NARRATIVA – INVESTIGACIÓN – DATOS

Migrantes: un homicidio, una agonía en el desierto y una pronta deportación

Migrar de manera irregular a Estados Unidos es un viaje incierto en el que se puede perder la vida. Sin embargo, hay guatemaltecos que se arriesgan porque en su país no ven un futuro. Las historias de Ribaldo, José y Josué reflejan que las personas huyen de Guatemala por la pobreza, falta de empleo y la falta de aceptación.


En la tarde-noche del domingo 14 de marzo en el cementerio de la aldea San José Tuilelén de Comitancillo, San Marcos fue enterrado el cuerpo de Ribaldo Danilo Jiménez de 17 años. Fue asesinado el 22 de enero en su intento de llegar a Estados Unidos y conseguir un empleo para ayudar a su familia. Su cuerpo, junto al de otros 15 guatemaltecos, fue encontrado en una carretera en el estado de Tamaulipas, México.

Esa masacre no pasó desapercibida por las autoridades mexicanas y el gobierno guatemalteco. El 2 de febrero se detuvo a 12 policías estatales por la muerte de los 16 migrantes. Según las investigaciones, fallecieron por disparos y luego sus cuerpos fueron quemados por los agentes policiales. 13 adolescentes se encontraban entre los fallecidos. Uno de ellos era Ribaldo Danilo.

Sus padres y hermanos lo vieron partir sin saber que ya no lo verían. Había salido con otro grupo de personas originarias del municipio de Comitancillo. Ribaldo Danilo iba a juntarse en Kentucky, Estados Unidos, con su hermana mayor, Jessica de 20 años que había migrado un año antes.

“A Ribaldo lo mató la policía”

Desde el 12 de enero, día que el grupo de migrantes salió de Comitancillo, San Marcos, Ribaldo Danilo estuvo comunicándose con su hermana, Jessica y su tía, Carmelinda que vive desde hace más de una década en Kentucky. Les iba relatando el viaje para que se lo contaran a sus padres.

“Nosotros contratamos a esos coyotes porque tenían su fama de que llevaban a todas las personas a Estados Unidos. Por todo el viaje íbamos a pagar Q115 mil, pero solo pagamos Q20 mil que fue cuando cruzaron la frontera de Guatemala con México. Lo demás lo pagaríamos con forme fueran avanzando”, relató Rodolfo, padre de Ribaldo.

Cuando el grupo de migrantes llegó a México, Ribaldo Danilo no se comunicó por algunos días con sus familiares. “Esos fueron días de angustia porque no sabíamos nada de él. No sabíamos si le había pasado algo malo”, contó.

Hasta que un día mandó un mensaje de voz por WhatsApp a su tía Carmelinda en el que explicó que un grupo de policías mexicanos les habían robado los teléfonos. El guía consiguió unos teléfonos y fue cuando se logró comunicar con su tía.

El jueves 21 de enero en horas de la noche fue la última vez que Ribaldo Danilo le habló a Carmelinda. “El dijo que estaban metidos en unos matorrales porque había personas que los querían detener. Dijo que en la mañana del día siguiente (viernes) estarían pasando la frontera de Estados Unidos. También dijo que se sentía cansado porque antes había estado en un carro y todos iban apretados”.

Ribaldo Danilo tomó la decisión de irse a Estados Unidos porque quería ayudar a sus padres. A pesar de que su hermana Jessica tenía un año de estar en Kentucky no había mandado dinero porque durante la pandemia no consiguió trabajo y porque también debe pagar la deuda de Q75 mil que le cobró el coyote.

El 18 de marzo Rodolfo Jiménez, de 37 años, y su esposa Judith Ramírez, de 36 años, se despidieron de Ribaldo Danilo, quien tuvo que interrumpir sus estudios de perito en mecánica para apoyar a sus padres con el cuidado de sus cinco hermanos pequeños.

“No te preocupes madre. Tu estás enferma y yo te voy a ayudar para que estés bien. Cuando llegue voy a buscar trabajo y te mandaré dinero”, relató Judith Ramírez que le dijo Ribaldo Danilo cuando se despedía de ellos.

Desde el 2018 a la fecha han fallecido 325 guatemaltecos en territorio mexicano y estadounidense en su intento de cumplir el famoso sueño americano. Los datos oficiales del Ministerio de Relaciones Exteriores dan cuenta que, de ese total, 270 fueron hombres y 55 mujeres. Aunque las autoridades reconocen que muchos guatemaltecos mueren y son encontrados en el desierto y Río Bravo.

Los datos fríos revelan que, de los guatemaltecos fallecidos en los últimos 40 meses, 163 fueron en Estados Unidos y 162 en México. Durante esos viajes de miles y miles de kilómetros también hay menores de edad que son llevados por sus padres u otro familiar.

