La lluvia terminó, pero los problemas no. Cientos de afectados por las lluvias siguen sin casa, incomunicados y sin cultivos. Algunos duermen con conocidos o amigos. Otros comenzaron a montar ‘champas’ en canchas de fútbol o en planicies de la montaña. El tiempo es eterno para quienes lo perdieron todo.
Ya pasó una semana desde que las dos tormentas ETA y IOTA destruyeron buena parte de las comunidades indígenas de Guatemala y el Estado aún no termina de auxiliar a los 360,000 damnificados. Los sobrevivientes del derrumbe que sepultó buena parte del caserío Quejá, en Alta Verápaz, comenzaron a colocar plásticos negros sostenidos con palos para formar casas de campaña, ‘champas’.
Mientras que, en algunas aldeas de Jocotán, en Chiquimula, donde el puente Jupilingo se partió por la mitad y los dejó a los pobladores incomunicados, las tormentas también mataron el único cultivo que se había logrado este año en esta región de por sí afectada históricamente por la sequía. Las historias del drama de estas comunidades indígenas son numerosas.
No Ficción presenta esta recopilación de testimonios con el objetivo de mostrar desde diferentes voces, la magnitud de lo sucedido y de las necesidades que enfrentan estos guatemaltecos. Las voces son de dos afectados, un soldado rescatista y de una activista que ha intentado llevar ayuda.
Erickson Castañeda, 25 años, soldado especialista del batallón humano y de rescate del Ejército.
La experiencia fue bastante impactante. El día 5 (de noviembre) salimos de la ciudad a las 3 de la tarde por transporte militar. Nos vimos afectados por las fuertes lluvias, la neblina, muchos ríos desbordados y derrumbes en el camino. Yo solo pensaba en la misión que nos dieron: llegar a Quejá. Se llevaban raciones frías, galletas, pan, refrescos, y en el camino íbamos comiendo.
Llegamos a San Cristóbal Verapaz a las 10 de la noche más o menos. Nos dieron de cenar en la municipalidad. A las 4 de la madrugada nos presentamos al puesto de Comando y fuimos informados del tipo de trabajo a realizar. Fue una fuerza de tarea en conjunto con la policía, bomberos y enfermeros.
Fue una caminata por la pura montaña de 10-12 horas para llegar a la aldea Quejá. Rodeamos el derrumbe por la parte de arriba porque era la única área para acceder a la aldea. Se nombró a una persona que iba con machete en mano entre todo el monte. Tuvimos que adentrarnos en las milpas. El terreno era bastante riesgoso para poder caminar y el suelo estaba agrietado. Llegamos a la carretera a lo que fue el derrumbe a las 4 de la tarde.
Yo ya había tenido una experiencia parecida en lo que fue Cambray en el 2015. Pero fue muy distinta porque en Cambray fue un acceso fácil por la cercanía a la ciudad, se vio bastante el apoyo de la gente que llegó a dejar alimentos. También se vivió lo que fue el sentido emocional porque había mucha gente llorando a las personas que habían fallecido.
En cambio, en lo que fue la aldea Quejá los únicos que se encontraban allí el día 6 (de noviembre) éramos nosotros y seis elementos de los bomberos municipales, nada más. No había personal de la comunidad. No había nadie llorando a sus familiares.
Cuando empezamos a caminar todo fue adrenalina porque nuestra prioridad era la búsqueda y evacuación de víctimas. Al llegar a Quejá sentí tristeza. Había camiones destrozados, unas 15 a 17 casas soterradas. Llegamos a las casas a decirles a las personas que evacuaran y no quisieron salir por sentimientos hacia sus cosas, casas, vehículos y animales.
Esa noche pernoctamos en lo que fue una vivienda de un comunitario en Quejá. A eso de las 10 de la noche tuvimos que salir corriendo ya que el cerro empezó a tronar, había ruidos y llegó un momento donde se vino un pedazo. Tembló el suelo. Todos tuvimos que evacuar porque no teníamos visibilidad.
