Guatemala ocupa el sexto lugar en la lista de países con mayor incidencia de desnutrición crónica infantil. Los últimos dos gobiernos han echado a andar programas millonarios para mejorar los índices, pero han fracasado en el intento: en 2018, de acuerdo con datos oficiales, la desnutrición infantil había crecido unos 7 puntos porcentuales respecto a 2015.
–¿Qué hay hoy para almorzar en su casa?
–Sopas de vaso.
–¿Hay una sopa para cada uno?
–No.
Con las pocas palabras en español que sabe usar, Hilda Rivera contesta preguntas sobre el almuerzo de su familia. Su lengua materna es el chortí, la del pueblo maya al que pertenecen ella y toda su familia, formada por su esposo, Juan González, y sus seis hijos -cuatro hombres y dos mujeres; la mayor se llama Glenda y tiene 15 años, el menor es Nery, de 4.
Hilda no supera los 160 centímetros de altura. Uno de sus ojos no responde a sus nervios, por lo que no logra fijar la mirada con los dos en un mismo punto. Viste colorida y fresca, como suelen hacerlo las mujeres chortíes en esta aldea, y calza un par de sandalias.
Todos en esta familia son delgados. Tienen la piel morena, los ojos negros y el pelo café. El de los niños no es un café uniforme: en algunas partes la cabellera tiene un color más claro, casi rojizo. Es lo que los profesionales de salud llaman “signo de bandera”, una de las señales más obvias de deficiencia de ciertos nutrientes y calorías, esa y la pérdida de masa muscular. Son señales fisiológicas de la pobreza.
Este martes, 12 de marzo, Hilda ha llevado a Nery, su hijo menor, a una medición de talla y peso en la escuela pública del caserío Las Lajas de la aldea Oquén en Jocotán, el municipio de Chiquimula en el que viven, a unas cuatro horas y media en carro desde la capital. Les acompaña Doris, otra de las hijas. Las tres sonrisas están llenas de caries.
La familia de Hilda es una de las 170 que viven en el caserío, algunas con 8, hasta 10 hijos. Hoy han venido a la escuela algunas de las que tienen niños menores de 5 años, como Nery.
Hace calor. Los profesionales y voluntarios que hacen las mediciones se han instalado en los pasillos de la pequeña escuela, que hoy ha suspendido clases, para intentar protegerse de las altas temperaturas típicas de esta región, ubicada en el llamado Corredor Seco del país.
En aldeas como esta viven las familias, como la de Hilda, y los niños cuyas tallas engrosan las estadísticas que hablan del fracaso del Estado guatemalteco en combatir la desnutrición infantil: Guatemala ocupa el primer lugar en América y el sexto en el mundo en desnutrición infantil de acuerdo con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). En la lista de países con mayor prevalencia de hambre en el Continente, Guatemala está justo por encima de Nicaragua y Bolivia según un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Los dos últimos gobiernos presentaron, en el papel, programas sofisticados de atención a la desnutrición, pero los resultados en lugares como Jocotán, aun a nivel nacional, son poco prometedores. Tanto el gobierno del Partido Patriota (PP) como el de FCN se plantearon reducir un 10% de los indicadores nacionales de desnutrición crónica. Eso no ha ocurrido. Peor: los números han empeorado.
El informe Evaluación de Seguridad Alimentaria Nutricional 2018 refleja que el 53.2% de los niños menores de 5 años padecen de desnutrición crónica, lo que significa que ha aumentado con relación a las cifras reportadas hasta 2015.
Los datos presentados en la Encuesta Nacional de Salud Materno Infantil (ENSMI) 2014-2015 eran del 46.5%, menos de lo que se reportó en 2018 en un informe realizado por la Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional (SESAN) y Unicef.
El gobierno de Jimmy Morales matiza las cifras. Juan Carlos Carías, secretario de la SESAN, dice que la cifra real es la de la encuesta oficial, la ENSMI, y que la única forma de determinar si los datos han variado es hacer otra medición igual, como la de 2014. Hay expertos que objetan esto.
Jorge Pernillo, el coordinador de la Escuela de Nutrición de la Universidad Panamericana y consultor en temas de seguridad alimentaria, cree que es válido comparar mediciones. “El punto es que las muestras son representativas, entonces son comparables. Es un punto importante para demostrar que la desnutrición crónica aumentó”, dice el académico.
Y, de cualquier manera, la Evaluación de Seguridad Alimentaria Nutricional, que refleja el aumento en la desnutrición, es elaborada por organismos internacionales con apoyo de la SESAN y los resultados se presentaron como oficiales en el Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Conasan), presidido por el vicepresidente de la República, según el experto.