La Cancillería informó que 30 menores de edad fallecieron en esa travesía.

Uno de ellos fue Ribaldo Danilo.

“Estuve a punto de morir en el desierto”

José Chután Orellana de 36 años tenía un taller de mecánica, pero las ganancias del negocio no eran suficientes para pagar una casa y cubrir los gastos de sus hijos pequeños. Él y su socio en el taller decidieron marcharse hacia los Estados Unidos en febrero de 2015. Tramitaron la visa mexicana y compraron un boleto de avión que los llevó de Guatemala a Chiapas y luego a Tijuana, México. Todo iba de maravilla hasta que llegó el momento de cruzar la línea.

Permaneció durante dos semanas en un hotel mientras el coyote se encargaba de hacer los preparativos para evadir los controles de la patrulla fronteriza. Estaba en un grupo de 15 que estaban dispuestos a jugarse la vida contra el desierto. Fueron llevados en una camioneta tipo panel a la frontera. Durante dos días esperaron el momento justo cuando las autoridades migratorias hacían cambio de turno para pasar desapercibidos.

“¡Ahora!” fue la señal que recibieron y que los obligó a trepar un cerco de alambres con el que se hicieron heridas. Después debían correr sin parar durante 10 minutos, debía ganar la carrera de su vida.

“En esa corrida se quedaron como 3 o 4, algunos se caían y a otros les daba miedo y se quedaban ahí. El guía corre, ese no está viendo quién se quedó y te levanta; ellos se van con los que van. Los que se caían o se paralizaban eran agarrados por la patrulla fronteriza”.

Los 11 que quedaron continuaron su trayecto por el desierto durante dos días hasta llegar a un lugar conocido como “el levantón” o “freeway”. En ese sitio los migrantes deben abordar un carro en movimiento para escapar de la zona de peligro. No hay espacio para llevar agua, comida o maletas. “El guía nos dijo que dejáramos la ropa y comida porque nos darían todo eso al alejarnos del área de controles”.

Había pasado 25 minutos cuando el carro en el que iba José se detuvo y bajó a todos los pasajeros. Adelante estaba un puesto de migración y retenes de la policía. La alternativa era continuar en el desierto, aunque ya no tuvieran comida o agua. Era caminar o ser deportados.

El guía, que también se bajó del vehículo, los llevó a un tipo de predio de trenes y con unas pinzas rompió las cadenas que bloqueaban el acceso a un vagón. Si tenían suerte pasaría un tren al que podrían subirse para avanzar en el desierto.

“El tren nunca pasó durante los días que estuvimos y el problema es que los agentes de migración se iban acercando; entonces nos dijo el guía: hay que caminar, y ahí empezó lo mero fuerte. Ahí empezó el verdadero sufrimiento”.

Durante dos días el grupo caminó por el desierto. No había agua, pero algunos llevaban galletas entre las bolsas del pantalón, que sirvieron para pasar el hambre. De día, el sol era devastador, quemaba, deshidrataba y provocaba insolación. De noche, el frío era tan fuerte que utilizaron bolsas de plástico como cobijas. Todos intentaban dormir aperchados mientras uno o dos se turnaban para hacer guardia.

Un día, mientras caminaban, uno de los migrantes tiró la toalla y quedó tendido en el desierto. Tenía las rodillas y tobillos inflamados. “Nadie podía llevárselo. Se quedó ahí solito, no sé qué sería de él o qué le pasó y si te quedabas ahí con él, te morías porque no teníamos ni comida ni bebida, nada. No se si se murió o lo agarró la migra”, relató José.

Durante una semana continuaron caminando en el desierto. Las plantillas de los pies estaban ensangrentadas, sus labios partidos y su cuerpo deshidratado. La desesperación del grupo comenzó a acrecentarse al punto de que el mismo guía, que en un principio se había comprometido a cruzarlos, estaba buscando a las patrullas fronterizas para tener refugio y alimento.

El dolor y agotamiento invadió el cuerpo de José de manera que la muerte parecía una mejor opción y una noche dijo a su amigo que lo abandonara. “Déjame aquí, ya no quiero saber nada, que aparezca la migra y que me venga a traer”, le dijo. “Pero como mi amigo era fortachón y alto me dijo: nombre, yo no te voy a dejar aquí y me jaló. Cuando pasábamos donde había como montañas de arena, yo no podía escalar porque estaba mareado y lo que él hacía era agarrarme y me tiraba al otro lado”.

Una noche encontraron una finca. El guía habló con el dueño y este accedió a que bebieran agua. Pero no era agua limpia, era el agua que le daban a las vacas y a los caballos. “Ya no nos importó si tenía gusanos o algo, solo empezamos a tomar”. Después comieron hojas y flores para engañar al estómago.