Esa no fue la única vez que sentí miedo. Antes, cuando íbamos todavía camino a Quejá a eso de las 11 de la mañana pasábamos por la carretera y había mucho lodo que nos llegaba casi a la cintura. Al momento de pasar por allí se vino otro poco de tierra. Lo que hicimos fue tratar de escapar para no quedarnos soterrados también, fue bastante duro ese momento. Yo pensé en mi familia. Cuando salimos, en la oscuridad, todos comenzamos a preguntarnos si estábamos bien, si no nos habíamos lastimado.
Después de la evacuación por el derrumbe de la noche, los siguientes días dormimos al aire libre. Uno de nosotros se turnaba para vigilar a la montaña, siempre hubo niebla, lluvia y no teníamos electricidad. Nuestras vidas estuvieron expuestas en todo momento ya que nosotros estábamos al pie de lo que fue el deslave.
La primera extracción (rescate) se dio al día siguiente a eso de las 9 de la mañana. Esos cuerpos eran de una mamá y un niño que estaban juntos. Nos tocó bastante el sentimiento. Ella se encontraba en una posición de una madre queriendo proteger a su hijo. Los primeros cuerpos se encontraron en lo que fue la orilla del deslave porque más adentro ya era más dificultad. La mayoría de los cuerpos fueron encontrados soterrados. También, se encontraron varios cerdos soterrados, una vaca, bastantes pájaros y a la hora de la búsqueda se sentía el olor, olor a putrefacción.
El día 11 se lleva a cabo la localización de la última persona y ya no se podía trabajar más en el lugar. Fuimos los únicos que nos quedamos en la zona porque después del deslave los bomberos se retiraron. El batallón era de entre 40-45 elementos.
Lo que nunca voy a olvidar es a una persona de la tercera edad que fue evacuada de su vivienda. Él nos agradeció y nos bendijo por sacarlo. Eso me transmitió alegría.
Jaime Caal, 53 años, agricultor y vecino de Rancho Grande, Los Amates, Izabal.
Yo aquí estoy en mi casa en la comunidad de Rancho Grande, pero mi familia allá se encuentra en la aldea Chichipate. Yo me encargué de cuidar la casa, los cochitos y unas aves de corral porque cuando uno abandona la casa vienen otros a levantar cosas y por eso aquí estoy yo.
Con la segunda tormenta (IOTA) el río se niveló y todo se llenó otra vez de agua. Cuatro días nos llovió. El agua subió ahora como 40 centímetros en mi cuarto. Busqué unas mesas para colocar mis cosas, todo arriba de la mesa de modo que no se moje mi ropa, mi papelería, documentos y otros más. Allá lo tengo sobre dos mesas todavía. Solo tres camas que tengo se mojaron.
La primera vez fue más fuerte que la de ahora, la tormenta pasada (ETA). Allí tenía plantación de ayote y se la llevó. La casa dejó una parte sin forro por la correntada de agua. También había unos palos de cacao y lo afectó bastante porque el nivel del río subió y llegó como a 1.50 (metro y centímetros), la profundidad del agua en el cacao.
Cuando pasa una inundación lo deja, pero sin nada a uno. Como ya habíamos sembrado un poco de milpa y cuando se vino el agua pues la terminó. Se fueron unos animales y todo lo que tenía se lo terminó de llevar. Esa vez los de Conred (Coordinadora para la Reducción de Desastres), los bomberos y otras personas más vinieron a ofrecer apoyo a la comunidad. Yo ese día venía de camino porque había ido a trabajar en Livingston y mi señora me dijo que me viniera porque el agua ya inundó todo y agarré mi viaje para la aldea y me vine.
Desde ese día mi familia salió a Chichipate y se quedaron allá. Ya dejó de llover, pero ahora tenemos lodos en todas las áreas alrededor de la casa. Sigo yo solito cuidando la casa. Casi todos los que son jefes de las casas aquí estamos, solo las familias están afuera.
Apenas comemos, a veces aguantamos (hambre) porque no hay para dónde, no hay dónde comprar y estamos como a 8 kilómetros de la ruta. El alcalde de la muni llegó al albergue y llevó una caja que donó El Salvador y dejaron una por familia. A la familia les dan comida y refacciones, a nosotros no nos han dado nada. Ahora estamos a la mano de Dios. Mi familia está asegurada allá en el albergue y eso me hace sentir contento porque ellos están seguros.
