“A veces el periodismo es hermoso, insurrecto y pleno y anarquista y voz de los sin voz y vale la pena”, escribe Óscar Martínez en su nuevo libro Los muertos y el periodista (Anagrama, 2021). Él es jefe de redacción del periódico digital El Faro, un medio reconocido internacionalmente por haber sido el primero de América Latina nativo de internet. Uno que nació en El Salvador de la posguerra, aunque su mirada está puesta en Centroamérica.
Los muertos y el periodista no es solamente un libro acerca de la actualidad de El Salvador o
Centroamérica. Cuando se avanza entre sus páginas, la sensación de atemporalidad, pese a datos y fechas suscritas, es una huella que impacta al lector contemporáneo pero también al que está por venir y que además es universal, porque Los muertos y el periodista es más que una crónica y no menos que un ensayo. A veces libreta de apuntes o cuaderno de viajes. A ratos
confesionario y recuento de memorias. Todo el tiempo una cascada de dudas. Dudas espinosas
pero certeras. Dudas profundas como los pozos humanos que hilvanan sus historias.
En anteriores libros de Martínez, el periodista coloca frente al lector un mapa de hechos que
conllevan a ciertas conclusiones sobre temas muy específicos. Por ejemplo, en Los migrantes
que no importan (2010, Frontera Press), basta un tramo de las primeras nueve crónicas que
componen el libro, para descubrir a una frontera sur que es salvaje para quienes transitan a
cuenta gotas de manera ilegal desde Centroamérica hasta Estados Unidos. Pero en cambio en su
último libro, el mapa está desdibujado, porque la apuesta no es crear una cartografía acabada
sobre la investigación periodística, sino que se trata de disponer una serie de rutas para luego
emprender la construcción de un mapa.
En Los migrantes que no importan Óscar narra los dantescos parajes de explotación sexual que
evidenció en Tapachula, o los horrores que ocurrían en Arriaga con los migrantes embestidos por el tren. Son historias que ha trabajado desde el periodismo narrativo, pero que al menos aún, todavía no las había socializado como proceso, como el resultado de una marea de preguntas. En Los muertos y el periodista es eso: sus procesos, sus compulsiones, sus aciertos y desaciertos en aquellas coberturas que ya han sido presentadas al mundo, pero que ahora decide desenterrarlas desde el trabajo que casi nunca se nos cuenta a los lectores, de todo aquello que se hizo y que no se hizo para llegar a ciertos lugares, a ciertas personas, a ciertos testimonios.
Tras casi ya quince años ejerciendo el periodismo en temas relacionados a violencia social y
migraciones, Óscar Martínez decidió desnudar sus preguntas y reflexiones sobre el oficio de
contar historias de la vida real en este libro inquietante. Historias reales que parecen sacadas de
una película de terror. Historias de vidas humanas que habitan cotidianidades monstruosas.
Historias de campesinos asfixiados por la impunidad. Historias de policías que cometen
masacres. Historias de políticos que padecen de cleptomanía crónica. Historias de víctimas que
también son victimarios. Historias periodísticas que no agotan sus propias preguntas.
A veces libreta de apuntes o cuaderno de viajes. A ratos
confesionario y recuento de memorias. Todo el tiempo una cascada de dudas. Dudas espinosas pero certeras. Dudas profundas como los pozos humanos que hilvanan sus historias.
Si bien el libro contiene diferentes relatos periodísticos que destacan las dinámicas de la
violencia en Centroamérica, basta entender la historia de tres cadáveres (el de Rudi, Wito y
Herber) que aparecieron desfigurados en un cañaveral entre los últimos días de diciembre de
2017 y los primeros días de enero de 2018. Esto no es un spoiler porque Martínez lo anuncia
desde el principio.
¿Qué puede ser un spoiler cuando hablamos en términos periodísticos?, ¿qué información puede
postergarse si prima el verbo comprender más que sorprender?, ¿qué se cuenta y qué no de la
vida y muerte de unos desamparados?, ¿es válido el azoro en un periodista?