“Llevábamos días sin tomar agua y cuando lo hicimos no teníamos fuerzas. Llenamos con agua las bolsas de plástico con las que nos tapábamos y caminamos en el desierto. Al día siguiente el guía nos dijo: Hoy sí muchá, tenemos que seguir o nos quedamos aquí”.

El guía aún llevaba el radio con el que se comunicaba con otros coyotes y coordinaron un nuevo “levantón”. Cruzaron el cerco, se amontonaron en el vehículo y esta vez no hubo puesto de registro. Los coyotes los llevaron a un pueblo y les compraron menús de McDonald’s a los migrantes. “Nos dieron jugo y pan, pero no nos pasaba. Hasta gana de vomitar nos daba. Nuestro estómago estaba resentido porque no habíamos comido algo”.

José pensó que al llegar a una casa el sufrimiento acabaría, pero fue todo lo contrario. Los 11 migrantes fueron repartidos en pequeños grupos a diferentes casas. “Nos llevaron a una casa en Los Ángeles, California y nos repartieron con otros guías. Eran 3 o 4 migrantes para cada uno. Nos bañamos y nos dieron ropa nueva y zapatos”.

La primera noche que pasó en una cama durmió casi 15 horas. Se acostó en la noche y despertó después del medio día. Pasó una semana recuperándose de las heridas en los pies y la deshidratación. No podía caminar. Cuando logró pararse de nuevo, su conocido en los Estados Unidos llegó a traerlo y pagó US$5 mil 500 para que lo entregaran. “Uno siente la muerte con todo lo que pasa” aseguró.

Pasó tres años trabajando en un taller de mecánica y después decidió regresar a Guatemala por situaciones familiares.

Seis meses después de su retorno, en 2018, decidió intentarlo de nuevo, pero esta vez contrató un coyote desde Guatemala. Por el viaje pagó Q15 mil quetzales y se transportó en bus hasta la frontera de los Estados Unidos. Nuevamente, la travesía era en el desierto, solo que hacia el estado de Texas.

Cada guía llevaba un aproximado de 15 migrantes. Sin embargo, por un descuido de los guías dos grupos se juntaron. El problema está en que mientras más gente se aglomera, la patrulla fronteriza los detecta.

“Hubo discusión entre los guías y ya nadie agarraba para ningún lado. Al final llegó migración y agarró a varios. Con otro chavo nos fuimos corriendo para otro lado, pero nos perdimos”. Después de caminar por varias horas encontraron a otro grupo, su acompañante se quedó con ellos, pero José decidió seguir solo.

Durante 5 días caminó en el desierto, llevaba consigo comida enlatada y agua, pero no le alcanzaría si no llegaba pronto a una ciudad. Un día encontró una base migratoria y decidió entregarse debido al agotamiento y hambre. José fue llevado a un centro de detención y 12 días después lo deportaron a Guatemala.

Cifras del Instituto Guatemalteco de Migración (IGM) da cuenta que desde el 2018 a la fecha han sido deportados, desde Estados Unidos, un total de 128 mil 633 guatemaltecos, uno de estos fue José Chután, en su segundo intento de llegar. En ese mismo período desde México fueron deportados vía terrestre un total de 115 mil 863 personas.

Huyendo de un país que no cuida de sus adolescentes

“En mi casa era violentado por mi orientación sexual, solo quería huir y olvidarme de todo. En este país las personas homosexuales son violentadas y por eso solo quería irme. Quería una mejor vida en Estados Unidos al lado de mi tía que me comprendía”.

A sus 16 años Josué Posadas sufría de violencia psicológica en su casa. Su madre y padre no lo aceptaban por ser gay. El rechazo constante fue fortaleciendo el deseo de irse a Estados Unidos. A esa edad sacó su pasaporte e intentó tramitar su visa mexicana, pero la petición le fue rechazada.

El plan de Josué era irse en avión a la frontera entre México y Estados Unidos para que un coyote lo cruzara, sin embargo, ese plan se le arruinó. Tras este problema, sus tíos que viven en Estados Unidos lo pusieron en contacto con un coyote cuya promesa era llevarlo “tranquilo” en “carro” hasta territorio estadounidense, nada de caminar en el desierto.

El 24 de enero de 2020 salió de Guatemala. Sus padres lo despidieron en Huehuetenango y se subió a un carro con el coyote. “Abracé a mi papá, mi mamá no podía dejar se abrazarme. La abracé y le dije lo mucho que la quería. Me subí al carro con el coyote y vi a mi mamá por el retrovisor y me quebré y lloré. El coyote me dijo: ya lloraste, ahora vamos a prepararnos para irnos”.

Llegó a un lugar en el que había mas jóvenes. Una persona les dijo que debían abordar varios buses antes de llegar a la frontera. A las 8 de la noche llegaron a unas casas en las que le dieron comida y se bañaron. Minutos mas tarde salieron en un microbús y pasaron la frontera en Tecún Umán, San marcos.

