La realidad es que no me importa tanto. No me importa tanto los días en los que estoy bien anímicamente, en los que me siento fuerte, querida, rodeada de gente buena, con el autoestima alto. Pero estos días no son todos los días de mi vida.
Esa mañana, cuando me desperté, el sol entraba por la ventana de mi habitación de Ciudad de Guatemala. A través de las cortinas el amanecer teñía todo el cuarto de una luz muy blanca, algunos rayos que se filtraban entre las cortinas caían de forma oblicua en mi cama y a excepción de algunos pajaritos piando, el silencio era casi total, muy agradable. Agarré mi teléfono, como hago casi siempre nada más abrir los ojos, palpando por mi colchón tratando de ubicar esa masa dura de plástico, vidrio y litio, metiendo la clave seminconsciente con mi pulgar. Lo desbloqueé y empecé a leer notificaciones.
“Sos una maldita hija de puta que apenas podés leer. Maldita perra te gusta que te cojan y que te paguen por cogerte. Puta solapada”
“Mujer más cocha mierda maldita malparida”.
Si lo primero que uno hace nada más abrir los ojos te puede predisponer a tu actitud para el resto del día, se podrán ustedes imaginar.
Esto siguió durante todo el día, y al día siguiente y a los dos días. Mensajes directos a twitter, mensajes directos a Facebook, respuestas en mis tuits en redes sociales.
“Fuera del país, perra tortillera”. 30 jun. 2021 9:18 p. m.
“Largo de mi país”. 30 jun. 2021 8:44 p. m
“Loca asquerosa, regresa a tu chante”. 30 jun. 2021 7:54 p. m.
El motivo de tanta agresividad, en esa ocasión era religioso. El día anterior, en el cual se celebraba el día del orgullo gay, yo había compartido una imagen de dos vírgenes besándose. La virgen de la Guadalupe con María Magdalena. Se trata de una obra llamada “Mi catedral”, de un artista llamado Alex Donis, de padres guatemaltecos y criado en el Este de Los Angeles, en California. Me gustaba el efecto transgresor de la obra, y me parecía que va a un punto central del rechazo a las personas homosexual que es la iglesia.
Había compartido la misma imagen el año anterior, y quizás porque no tenía tantos seguidores, ésta no había generado ningún impacto. Nunca imaginé que ese mensaje fuera tan blasfemo ni que fuera a generar tanto odio hacia mí.
A estos insultos siguieron otras acciones, como una carta falsificada de la Conferencia Episcopal de Guatemala pidiendo expulsarme del país enotas de los medios-pasquines-folletos haciendose eco de que una “extremista de izquierda”, pseudo-periodista, lesbiana, marihuana que “odiaba” a la iglesia estaba profanando su país y costumbres. También había peticiones en internet para que me expulsaran de Guatemala. Además, fueron creadas cuentas con mi cara en las que solo se dedicaban a crear montajes muy desagradables y compartirlos. Los insultos fueron tantos y de tal intensidad que fue la primera vez que realmente me sentí vulnerable.
Parece que es el precio que hay que pagar por hacer periodismo, relacionado a derechos humanos, cuando quienes vulneran los derechos humanos son los mismos poderosos que hace quinientos años.
Parece ser el precio que hay que pagar cuando eres una mujer y escribes lo que te da la gana sin mucho filtro y le das a “send” sin revisarlo ni una sola vez.
Parece que es el precio que hay que pagar por el anonimato que dan las redes sociales, que permite que cualquier persona pueda abrirse una cuenta en el momento en que les da la gana para descargar su odio.
Parece que es el precio que hay que pagar cuando se une el mansplaining, la misoginia y toda la impunidad que da el anonimato.
En las redes sociales, y en la vida, porque las redes sociales son la vida misma en el siglo XXI, se une el anonimato que da la masa. Como en los linchamientos, cuando todos pueden descargar el odio hacia alguien porque no se sabe quién ha sido quién comenzó a unir a gente para llegar a la plaza a prender fuego. Cuando es difícil saber quién tiró el fósforo, quien reunió los incandescentes, quien le empujó al chivo hacia la humareda. Las personas confundidas entre la masa se sienten libres para hacer lo que siempre han querido hacer, expulsar el odio que sienten hacia sí mismos proyectando en alguien más débil.