La historia de Rudi y sus dos hermanos, los muertos a los que alude principalmente el título, no
puede entenderse sin empalmar con otra de las coberturas que narra Martínez. La que enmarca a Consuelo Hernández de Ramírez, una madre que fue testigo de cómo un grupo de policías
asesinó a su hijo de 20 años en una finca ubicada en el municipio de San José Villa Nueva en el
departamento de La Libertad, ubicado en una de las costas salvadoreñas, en marzo de 2015.
Ese desgarrador fragmento de la vida de Consuelo, forma parte de una crónica que publicó la
unidad que investiga violencia de El Faro, Sala Negra y está firmada, además de Óscar, por los
periodistas Roberto Valencia, Daniel Valencia Caravantes y Efren Lemus. La crónica se titula:
“La policía masacró en la finca San Blas”. La historia detrás de esa crónica no es sólo un
laberíntico camino hacia la revelación de un acto atroz que se intentó ocultar, es también un
testimonio periodístico sobre los límites de hacerse preguntas e insistir para obtener respuestas, pero además, es también un ejemplo de por qué a veces el periodismo sí cambia algo. En este caso abrió una investigación fiscal que luego se convirtió en juicio y también en condena
internacional.
Pero desde luego, no todo el tiempo es así. Incluso es casi un hecho extraordinario cuando el
periodismo es capaz de cambiar el rumbo de la vida colectiva de un país. Hacer periodismo en
una región tan incierta, conlleva sus entuertos. La mayoría de veces es un camino salpicado de
minas. El libro de Martínez es muy claro en este sentido, no sólo porque el periodismo, el buen
periodismo, desenreda las marañas más peligrosamente atadas por historias de pandilleros,
presidentes corruptos, narcos, sicarios, migrantes, presos políticos o combatientes de guerra; el
oficio puede ser un claroscuro porque también algunos colegas lo llenan de vicios y bulos que lo
vuelven presa fácil de los discursos de odio o lo que es peor: la indiferencia de las audiencias.
«La historia detrás de esa crónica no es sólo un
laberíntico camino hacia la revelación de un acto atroz que se intentó ocultar, es también un testimonio periodístico sobre los límites de hacerse preguntas e insistir para obtener respuestas,
pero además, es también un ejemplo de por qué a veces el periodismo sí cambia algo.
Y por esto último, Los muertos y el periodista, puede no ser del agrado de algunos miembros del
gremio, porque Martínez prefiere señalar los vicios en los que un periodista o un medio puede
caer, en vez de concederle simpatía a los telediarios que no investigan, sino que sólo muestran
escenas del crimen y reproducen las versiones oficiales de todo, con cifras pero sin historias, con datos pero sin entendimiento.
“Nuestro trabajo no es estar en el lugar indicado a la hora indicada. Ese es el trabajo de los
repartidores de pizza o de los trenes. Nuestro trabajo no es decir cosas. Nuestro trabajo son
otros verbos: entender, dudar, contar, explicar, desvelar, revelar, afirmar, cuestionar”, dice Óscar para aproximarse a esta problemática. A esta epidemia que muchos medios sufren por las
premuras injustificadas que no llegan a agregar a una noticia, necesariamente, de valor
periodístico.
Entender. Dudar. Son dos verbos que palpitan constantemente a lo largo del libro. Un libro que,
desde las lecturas previas al trabajo de Martínez, precisa decir que es este su trabajo más
personal. No por eso menos riguroso, pero sí mucho más problematizado desde sus propias
maniobras. Si el trabajo de un periodista no es estar en el lugar y momento indicado, entonces su trabajo es uno que requiere un poco más que saber por qué lado de los puntos cardinales se
oculta el sol. El trabajo de un periodista pasa por dos claves. Pasa por muchas, pero dos son
esenciales, motores de búsqueda: dudar y entender. La primera porque sólo así se puede permitir el hacerse preguntas. El segundo porque sólo así, entendiendo, se pueden responder (o no) dichas preguntas.