Sofía Letona, 40 años, fundadora y directora de Antigua al Rescate
Las Pacayas (Alta Verapaz) estaba partida en dos por la inundación. En las pacayas lo que a mí más me impactó era la gente. Hicimos un puestecito de salud improvisado. La gente llegaba y nos decía, ‘Yo no puedo dormir’. ‘Siento que se me destiemplan los huesos y tengo frío’. ‘Me despierto y me doy cuenta de que ya no estoy en mi casa’. La gente salió de sus casas huyendo de la inundación con el agua hasta la cintura.
Nos fuimos cuatro días y entregamos víveres e hicimos jornadas médicas. Empezamos el viaje el 10 y volvimos el 13 (de noviembre). La ruta fue Jocotán, Zacapa, Alta Verapaz, Baja Verapaz y Quiché. En Jocotán solo había dos albergues, en ese momento todo estaba más tranquilo y controlado era en el área urbana. Allí evacuaron a personas que estaban cerca del puente Jupilingo.
Pasamos por muchos caminos horribles, si el camino estaba mal antes ahora se complicó muchísimo. El común denominador de todos estos lugares es que la gente estaba todavía como en shock porque tuvieron que salir en medio de la noche con sus hijos y con lo poco que lograron sacar. Cuando ellos regresaron, sus casas y cosechas estaban completamente acabadas.
Entre Las Pacayas y el Rancho se formó una especie de laguna natural en donde, todavía, un pedacito de Las Pacayas, está dividido en dos y el agua está haciendo nuevos caminos. La gente se siente enferma, tal vez no lo estén, pero físicamente están débiles, cansados, adoloridos, tristes, ansiosos.
Los niños completamente comidos por piquetes de zancudos, durmiendo en el piso y sin ropa nueva para el día siguiente. Es decir, la parte humana de todo esto es demasiado triste. Ver a la gente con esta gran incógnita de ¿qué va a pasar con su vida?, ¿qué van a hacer?. Algunos lugares siguen completamente bajo el agua.
Como Las Pacayas no es tan importante, tan significativa y no se murió alguien pues no ha llegado ayuda de ningún tipo y eso es más triste todavía porque nadie va a llegar. No importan. Son invisibles y lo que no vemos no nos mueve, no nos motiva, no nos provoca y no nos enoja.
A todos los lugares a donde fuimos llevamos víveres y adicional a eso la jornada médica. A las familias individuales les dejamos: frijoles volteados, sopas, azúcar, sal, leche, Incaparina, Maseca, algún atol, pasta de dientes, cepillo, jabón, shampoo, papel de baño y medicina. En los albergues dimos lo mismo, pero a granel todo en fardos o latas grandes.
Antes de Las Pacayas, nuestra primera parada fue en Jocotán. Allí la tristeza es que se fueron los cultivos y la poca auto sostenibilidad de que tuvieran sus alimentos y pudieran comercializar se fue con el agua.
En Gualán y Zacapa vimos cientos de comunidades incomunicadas. Sin agua, sin luz. Yo quisiera llegar a todos, pero no se puede y hay que priorizar. En Chicuz, Alta Verapaz, donde hay mucha gente de Quejá, ellos tienen miedo y ansiedad y no están en albergues sino que están con gente que los ha dejado entrar a su casa. Algo como, amigos, familiares, en terrenitos que les prestan, haciendo ‘champitas’ en un campito. No tienen la certeza de nada en este momento.
En esa carretera nadie controla, nadie del Ministerio de Comunicaciones, ni siquiera hay una cinta amarilla para que no se acerquen a la orilla de donde fue el derrumbe, es un abandono completo.
Esta semana hablamos con alguien en Quiché y son 1,400 familias que básicamente quedaron completamente incomunicadas en cuatro comunidades donde han perdido 50 casas. Me pregunto, ¿cómo llegamos a tanta gente? ¿Cómo hacemos para que esta gente tenga un poquito de algo?. Es frustrante no contar con todos los recursos.