En el calor de aldea Oquén de Jocotán, todas esas cifras, así como las justificaciones del gobierno, suenan a poco: De Nery, el hijo menor de Hilda Rivera que comparte sopas de vaso con su familia en los almuerzos, se reportó que mide 96 cm y pesa 15 kg (33 lbs). Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), estas tallas son el promedio para un niño sin desnutrición de 3 años. El asunto es que Nery ya tiene 4.
Doris, la hermana de Nery, no fue evaluada, pero el color de su cabello -como el de la mayoría de los niños que este día de marzo llegó a la escuela de Las Lajas- hablan de la pobreza que le rodea. Las señales de precariedad son constantes en la aldea. En el cabello de los niños, en el cuerpo de las madres, en la alimentación de las familias y en las frágiles infraestructuras del Estado guatemalteco que les albergan.
La mentira del gobierno
El puesto de salud más cercano a Las Lajas se encuentra en el caserío de Escobillal dentro de la aldea de Oquén. Es una de las 32 clínicas que hay en Jocotán y funciona dentro de un complejo destinado a la educación y a la salud, conocido como Nufed. Ahí en un espacio que antes era un aula es el consultorio.
La clínica -exsalón de clases- mide 2 x 5 metros y cuenta solo con lo básico: una camilla, una cartelera con avisos y mensajes, una estantería para los insumos médicos y los archivos, una refrigeradora para los medicamentos fríos y un escritorio. Hay una banca en el pasillo afuera del consultorio a manera de sala de espera. Lo atienden dos enfermeras auxiliares que, cuando se necesita, se turnan para que siempre haya alguien que preste los servicios.
Jackeline Reyes, enfermera del Nufed, estuvo en la escuela de Las Lajas el 12 de marzo, el día en que Hilda Rivera llevó a sus niños a las mediciones.
El puesto de salud de Escobillal, en el que regularmente trabaja Jackeline, es el primer lugar al que llega la madre de un niño desnutrido después de las mediciones. Aquí empieza, según está escrito en los planes del gobierno, la atención integral a los niños con desnutrición: aquí se les evalúa y traslada al centro de recuperación de Jocotán, ubicado a 4 kilómetros, para que ahí se determine el nivel de deficiencia nutricional. Si es moderada, se le atiende en el momento con alimento terapéutico listo para el consumo, vitamina A, zinc y micronutrientes, para luego monitorear el progreso cada 15 días.
En caso de que los trabajadores de salud no vean mejorías en ese monitoreo, se traslada a los niños al centro de recuperación de Jocotán, donde se les da tratamiento. Si en el centro de recuperación presentan complicaciones los llevan al hospital de Chiquimula. Nunca trasladan a un niño sin el consentimiento de los padres o, en casos específicos y extremos, el apoyo de la Procuraduría General de la Nación (PGN).
Todo esto suena muy bien, pero en la vida real todo es más difícil de lo que aparece escrito en los protocolos oficiales: solo llegar hasta este puesto de salud, el de Escobillal, es un camino largo y peligroso.
Llegar a Escobillal desde el caserío Lajas toma 10 minutos en carro de doble tracción -que se convierten en 35 si hay que caminar bajo el sol- por caminos de terracería. Estos trayectos, además de no estar asfaltados, son riesgosos y conocidos por asaltos con armas de fuego a cualquier hora del día.
“Esos que vieron ahí en la orilla de la calle son asaltantes y están armados, los pobres maestros siempre tienen que ver cómo se les escapan”, cuenta una anciana de un poblado cercano que no quería hacer ese recorrido sola ni a pie.
La falta de carreteras seguras y transitables para sacar a los niños con algún grado de desnutrición de sus casas y comunidades debería ser una de las problemáticas prioritarias para el país. Según Lucrecia Hernández Mack, exministra de salud, por la complejidad del problema se necesita de un trabajo intersectorial, entre instituciones estatales, y multidisciplinario, “muy bien coordinado por SESAN”, para hacer que esto funcione.
En 2012, el gobierno del Partido Patriota, presidido por Otto Pérez Molina, lanzó un ambicioso plan para cumplir la promesa electoral de reducir en un 10% la desnutrición crónica infantil y para prevenir y mitigar el hambre estacional (período de escasez de alimentos, entre abril y agosto, en especial, en el Corredor Seco) con el fin de evitar muertes por desnutrición aguda. Ese plan tenía un título que era una promesa: Pacto Hambre Cero (PHC).