Tras dos horas llegaron a un predio en el que compraron comida y agua pura. Los subieron a un pick up cuya palangana iba cubierta con una manta. Las personas se estaban ahogando y tuvieron que romper la lona para poder respirar. Para eso ya era media noche.

Tras varias horas de camino llegaron a un parque en el que había más de 500 personas. “En ese momento me di cuenta que la promesa de ir tranquilo en carro era una mentira”, señaló Josué. Empezaron a separar a las mujeres, niños, jóvenes y hombres adultos. Por medir 1.76 metros a Josué lo pusieron con los adultos a pesar de tener 16 años. Explicó que iban más de 150 personas en el camión.

“La gente no podía separarse dentro del camión. Ibas abrazado con las personas. No había espacio para nada. Esa gente se estaba muriendo y había varios que ya habían vomitado. Yo iba malo del estomago y cuando el camión frenaba el peso de los que iban a tras recaía en mi estomago”.

El furgón era de madera y eso le ayudó a Josué para poder respirar entre los espacios que quedaban entre las tablas. Se corrió al espacio en el que estaban las mujeres y los niños para ir más cómodo. Una mujer que iba con su bebé le pidió ayuda para que con un abanico le diera aire a su bebé. Otra mujer que iba con otro bebé le pidió ayuda para hacer una pacha.

Para salir de la ciudad en la que estaban pasaron un puesto de registro y después comenzó un camino de terracería rodeado de matorrales. Tras un tiempo en el camino, el camión se detuvo y los pilotos que iban en la cabina se bajaron y se pusieron a discutir con elementos del ejército mexicano. Los militares y coyotes estaban discutiendo aparentemente por dinero.

“Tras discutir por algunos minutos, uno del ejército le disparó a uno de los conductores (coyote) en la cabeza y cuando los demás empezaron a correr les empezaron a disparar, mataron a otro y los otros tres se fueron huyendo. Los militares nos empezaron a gritar que abriéramos la puerta o nos matarían”. A pesar de estos hechos que afectarían o impactarían a cualquiera, Josué lo narra en un tono demasiado tranquilo.

Los militares se fueron y ellos quedaron a la intemperie. A las 2:30 de la mañana llegó la policía y les pidieron 500 mil pesos mexicanos para dejarlos ir, dinero que no tenían. Una hora mas tarde llegó personal de migración y derechos humanos. Josué y su grupo estuvieron un día en un centro provisional y luego los llevaron a un centro de detención de migración.

“Llegamos a un centro de migración y parecía una cárcel. Nos quitaron el celular, las cintas de los zapatos y nos pedían nuestros nombres (…) había más de mil personas, ese salón era muy grande. Cada uno fue a traer un colchón. El olor era horrendo y el calor insoportable”.

A su tercer día encerrado en ese lugar, personal de migración llegó con Josué a pedirle información personal y si sabía algo de las personas que los llevaban. Él no dio información porque unos coyotes que estaban detenidos con él lo amenazaron con que no tenía que dar información. Al día siguiente llegó una persona y anunció que un grupo se iba a ir deportado.

“No subieron a un bus y me di cuenta que iba lleno de chavitos de 14, 14 y 16 años. Iba llorando porque desde la ventana veía que mis sueños se acababan, que regresaba al país de donde estaba huyendo”.

Sin embargo, no fueron deportados en ese momento. Fueron llevados a otro centro de detención cerca de la frontera con Guatemala. En ese centro había pandilleros que llevaban más tiempo detenidos. Josué pasó la noche en ese lugar y en la mañana subió otra vez al bus rumbo a un centro de migración de Guatemala en Quetzaltenango en donde lo esperaba su mamá.

Esa noche llegó a su casa, se acostó y lloró. Se quedó dormido y despertó hasta las 2 de la tarde. Tras entrar en depresión por no lograr llegar a Estados Unidos, se inscribió al colegio. Sin embargo, tuvo que abandonar los estudios porque a sus padres se les dificultó pagar por la llegada de la pandemia del COVID-19.

“En mi casa han cambiado algunas cosas. Estoy mejor psicológicamente. No estoy feliz como quisiera, pero soy más feliz que antes (…) se me pasó la euforia de quererme ir a Estados Unidos. Mis planes ahora son irme a Europa y hacer mi vida fuera de Guatemala”.

Las historias de Ribaldo, José y Josué, son las historias de miles de jóvenes y adultos que salen del país huyendo en busca de una mejor vida. Algunos tienen la oportunidad de llegar y conseguir un empleo, otros son deportados en su intento y muchos nunca regresan o si lo hacen es en un ataúd como el caso de los 16 que fueron asesinados en Tamaulipas, Chiapas. Ellos forman parte de los 325 guatemaltecos que han muerto en su travesía de lograr el sueño americano.

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