“Hoy cumplo exactamente tres semanas de estar en el hospital desde aquel 7 de julio que vine saturando 51% de oxígeno ,con dolor en mi pecho sintiendo que podrían ser el último día de mi vida ,con mucho miedo y dolor , hoy ya casi recuperado”. 28 julio. @charlesgyborin
En los últimos días de junio toda la familia de Carlos Dávila comenzó a sentirse mal. Su esposa, su hija de 15 años, su hijo de 16 y su hijo de 21. Al principio se resistían a creer que era coronavirus y pensaron que sería algún virus o bacteria corriente, de las que andan por el entorno, que, desafortunadamente, había llegado a su casa de la zona 1 de Ciudad de Guatemala. Sus síntomas no distaban de los de una gripe común: dolor de cabeza y fiebre, y comenzaron a medicarse por su cuenta.
Sus hijos pequeños fueron casi asintomáticos y, al cabo de pocos días, ya estaban bien. Pero Carlos, electricista de 42 años, no mejoraba. Tenía fiebre y dolor de cabeza y músculos que, poco a poco, comenzaron a ser más agudos. Cada vez tosía más y no lograba conciliar el sueño. A los 3 días, su hijo mayor, el único de la familia con seguro médico, del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), fue a hacerse la prueba. Le dio positivo a Covid19. Y así fue como toda la familia aceptó que, efectivamente, se habían contagiado de la nueva cepa de coronavirus.
En ese momento, Guatemala se encontraba en el pico de la primera ola de la pandemia. El 4 de julio presentó 1,221 contagiados y 36 fallecidos, uno de los días con más positivos reportados por el gobierno de Alejandro Giammattei en casi nueve meses de Covid19. Los hospitales anunciaban que estaban colapsando y los 1.2 millardos de quetzales presupuestados por el Congreso para combatir los efectos de la Covid19 no daban señales de convertirse en más insumos médicos o medicamentos.
Carlos no sabe dónde se pudo haber contagiado, quizás fue en uno de sus viajes por Ciudad de Guatemala, instalando lámparas, impermeabilizando terrazas o colocando calentadores. O quizás fue alguno de los miembros de su familia. Pero, en algún momento, los virus de la nueva cepa de covid, Sars CoV 2, entraron por su boca, su nariz o sus ojos. Se acoplaron en las proteínas ACE2 que rodean sus células y entraron en ellas, reproduciendo a gran velocidad hasta hacerlas estallar, y continuaron su viaje por su cuerpo. Pasaron a su garganta, inflamándola y provocándole la tos. Después a sus pulmones, inflamándolos e impidiéndole respirar. Según sus síntomas, el virus también se encontraba viajando por su flujo sanguíneo, provocando que su mismo sistema inmunitario generara pequeños coágulos para tratar de frenar al virus. Estos hicieron que Carlos, quien en los últimos años había ganado peso, tuviera las piernas muy hinchadas y no pudiera moverlas.
Cuando llamaron al doctor, el siete de julio, llevaba ocho días tendido en la cama. Para ese momento, sus hijos lo trasladaban cargado al baño y respiraba muy mal. En cuanto lo vio, el médico le mandó al hospital. Su miedo, según le expresó, era que con su estado de agitación le diera ataque al corazón.
Veía formas raras, él cree que debido a la falta de oxígeno y de sus lentes, una especie de alucinaciones: veía caras y distintas figuras que iban cambiando de forma. Las alucinaciones, según algunos artículos científicos que leyó sobre los efectos del coravirus, pudieron deberse a afecciones en el sistema neuronal.
Al llegar al hospital, desde las ventanillas de la ambulancia, comenzó a ver una cantidad impresionante de gente en las afueras de este complejo, que ocupa una manzana entera entre la 2nda Avenida y la avenida Elena. El San Juan de Dios es el hospital público más grande del país y que atiende, diariamente, a 1500 personas. Además, es el centro hospitalario que más enfermos graves de Covid19 asiste.
Pero Carlos, quien estuvo gritando del dolor de pecho durante todo el viaje en ambulancia, no tuvo que esperar. Nada más verle llegar los enfermeros le ingresaron. En ese momento, saturaba al 55 por ciento, cuando una persona normal satura entre 95 y 98 por ciento. La cepa del covid se había hecho fuerte en sus pulmones.
Dentro de toda la confusión de la entrada, mientras su familia se iba a hacer los trámites burocráticos, un celador lo empujó en una silla de ruedas hasta entrar al área de enfermos de Covid19. Al separarse de su familia tan abruptamente, se quedó sin su teléfono móvil y sin sus lentes. Y, lo peor de todo, sin poder despedirse de ellos.