Y por eso es complicado y arriesgado. Por eso hay un margen en donde el conflicto personal
asedia la vida de un reportero, cuando este se acerca cada vez más al entendimiento de un
fenómeno. Tras varios años entendiendo la violencia, Martínez ha logrado afinar una mirada
política sobre ella. La violencia como método de control social, tanto por grupos del crimen
organizado como por Gobiernos. La violencia como patología de una sociedad que no ha
conocido la justicia, que carece de memoria a largo plazo o que dicho de otra forma, ha
privilegiado a la impunidad por encima de todas las cosas.
Leer hoy día un libro como el que nos muestra Martínez, también conlleva cierto grado de
aventura, de riesgo, de atrevimiento. Al menos en el país de donde vengo: El Salvador. Más allá
de lo filosófico, el libro tanto en la práctica como en la teoría, se enfrenta a discursos autoritarios que no hacen otra cosa sino validar la política del miedo y la violencia de la que tanto se habla entre sus páginas. Y para ello sólo cuento un anécdota: Luego de que el Congreso o La Asamblea Nacional de El Salvador, con mayoría oficialista, aprobara en abril de 2022 una serie de reformas al Código Penal y a la Ley de proscripción de maras y pandillas, en un contexto de Régimen de Excepción, se buscó prohibir, a través de estas modificaciones a la ley, la difusión de mensajes-sin importar el formato- que tuvieran relación con miembros de pandillas. Las penas que conlleva esta reforma van de los 10 a los 15 años de prisión, a aquel periodista o comunicador, que publicase información que viniera de las pandillas. La Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) consideró esta acción como una mordaza. Un tipo de censura colocada con el pretexto de combatir la delincuencia.
La violencia como patología de una sociedad que no ha
conocido la justicia, que carece de memoria a largo plazo o que dicho de otra forma, ha privilegiado a la impunidad por encima de todas las cosas.
A raíz de esta modificación de ley diversos medios de comunicación, editoriales y empresas de
difusión cultural -que no mencionaré por seguridad de las mismas -tuvieron que cambiar
operaciones, ocultar o publicar bajo el anonimato información relacionada a pandillas, por temor a ser incriminados por el bukelismo gracias a esta ley mordaza. Cuando fui a buscar la
publicación a una librería, cuyo nombre también reservaré, al preguntar por él me di cuenta de
que el libro de Martínez había entrado en una lista de lecturas prohibidas. Una especie de
demiurgo satánico encadenado en las mazmorras de las bodegas de aquella librería. Un libro que era vendido debajo de aguas, desde el secreto confidente de un producto ilegal.
Fui apartado y guiado hasta la caja de pago. Esperé unos minutos mientras uno de los empleados desaparecía para volver del interior de una puerta en la que se lee un rótulo: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. El sujeto me extendió un paquete con envoltura de papel. Me observaba en silencio. Desenfundé el papel que cubría el libro y con discreción el buen empleado me dijo: ¿se lo va a llevar?, en un tono que claramente buscaba interrumpir la acción de sacar el libro ahí.
Leer a Martínez pese a todo es refrescante, porque dudar y entender son quizá las herramientas
más efectivas en tiempos de opacidad y propaganda. Entender el mundo y los mundos que en él
habitan. Entender que hay oficios, como el periodismo, que implican un exceso de modestia para seguir haciéndose preguntas y arrojar luz a lo indecible, a esas regiones de la humanidad en donde la muerte violenta es una política de Estado y una historia cotidiana. Donde a veces es
también comida para zopilotes con cámaras y micrófonos.
En Los muertos y el periodista no sólo hay muertos.
Hay periodismo: del malo y del bueno.
Hay un periodista que a veces también busca desenterrar su voz de autor.
Hay un periodista que se estremece, se enoja y hace amigos en el camino.
Hay un periodista que persigue patrullas policiales.
Hay un periodista que tiene miedo. Pero es valiente.
Hay preguntas.