Oscar Nolasco, 27 años, maestro, vivía en San Pedro Carchá, Alta Verapaz.
En el Facebook miré la tormenta que se avecinaba y decían que era peor que el Mitch, pero yo tenía 6-7 años cuando fue el Mitch y tengo un recuerdo muy vago. Yo en ese tiempo vivía en Izabal y no a la orilla del río. Un día fui (2 de noviembre) a comprar con la señora de la tienda de la par de mi casa y ella me contó que ella sí vivió el Mitch y que el agua les llenó totalmente las casas.
Entonces empecé a ir a ver el río cada hora y lo veía crecido. Mi patio se empezó a llenar de agua y ese mismo día me preocupé más, pensé en mis cosas, mi familia, mis hermanos. Me quedé pensando toda la noche y me levantaba a ver el río y estuve casi en vela, eso fue martes 3 de noviembre para amanecer miércoles.
Mi casa era de dos pisos y tenía un sótano. La noche del miércoles subimos todo al segundo nivel. Empezamos a las 8 de la noche y terminamos como a las 5 de la mañana del día siguiente. Pasamos estufa, refrigeradora, un trinchante, ollas, vajillas, unos muebles para despensa y otras cosas más. Dejamos casi vacío el sótano y la cocina. Creímos que ya no iba a subir más, pero el agua ya iba para las gradas que suben al segundo nivel y yo seguía midiendo cada hora el agua.
Ya estábamos cansados y dejamos unas cositas abajo, una cama, dos televisores antiguos. Una tía y dos tíos nos ayudaron, mi hermana, mi hermano, mi esposa y yo estuvimos luchando entre todos subiendo todas las cosas. En ese momento no tenía miedo, solo pensaba en salvar mis cosas.
A las 7 de la mañana salimos y fuimos a pagar un hotel. Toda la noche estuvimos al pendiente de las noticias y no dormimos. Vimos por las redes que el agua cubrió todo nuestro barrio. Teníamos miedo de que si el agua pasaba el primer nivel y llegaba al segundo se iban todas nuestras cosas y ya no íbamos a rescatar nada.
Fue muy preocupante todo. Pasamos tres noches y cuatro días en el hotel. Los alrededores del hotel estaban inundados. Lo bueno era que ese hotel estaba en una subida y no nos llegó el agua, pero no podíamos salir. El domingo que el agua había bajado regresamos a la casa.
En esos días hablamos entre la familia y decidimos buscar una casa porque teníamos miedo de que se pudiera derrumbar donde vivíamos, nos preguntamos, ¿cómo iba a quedar la tierra? y mejor pensamos en la opción de salir de allí. En el patio quedó el suelo falso y daba miedo caminar allí. Estuvimos un par de días más en la casa todos amontonados en el segundo nivel.
El sábado 14 conseguimos un nuevo lugar y el domingo empezamos a mover todas las cosas a San Juan Chamelco porque fue el único lugar que pudimos encontrar. Era cómodo y amplio y libre de inundaciones. El martes 17 terminamos de mover todas nuestras cosas y ese día en la noche ya estaba con lluvia e inundaciones nuevamente en Carchá, así vimos en las noticias.
Aquí la otra tormenta (IOTA) ya no nos afectó, solo había mucho frío. Si quedamos incomunicados porque si quisiéramos ir a Cobán los caminos están cerrados y hay que ir a dar una gran vuelta, pero al menos no tenemos inundación en las casas. La casa que tenía en Carchá era alquilada. Los vecinos que tenía allá me dijeron. ‘vos la parte de tu patio como que el agua jaló la tierra y hay un gran hoyo’. Yo no lo he visto, pero me lo han contado, de que quedó feo.
Viví 11 años en Carchá. Me da tristeza haberme ido a otro municipio. Me da melancolía por los recuerdos que dejé allá. Ahora quiero hacer mi casita, pero pensamos con mi esposa en los derrumbes, en las inundaciones, en el terreno. Mi papá me dice, ‘Sea donde sea nadie está libre de eso y cuando a uno le toca, toca’.