Para alcanzar la meta, el programa insignia fue la llamado “Ventana de los Mil Días”, destinado a niños menores de dos años en 166 municipios priorizados. Al final, el gobierno Patriota nunca presentó mediciones sobre el impacto de esta parte del plan, por lo que fue imposible medir si la promesa electoral se había cumplido.
Un grupo ad-hoc evaluó las encuestas que el gobierno del PP diseñó para medir el impacto del programa. Lo único que la SESAN presentó fue la proyección de una cifra parcial de reducción de 1.7% en los dos primeros años del gobierno Patriota. La administración de Pérez Molina lo atribuyó al impacto de Hambre Cero. Los especialistas, sin embargo, dijeron que era un monitoreo “descriptivo” y no una evaluación de impacto. Nunca hubo evidencia estadística de la mejoría presentada.
Luego, ese gobierno hizo malabares para justificarse. En 2014, compararon la encuesta descriptiva para medir Hambre Cero con una encuesta nacional de 2008-2009 sin inferencia departamental, lo que hacía la comparación imposible.
Esto sirvió para invisibilizar la realidad: La prevalencia de la desnutrición crónica para niñez menor de cinco años aumentó de 59.9% a 60.7% entre 2012 y 2014. La prevalencia entre la población específica a la que iban dirigidos los programas de Hambre Cero aumentó un 4.4%, de acuerdo con el Grupo de Análisis Estratégico para el Desarrollo (GAED).
Cuando el gobierno del FCN y Jimmy Morales llegaron al poder, el nombre del plan cambió, ahora se conoce como Estrategia Nacional para la Prevención de la Desnutrición Crónica (ENPDC) 2016-2020.
Lo que no cambió Morales fue el tamaño de la promesa: él también se comprometió, en su primer discurso como presidente el 14 de enero de 2016, a reducir el 10% de la desnutrición crónica infantil en cuatro años. El entonces nuevo mandatario dijo que iba a hacer un uso adecuado de los recursos, así como a efectuar monitoreos mensuales para garantizar que los resultados sean efectivos.
Todo eso tampoco ocurrió.
El 7 de febrero último, tres años después de las promesas de Morales, el vicepresidente Jafeth Cabrera reconoció que el gobierno no cumplirá, y bajó el umbral propuesto al inicio de su gestión: dijo que su administración solo reduciría el 5% de la desnutrición infantil. El vicepresidente lanzó sus cifras: “Nos queda muy poco período de Gobierno y en algunas regiones como la región chortí hemos disminuido hasta un 6%. En otras regiones no se ha logrado, apenas llegamos a 1.6% por múltiples causas”, dijo Cabrera.
Toda esta numerología contrasta con las mediciones más amplias, esas según las cuales la desnutrición en 2018 creció casi siete puntos porcentuales respecto a 2015. Y todas las cifras, en general, chocan con metodologías de medición que son, por decir lo menos, deficientes.
Juan Carlos Carías, de la SESAN, reconoció que los expertos que plantearon la estrategia para la reducción de la desnutrición crónica no consideraron una medición a mediano plazo. El único referente que hay, aceptó este funcionario, es el llamado SIGSA, un sistema de información gerencial de la salud pública que es alimentado por enfermeras en el campo con la información de los pacientes que atienden. El SIGSA es solo eso, un compendio de cifras que ni siquiera son analizadas.
Fue el 6 de diciembre, cuando el Conasan, que preside el vicepresidente Cabrera, presentó la evaluación nutricional de seguridad nutricional para 2018, el que, al compararlo con la encuesta ENSMI 2014-2015 refleja el aumento en la desnutrición. Es decir, el informe del ente presidido por Jafeth Cabrera contradice las proyecciones triunfalistas de Jafeth Cabrera.
La evaluación de 2018, realizada por el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y Unicef con apoyo de las autoridades locales, también arroja otros datos que certifican la gravedad de la desnutrición infantil en Guatemala.
Por ejemplo, el 60% de los casos está en el grupo etario entre 36-48 meses, al que pertenece Nery, el hijo menor de Hilda Rivera de Jocotán. El 19% de ese grupo ya presenta retraso de crecimiento severo por mala nutrición.
Más grave: los casos de desnutrición aguda a nivel nacional, la que mata niños y niñas, afectan al 2% de los menores guatemaltecos. Este porcentaje está casi tres veces por encima del 0.7% que presentó la ENSMI 2014-15.