La habitación a la que le llevaron tenía las paredes pintadas de azul claro y las sábanas de las camillas de color rosado. Había unas 30 personas, todas conectadas a oxígeno artificial. Entre ellos pasaba el personal médico, las doctoras, los enfermeros, el personal de mantenimiento, todos parecían recién llegados del espacio, con sus buzos azules de protección especial, sus lentes sus caretas y mascarillas. La toma de oxígeno artificial pronto hizo que sintiera alivio y su dificultad para respirar disminuyera, pero el frío del gas le secaba la garganta y el dolor de pecho y la fuerte tos no disminuían.
Pasó los dos primeros días en la misma silla de ruedas, esperando a ser trasladado a una camilla, mirando al frente. Allí durmió y vio transcurrir las horas hasta que por fin le asignaron una camilla.
Veía formas raras, él cree que debido a la falta de oxígeno y de sus lentes, una especie de alucinaciones: veía caras y distintas figuras que iban cambiando de forma. Las alucinaciones, según algunos artículos científicos que leyó sobre los efectos del coravirus, pudieron deberse a afecciones en el sistema neuronal.
Pero decidió no perder la paciencia. Ni cuando debido a su falta de movilidad para ir al baño le pusieron unos pañales, que se olvidaban de cambiarle, ni cuando por las noches tenía frío, o cuando no le administraban las medicinas y el dolor regresaba, y comenzaba a hacerse fuerte hasta volverse insoportable. Para desahogarse de su estancia en urgencias, en los ratos en los que se encontraba bien comenzó a escribir tuits contando su experiencia con el hashtag #sobreviviendoalcovid .
«Con una empatía por la gente y por mi me dijo que aguantara un poco e iba a ir a por su celular, ellos están totalmente cubiertos con doble mascarilla traje especial, careta y lentes, al rato regreso y logre por fin hacer mi anhelada llamada, llore al escuchar a mis hijos». @charlesgyborin
Contó Carlos en un tuit sobre la primera vez que pudo hablar con su familia. Fue seis días después de haber ingresado, gracias a Jerson, quien trabajaba en mantenimiento y le ayudó ofreciéndole su teléfono para contactar con su familia. Todos lloraron. Estaban muy preocupados.
Al cabo de unos días, le pasaron a otra sala de urgencias. En esta había unas 100 personas, todas convalecientes de Covid19. Había una familia entera, abuelos, padres, madres, niños. Enfermos de toda clase. Enfermos a los que ataban a sus camas. Enfermos que llegaban en condiciones terribles, que morían al ingresar. Enfermos que llegaban trasladados de hospitales como el Centro Médico o Herrera Llerandi, que se habían quedado sin recursos y habían tenido que pasar a ser atendidos en el hospital público. Había días en los que se desbordaban y algunos se quedaban en el pasillo. En esa sala no apagaban la luz en todo el día ni en toda la noche. 24 horas de actividad. Esto provocaba la desesperación en quienes no podían dormir, sus gritos de dolor y angustia, que él escuchaba tratando de conciliar el sueño.
Durante el día, los enfermos y enfermas se daban ánimos, y la recuperación de algunas de las pacientes sembraba la esperanza entre las demás. Carlos recuerda a un convaleciente al que le faltaba una pierna y que llevaba puesta una escafandra. Un personaje pintoresco que no desentonaba con lo que tenía a su alrededor. Los doctores con trajes espaciales y las formas que le hacía ver el virus. Al cabo de unos días, el hombre de la escafandra pasó a estar en la cama de su lado y comenzaron a hablar y a hacerse compañía. Se llamaba Luis Alberto García, tenía 74 años y era carpintero. Había vivido en El Salvador, México, Honduras y en Belice, donde pasó, le contó, sus mejores años. Era diabético y además fumador y alcohólico, y él mismo reconoció haberse contagiado en lugares donde no debería de haber estado. Sin embargo, con el paso de los días fue poniéndose bien y al cabo de 15 días salió recuperado.
Otro de sus compañeros fue don Sebastián, quien se contagió trabajando y, aunque llevaba una mascarilla de trapo, esta no impidió que un compañero tosiera a su par y el virus entrara en su organismo. Sebastián trabajaba en una empresa con IGSS, pero esta no había pagado las cuotas, y había terminado en el hospital público.
Lo más traumático de la estancia de Carlos en el San Juan de Dios fue su convivencia continua con la muerte. Muchas personas murieron en esa habitación de Covid19. Muchos al lado de su cama. Dejaban de hablar y Carlos se daba cuenta de que se habían fallecido. Según sus recuentos, morían entre 15 y 20 personas al día. En esos días, pasó tres noches sin dormir, el ver a tantas personas morir a su alrededor, pensaba que si dormía ya no iba a despertar.
