo no es ningún extraño en la política neoyorquina. Su padre también fue gobernador demócrata en los ochentas, adversario del presidente Ronald Reagan, por un lado considerado salvador de la bancarrota del estado, por otro un fuerte instigador de la gentrificación de barrios negros [Black] y latinos [Hispanic].

De manera similar la historia se repitió cuando el 28 de marzo Trump insinuó una cuarentena federal sobre Nueva York. Cuomo reaccionó fúrico acusándolo de ser una “declaración federal de guerra”. (The Guardian, 28 de marzo 2020). La riña de los políticos llegó a su culmen cuando el alcalde Di Blasio dijo que las escuelas neoyorquinas estarían cerradas el resto del 2020. Rápidamente Cuomo rebatió lo dicho afirmando que no sabían aún si las escuelas serían abiertas en junio u otros meses. Se disputaban la autoridad sobre la ciudad. Los historiadores podrán concluir si esta pelea era por sostener políticas estatales, sanitarias, o aprovechamiento político de la crisis.

En menos de quince días, Cuomo buscó posicionarse en el imaginario como protector de la ciudad. Cuando el estado de Rhode Island decidió usar la Guardia Nacional para buscar neoyorquinos en su territorio, casa por casa si hacía falta, Cuomo dijo que era una medida inconstitucional. Contrario a Di Blasio, quien da conferencias rodeado de su staff, Cuomo suele sentarse solo. Tras la constante denuncia de enfermeras y doctores sobre la falta de respiradores, mascarillas[4] y camas, Cuomo salía al día siguiente, en conferencia, rodeado de cientos de cajas de suministros.

Por su parte la mala relación de Trump con su ciudad natal, Nueva York, no hizo más que empeorar. Fue fuertemente criticado por promocionar medicamentos no fiables contra el COVID-19, buscar la patente de una posible cura alemana e incluso mudarse a su residencia en Florida mientras la pandemia arrasaba la ciudad, especialmente el condado que lo vio nacer, Queens. Tras ser criticado en un video, Trump lanzó su contraofensiva. Acusó a la Organización Mundial de la Salud por no haber prevenido en Wuhan la expansión del coronavirus. Como en The Apprentice, decidió quitarles su financiamiento.

The Donald, como lo suelen llamar los medios, envió a Manhattan un barco-hospital llamado Comfort. A pesar del hacinamiento en los hospitales, el Comfort sólo admitió 20 enfermos en los días de crecimiento exponencial. Junto a otros cinco estados del este estadounidense, Cuomo lidera la apertura de la economía en el país. Molesto ante esta iniciativa estatal, Trump dijo que sólo él tenía la autoridad para reabrir la economía nacional. Afirmó: “por mucho [será] la más grande decisión de mi vida”. Como va siendo costumbre, Cuomo saltó acusando a Trump de proceder de manera dictatorial.

Ante el desatino de sus colegas, Cuomo aprovechó el momento y despuntó como líder. Empero un artículo en The Nation recuerda cómo el gobernador ha estado detrás del recorte en el presupuesto estatal de salud y el cierre de varios hospitales durante su  mandato.[5] Detrás de la crisis humanitaria en Nueva York, hoy, se encuentran cuarenta años de creciente privatización de la salud pública, medidas tomadas supuestamente para superar la crisis fiscal de 1975. Como buenos Neptunos, los políticos del capital surfean sobre la misma ola que han provocado. 

Los esenciales

Cuomo suspendió las actividades económicas de negocios “no esenciales”, como bares, peluquerías, artículos electrónicos. Entre los esenciales estaban las farmacias, los supermercados y los restaurantes con opción para llevar. Pronto los medios realzaron la importancia de las cajeras (en su mayoría mujeres) y los repartidores de comida (en su mayoría hombres), durante la crisis. Por lo general las cajeras son hijas de inmigrantes latinos, hábiles en pasar del inglés al castellano. Los repartidores en el barrio de Queens, donde vivo, son jóvenes entre veinte y treinta años, de los estados mexicanos de Puebla, Oaxaca e Hidalgo. Se les ve pasando rápidamente en bicicletas motorizadas, con temperaturas bajo cero, cubiertos con guantes incrustados al timón.

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La ayuda entre vecinos. Astoria, Queens. FOTO: Sergio Palencia.

Los ciudadanos estadounidenses también suelen repartir sólo que a diferencia de los latinos lo hacen en carro, posiblemente como medio para agenciarse de fondos ante la poca afluencia de clientes en Uber. Pero mientras los trabajos esenciales son ocasión de propina extra, miles de albañiles, meseras, lavaplatos, de origen centroamericano y mexicano, han perdido sus empleos. En un restaurante coreano de Midtown laboran jóvenes indígenas guatemaltecos, mames, kaqchikeles, provenientes de Huehuetenango y Chimaltenango. Uno de ellos, Felipe, trabaja sirviendo agua, repartiendo ensaladas coreanas y llevando los platos en la cocina. Procedente de la aldea Agua Escondida, en el municipio quiché de Chichicastenango, Felipe nos contaba que el restaurante estaba vacío desde el 6 de marzo. Se mostraba preocupado pues al día siguiente posiblemente iban a cerrar el restaurante y, con eso, su fuente de ingresos en Nueva York.