Solo en Oquén, la aldea en que viven Hilda Rivera y sus hijos, han encontrado una prevalencia de más del 60% de desnutrición crónica durante los últimos años. En la segunda semana de marzo pasado, cuando se hicieron las mediciones en Jocotán, encontraron al menos dos casos de desnutrición aguda. Según Cecilia Gutiérrez, nutricionista de la Asociación de Servicios y Desarrollo Socioeconómico de Chiquimula (Asedechi), la ONG local que realiza las mediciones, esta es una de las comunidades con los índices más altos de desnutrición aguda, por lo que puede ser que la tasa salga más elevada de la que hay a nivel nacional.
«Cuando el gobierno del FCN y Jimmy Morales llegaron al poder, el nombre del plan cambió, ahora se conoce como Estrategia Nacional para la Prevención de la Desnutrición Crónica (ENPDC) 2016-2020».
Solo una promesa
La pobreza, sus causas, son plenamente visibles en las aldeas de Jocotán y sus caminos. Se ve, por ejemplo, en la erosión de los suelos y en la escasez de agua del municipio. Entre la escuela de Las Lajas y el centro de Jocotán hay un puente bajo el cual pasa una microcuenca de casi 6 metros de profundidad. Está seca. Hay un pozo a la orilla, pero en época seca es solo un hoyo.
Dice Rolando Pérez López, líder comunitario: “El año pasado perdimos las cosechas, la mayoría perdió su maíz y frijol. La gente ha reducido el alimento, si antes comía seis tortillas, hoy comen tres al día. Frijol, (comen) si consiguen el dinero para comprar y cocinar, si no, solo tortillita con sal”.
Es una imagen común en esta zona de Guatemala. La de un espacio en el que podría haber agua, pero no hay; es, también, la imagen de una promesa vacía. El suelo aquí es pedregoso; se seca rápido. La vista panorámica de Jocotán es seca, árida y con pocas zonas verdes que retienen mejor la humedad. Poca agua, poca cosecha, poca comida.
La capacidad adquisitiva de la mayoría de las familias en el caserío Las Lajas es mínima, aunque ya hay casos de migración y remesas que se ven reflejados en casas hechas de adobe y block con pisos de tortas de cemento y dos niveles. Estas construcciones se pueden observar a la par de viviendas con techos fabricados de hojas de palma seca, un solo nivel y piso de tierra.
Los que no tienen familiares migrantes que les envíen dinero, como es el caso de la familia de Hilda Rivera, deben buscar trabajo en lo que saben hacer: agricultura y artesanías. El único que trabaja para mantener a esta familia de 8 es Juan González, esposo y padre, que sale todos los días a las plantaciones de café cercanas para sacar la cosecha. Si le va bien hace 40 quetzales al día: unos 5.20 dólares, esto es 0.65 dólares diarios por cabeza.
Las cifras estrambóticas de los presupuestos gubernamentales parecen perderse en pasillos que no llegan hasta Jocotán. Y la comparación entre esos números y el ingreso de estas familias resulta grosera.
Entre 2013 y 2018, el Estado guatemalteco presupuestó un promedio anual de 32,266,500,000 de quetzales (unos 4.2 millardos de dólares) para atender la seguridad alimentaria y nutricional del país. El monto se distribuye entre entidades centralizadas y descentralizadas que no siempre han tenido buenos historiales de efectividad en la ejecución de esos presupuestos. Fue hasta 2018 que, según el gobierno, la ejecución se acercó al 90%.
Aun así, todo eso suena a muy poco en Jocotán, sobre todo cuando hay sequía.
Juan González, el marido de Hilda Rivera, ha tenido que irse a los cortes de café este año, porque de sus cosechas de maíz “no salió nada”, según cuenta la mujer al recordar que en los últimos cinco años la canícula se ha prolongado hasta interrumpir las lluvias que alimentan la agricultura.
A Juan González le quedan solo un par de semanas antes de que termine el mes y la época del corte de café. Hilda Rivera cuenta que está preocupada y ha empezado a hacer más petates para vender en Jocotán por Q10 o Q15, si tiene suerte. Ninguno de los esposos González Rivera cuenta con la escolaridad para dedicarse a otra cosa que no sean las artesanías o la agricultura. Ella ni siquiera fue a la escuela y de sus 6 hijos solo tres asisten a clases.
-¿Por qué Glenda -de 15 años-, Fabio -de 14- y Doris -de 6- no estudian?
-Ella (Doris) dice que no les gusta y los otros dos ya terminaron la primaria y no quisieron seguir.
-¿En Lajas hay secundaria?
-No.
-¿Y quiénes sí van?
-Él (Nery) sí va, Roxana -10 de años- y Blanca -de 9- también.
-¿Los niños saben hablar español?
-No.