Pero en Guatemala sucede algo más perverso aún. Las personas que han sido víctimas de este acoso a través de twitter, lo saben: periodistas, activistas, operadores de justicia. Quienes acosan forman parte de un grupo de personas que busca atacar a quienes alzamos la voz en contra de la impunidad. Porque yo no soy la única, ni mucho menos, a la que han atacado a través de twitter en Guatemala. El ex fiscal especial contra la impunidad, Juan Francisco Sandoval, o la ex fiscal general Thelma Aldana, han recibido un impresionante ataque que eleva por mucho los ataques que he recibido yo. La periodista guatemalteca, ex corresponsal de CNN, Michel Mendoza, los periodistas Marvin del Cid y Sonny Figueroa, la ex jueza Erika Aifán. Todos ellos a día de hoy se encuentran en el exilio. Esto da mucho que pensar sobre la relación entre las redes de impunidad y las cuentas que nos atacan a través de redes sociales. Y también da mucho que reflexionar sobre qué papel debería jugar Twitter en la democracia de los países.
Y por eso mismo, aunque ahora esté escribiendo este texto en primera persona, yo no me lo tomo como algo personal, sé que no me atacan a mí.
Imagino a muchachos de 20 años en un país en el que no se encuentra trabajo de casi nada a excepción de ser un guardia de seguridad. Pero también me imagino los militares que combatieron en el conflicto armado y que fueron instruidos por los Estados Unidos para sus labores de inteligencia y terminar con el comunismo asesinado a indígenas indefensos y de paso con cualquier posibilidad de que el país vaya en una dirección contraria a la colonial. Y ya no tienen cómo matar a alguien sin que salten señales de alarma y les parece un buen sustituto hacerlo de forma bastante más cobarde. Bajo el anonimato que dan las redes sociales. Y van trazando sus mapas de personas, y nada más fácil que acosar a través de redes.
También imagino a estos señores que siempre han tenido cooptado Guatemala, pagando a personas muy inteligentes y sin ningún principio moral (es difícil pedir que en un país como Guatemala alguien tenga algún principio moral).
¿Por qué nos insultan más a las mujeres? en este breve Umami no me alcanza para hablar de teoría feminista y ni siquiera soy experta.
Me puse a leer algo de información para poder escribir esto, pero realmente no voy a aportar tanto describiendo o resumiendo lo que expertos escriben sobre si el insulto es violencia, sobre cómo actuar en caso de que te insulte un troll, o si se puede o no denunciar.
Así que diré cómo esto me hace sentir a mi. La realidad es que no me importa tanto. No me importa tanto los días en los que estoy bien anímicamente, en los que me siento fuerte, querida, rodeada de gente buena, con el autoestima alto. Pero estos días no son todos los días de mi vida, no sé qué porcentaje son estos días, si la mitad, el 75 por ciento o el 30% pero, definitivamente, no son todos. Hay muchos días en los que estoy desorientada, en los que el mundo y mi vida se me presentan como un callejón sin salida, en los que no me siento fuerte. En los que me siento mal y triste, en los que las cosas andan torcidas por diferentes motivos: laborales, familiares, de salud, de amor o solo porque mis hormonas andan revueltas, porque no he dormido bien. Esos días leer insultos me afecta, me pone triste, me deprime, me bajan el autoestima, me hacen caer en la autoconmiseración.
Y en esos días, leer este tipo de insultos, despertame leyendo hija de puta, leyendo que me van a violar, viendo fotos de basureros, realmente me hace sentirme muy vulnerable. No sé cuál es la solución, ni a los ataques en redes sociales ni a la actual situación de violencia sistémica y en todos los niveles que impera en el país. Esta es sólo una gota.