 Mientras, el 13 de marzo, Trump confirmó la aprobación de $50 billones de fondos federales para combatir al coronavirus.[6]  Supuestamente una parte estará destinada para el apoyo de pequeños negocios durante la baja en el consumo debido a la emergencia. Es muy poco probable que estas ayudas –pensadas para propietarios– vayan a alcanzar a los meseros, cocineros, empleadas, repartidores de comida en pizzerías u otros restaurantes. Tanto Felipe como su compañero de trabajo, de Aguacatán, dejaron de trabajar desde mediados de marzo. Julio, un amigo kaqchikel de Poaquil, es albañil en un edificio de Harlem y cuya situación es semejante.

Desde que la compañía de construcción cerró Julio se mantiene en el apartamento que alquila en West New York, Nueva Jersey, junto a su hermano. Por el momento viven de sus ahorros pero, me dice, “si esto llega a mayo se pondrá fea la cosa”. Normalmente le gusta salir a tomar fotos pero lo ha dejado por ahora. El fin de semana pasado se juntó con dos amigos de San Martín Jilotepeque. Tomaron caldo de gallina. De los tres sólo uno aún tiene trabajo en instalación de pisos y cerámica. El 2 de abril el gobierno federal reportaba 9.95 millones de solicitantes de ayuda federal,[7] reportándose desempleados. Dos semanas después, el número incrementó a los 22 millones de aplicantes desempleados.[8]  Estos datos no toman en cuenta los millones de trabajadores sin ciudadanía.

Desde el 12 de marzo la bolsa neoyorquina y londinense han caído a niveles históricos desde 1987, superando en intensidad a la crisis de 2008. Después del anuncio de Trump, el New York Times informó de un mejoramiento de los mercados en Wall Street,[9] después volvió a caer. La cadena de comercio comenzó a interrumpirse en supermercados de Washington Heights, al norte de Manhattan. La harina escaseaba. Pizzerías, operadas por mexicanos, cerraron ante la falta de distribución de quesos y otros productos. Uno puede pensar lo que significa que en Nueva York se deje de hacer pizza, punta del iceberg hacia productos más elementales de la canasta básica.

El punto en común entre mercados y desempleados, estudiantes y repartidores, es la incertidumbre. Pero, como nos lo recuerda la situación de los millonarios en Hamptons, la carestía y el acaparamiento no sólo se contraponen sino evidencian la ruptura de un proceso.

Sergio Palencia Frener

Sociólogo guatemalteco

Queens, NY, abril 2020.

[1] Hasta el 8 de abril los números de contagiados eran indiferenciados, abstractos. En conferencia de prensa el alcalde Bill di Blasio confirmó la adscripción por comunidad étnica. Véase. Mays, J. Y Newman, A. “Virus Is Twice as Deadly for Black and Latino People Than Whites in N.Y.C.,” New York Times, 8 de abril 2020.
 
[2] Un primer mapa mostraba los contagios por los distintos barrios de los cinco condados de Nueva York. Buchanan, L., Patel, J., Rosenthal, B., Singhvi, A. “A Month of Coronavirus in New York City: See the Hardest-Hit Areas.”, en The New York Times, 1 de abril 2020. Disponible en: https://www.nytimes.com/interactive/2020/04/01/nyregion/nyc-coronavirus-cases-map.html Fue hasta el 8 de abril, en conferencia del alcalde Di Blasio, cuando se confirmó  que del total de infectados en la ciudad  22.8%  eran hispanos y el 19.8%  afroamericanos. 
[3]  Gamio, L. y Yourish, K. “See How the Coronavirus Death Toll Grew Across the U.S.”, en The New York Times, 7 de abril 2020. 
[4]   Las mascarillas se agotaron pronto en las farmacias. Un par podía costar siete dólares. Por internet algunos comerciantes compraron decenas de cajas y luego las vendieron. En una de estas ventas se anunciaba las mascarillas de la siguiente manera “Para una respirabilidad excelente y extra comodidad” [“For Excellent Breathability & Extra Comfort.”]
[5]   Barkan, Ross. “Cuomo Helped Get New York Into This Mess”, en The Nation, 30 de marzo 2020. Disponible en: https://www.thenation.com/article/politics/covid-ny-hospital-medicaid/
[6]   New York Times. “Trump Declares Emergency as Pelosi Announces Deal on Relief Bill,” New York Times (New York), 13 de  marzo 2020.
[7]  The Guardian, 2 de abril 2020. 
[8]  New York Times. “In 4 Weeks, 22 Million Americans Have Lost Their Jobs,” New York Times (New York), 16 de abril  2020. 
[9]   New York Times. “Wall Street rebounds during Trump’s address,” New York Times (New York), 13 de marzo 2020. 

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