La falta de escolaridad de la familia González Rivera es otro de los síntomas de su pobreza. Y es otra de las deficiencias estatales a las que ni el Pacto Hambre Cero del PP, ni el plan de Jimmy Morales lograron dar cobertura. La debilidad del Estado para coordinar sus instituciones está en la base de los fracasos estatales a la hora de llevar al territorio sus estrategias y sus presupuestos, opina Lucrecia Hernández, exministra de Salud.
Juan Carlos García, el titular de la SESAN, enumera la lista de logros escrita por las autoridades cuando se le cuestiona por situaciones como las de Jocotán.
Dice que, a nivel nacional, el gobierno ha recuperado sistemas de riego que estuvieron sin mantenimiento para favorecer la producción de alimentos locales y ha impulsado proyectos de producción de huevo y desarrollo de cosechadores de agua.
Que se mejoró la asistencia alimentaria y la atención de emergencias a la gente afectada por la canícula prolongada a través de cupones canjeables por alimentos. Que se implementará el seguro agrícola como plan piloto.
Desde los caminos polvosos de Oquén todo eso suena a poco. Un colaborador de la ONG local que trabaja en el lugar, concede que el gobierno ha llevado sistemas de miniriego o mangueras por goteo. Lo que falta es el agua.
“Aquí tenemos que buscar una manera de generar agua. Tenemos la microcuenca Oquén. Lo ideal sería, de repente, hacer como una balsa de contención para cuando hay un buen invierno captar el agua y de esa hacer como una laguna artificial para que las familias tengan acceso a agua para riego”, considera el colaborador.
Rolando Pérez López, líder comunitario de Las Lajas, comenta que el Ministerio de Agricultura (MAGA) les dio dos cupones de 250 quetzales a cada familia, que intercambiaron por tres sacos de maíz, de unas 80 libras cada uno. Eso, en las familias grandes, alcanzó para unos ocho días de alimentación.
A Hilda Rivera lo que casi nunca le falta es justamente eso: el maíz. Pero según el estudio “La seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo”, elaborado por la FAO y otras agencias, el 15.8% de la población guatemalteca está subalimentada. Este porcentaje coloca a Guatemala como el tercer país con mayor desnutrición de Latinoamérica y como el único que se ha estancado en la lucha contra la desnutrición en los últimos 10 años. Este informe internacional muestra que, en los países con mayores casos de desnutrición, las poblaciones más vulnerables son las indígenas y las rurales, como la familia González Rivera.
Según Carías, de la SESAN, la Ventana de los Mil Días ha sido mejorada. Asegura que Jocotán es uno de los municipios que más asistencialismo ha recibido con apoyo nacional e internacional en los últimos 10 años, y que el actual alcalde ha implementado mejoras en la seguridad alimentaria y supervisado la atención en el primer nivel de atención del sistema de salud. Poco se reflejan en las cifras de desnutrición de los niños de Las Lajas.
Juan Carlos Carías va más allá en su explicación al intentar justificar la falta de resultados; dice, por ejemplo, que no es representativo hablar solo de Jocotán, porque “todo el país necesita apoyo e intervención, y lo que es urgente es darle cobertura de agua para consumo a toda la población”.
Ante la falta de resultados y el aumento en los porcentajes de desnutrición nacional, la extitular de Segeplan, Karin Slowing, opina que hacer programas temporales aislados, como la Ventana de los Mil Días, no resuelve el problema. “Hay que asegurarse que los niños con desnutrición crónica van a comer todos los días durante los próximos 20 años de su vida y que van a comer bien”, dice.
Algo similar piensa la exministra Lucrecia Hernández. “Esto es una cuestión que rebasa a un ministro, a un ministerio o a un secretario, entrarle a la coordinación interinstitucional tiene que ser una decisión política y de política pública al más alto nivel: entiéndase, del presidente”, asegura.
Las explicaciones de Hilda Rivera, la madre de 6 niños de la aldea Oquén, son más urgentes. En su español básico, desde su timidez, describe su pobreza: ella hace la comida diaria con los ingredientes baratos que va encontrando cada día. Casi siempre tiene maíz y una planta rica en nutrientes conocida como quilete, una especie de hierba mora que se prepara en caldos y guisados. “Cuando hay, frijol; cuando no hay se come tortilla con sal o quilete”, explica como quien lee una sentencia.
Hilda no recuerda qué comieron el día anterior, sí se acuerda que hubo comida. Hoy, después de un desayuno que había consistido en huevo con aceite, el almuerzo será 4 sopas de vaso para los 8 integrantes de la familia. La cena, frijoles si los encuentra, y si no – y si no- sopa de quilete. Otra vez.
Este reportaje se realizó en el marco del Ciclo de Actualización para Periodistas (CAP).