¿Qué hacen las personas un domingo soleado? ¿Salen a disfrutarlo o lo hacen por necesidad? Esto ocurría en las calles de Chimaltenango las últimas horas antes del primer toque de queda.
La mañana está soleada (“hermosa”, dirían algunos) y las personas parecen percibirlo y disfrutar ese aire fresco de domingo en una cabecera departamental. Veo a unos adolescentes tomados de la mano, y a una pareja de otros un poco mayores en muestras de cariño que recuerdan el video de Zoom de Soda Stereo. Y ante tanta demostración de afecto, lo único que viene a mi mente es “¿No se supone que deberían estar en casa?”.
No juzgo. Es posible que, al igual que yo, estos y otros transeúntes se quedaran sin provisiones y se vieran forzados a abandonar la seguridad del hogar para ir de compras. O tal vez formen parte de los sectores económicos que, pese al riesgo, su labor es demasiado importante en este momento para detenerse, o tal vez sea su necesidad la que no les permite permanecer en casa.
Sin embargo, no puedo evitar preocuparme en especial por estas parejas cariñosas porque, con el perdón de John Paul Young, no es precisamente el amor lo que está en el aire en este momento.
Muchos se ven muy relajados a pesar de ir tan desprotegidos, pero tal vez se están dejando guiar por las recomendaciones de quienes señalan que el cubrebocas ayuda a reducir los contagios sólo si es la persona infectada quien lo usa (aún no sabemos muy bien cómo protegernos mejor). Además, no puedo saber lo que piensan para asegurar que no se sienten atemorizados por la incertidumbre de la pandemia y sus efectos.
Llego al almacén después del recorrido en el que vi también a muchas personas (aunque menos de la mitad) con mascarillas y protectores de distintos estilos y colores. Así como a una vecina que, en tono de reprimenda, le dice a otra en la puerta de su casa que debería preocuparse por tener limpia el alma antes que las cosas materiales.
En el supermercado veo a unos padres bastante protegidos acomodando los víveres recién comprados, mientras el preescolar, igual de protegido, juega con su cubrebocas, se lo quita, lo usa como carrito en una esquina y se lo vuelve a poner a cómo puede. Ocurre demasiado rápido y lejos para reaccionar.
Después de comprar, vuelvo a casa a toda prisa. En el camino de vuelta recuerdo cómo eran las cosas una semana atrás. Entonces había un solo infectado y el segundo caso (y primer fallecimiento) se dio a conocer mientras yo viajaba en una unidad de transporte extraurbano, justo antes de que se restringiera su circulación.
La instrucción en ese momento se limitaba a que los buses de pasajeros debían llevar sólo la mitad de su capacidad. Si bien el bus no llevaba gente de pie, había tres personas en cada sillón de dos, como es habitual. Y claro: he viajado en buses tan llenos que el ayudante tiene que subirse en los sillones para cobrar; a veces el bus incluso lleva gente en la parrilla. Viéndolo así, por supuesto que el bus iba medio lleno.
Tras siete días, y 15 contagios más, las disposiciones cambiaron, y el toque de queda se convirtió en la mejor estrategia para tratar de reducir la expansión del virus.
Llego a casa sintiéndome sucio. Después de lavarme, desinfectar, descargar, volver a desinfectar y volver a lavarme, me acomodo y enciendo el radio. Me entero que Italia ya superó las cinco mil muertes por coronavirus y se clavan en mi mente las palabras de italianos en videos que circulan en redes: “Si tan sólo pudiéramos regresar diez días para cambiar las cosas y no cometer todos los errores que cometimos”.