Una noche, el dolor de su pecho era insoportable y no le daban ninguna medicina. Esa noche gritó y se peleó con el personal médico. Le hicieron un electrocardiograma, donde comprobó con alivio que su corazón estaba bien. Sin embargo, la trasladaron a un área donde había pacientes intubados. Carlos no recuerda a un solo de los pacientes intubados que sobreviviera, todos fallecían.
A él le medicaban con Vancomicina y Cefepime y le ponían inyecciones anticoagulantes, ya que, además del Covid19, en el hospital le dio neumonía. Sin embargo, a veces la dosis de los medicamentos era interrumpida, este es el motivo por lo que Carlos cree que su recuperación fue más lenta. Además, él debía comprarse medicinas para la tos. También se dio cuenta de que los medicamentos que le suministraban eran donaciones y que, por ejemplo, en anticoagulante requería que le pusieran tres inyecciones en vez de una por ser dosis muy bajas. En cuanto al personal médico, recuerda sobre todo que hubo gente muy buena y entregada.
«Después de 10 días logré una mejoría y eso que yo llegue “sin síntomas” ya que a parte de los 15 días acá ya me había tratado en mi casa 8 días más en total 23 en cama sin moverme , hace 5 días estoy en otra área recuperándome , esta enfermedad no solo ataca una cosa sino…» tuiteó el 22 de julio.
Al cabo de 15 días, cuando ya estaba mejor, lo subieron a una habitación, con baño y dos camas. Algunas personas llegaban a bañarse a su baño por lo que dedujo que había tenido suerte y que no todas las habitaciones tenían baño. Allí ya comenzó a caminar y comía normal, la comida que daban en el hospital, yogures y frutas, carne, pollo. Ya podía respirar mejor y asistirse sólo de unas cánulas de oxígeno a la nariz. Después de pasar 5 días solo en la habitación, llegó Jorge, quien se había enfermado cuidando a sus padres. Todos se habían puesto graves y él había sido trasladado al hospital San Juan de Dios. Llevaba un mes ingresado y seguía débil, sin poder caminar. Cuando su hermana, quien trabajaba también en el hospital, le dijo que iría a visitarle, Jorge se puso contento y explicó a Carlos que su hermana estaba cuidando de sus padres y que si ella ya estaba trabajando, sería porque sus padres ya estaban bien. Sin embargo, al llegar le dio la noticia de que tanto su padre como su madre habían fallecido hacía 15 días. Jorge se derrumbó y lloró fuertemente. Carlos, tendido en la cama de al lado, también. Es uno de los momentos recuerda con más tristeza dentro del hospital.
“Perdiendo nunca mi meta, de salir caminando y aunque sigo en recuperación de mi respiración sé que será una recuperación lenta y que con la ayuda de Dios mi familia y medicamento podré terminar con las secuelas de esta pandemia , 35 días internado que me han servido para ver muchas cosas y estar agradecido con Dios por tenerme aún acá , ya tengo mis bolsas listas tratando que no me gane la ansiedad , espero sentado en mi silla el momento que ya vengan por mi , toy feliz sinceramente , vuelta de página y mañana será diferente todo!”, tuiteó el 11 de agosto adjuntando una imagen de la mascarilla que le había acompañado durante todos los días de convalecencia en el hospital.
Ese día salió del hospital. Antes de irse, una doctora que leía sus tuits llegó a darle una mascarilla nueva, para que se la llevara de recuerdo, y le dijo que no se llevara la otra mascarilla, que estaba contaminada del hospital.
Su proceso de recuperación desde su salida del hospital no ha sido fácil. Carlos sigue arrastrando síntomas post covid, le sigue costando respirar y sigue débil. Al principio se le dificultaba conciliar el sueño. Pero, aunque pensaba que los días en los que veía tantas personas morir le afectaría, poco a poco está volviendo a su vida normal. Al trabajo y a su casa. A su familia. A su cotidianeidad. Sus amigos del colegio y ex compañeros de trabajo le apoyaron económicamente para sufragar todos los gastos de la enfermedad, que entre ambulancia, doctores y medicamentos extra ha subido a Q20,000. Ahora, espera recuperar pronto su función pulmonar, aún muy por debajo de lo normal. Carlos es uno de los 78.7 millones de infectados por Covid19 en el mundo, uno de los 135,000 contagiados en Guatemala. Él tuvo suerte, o dice fue un milagro o la asistencia del hospital público logró recuperarle.