NARRATIVA – INVESTIGACIÓN – DATOS

“Busco a mi mamá”

Cientos de familiares de desaparecidos siguen buscando entre las cenizas del área devastada por el Volcán de fuego. Una interminable romería por albergues. Inés López es uno de ellos.


Inés López, un albañil de 49 años, está rodeado de prensa. Dice que busca a su madre. Se encuentra en el inicio de la Zona Cero, frente a una cinta de precintar que impide avanzar por la ladera que lleva a San Miguel Los Lotes, la comunidad soterrada hace una semana tras una fuerte explosión del volcán de Fuego. Una erupción que ha llevado a la mayor tragedia humana provocada por este volcán en Guatemala en las últimas décadas.

La Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) lleva reportados 110 cuerpos hallados entre los escombros y 200 personas desaparecidas. Según los sobrevivientes de Los Lotes, la cifra de muertos se eleva a 300, 400, 600…  Ellos llegan cada día, cada vez en mayor número, a buscar a sus allegados en la comunidad enterrada. Cada vez el olor es más fétido; hay más moscas, más buitres sobrevolando el área. Pero Inés, justo en el inicio de la ladera, explica que él no quiere subir hacia la aldea.

Cuenta que su madre está viva. Su esposa se lo dijo la noche anterior. “Vio el nombre de mi mamá en el internet”. Silveria Hernández.

Él pensaba que tanto su madre como su padre habían fallecido el domingo. Su hermano Rubén le había contado que cuando “el monstruo” –como llama al lahar en varias ocasiones–, comenzó a avanzar hacia las casas, escaparon todos juntos. Solo su padre, de 80 años, había decidido quedarse. Pero, al poco tiempo de haber iniciado la huida, su mamá recordó que había olvidado su documento de identificación personal, “y los papeles para recibir sus dineritos de la tercera edad”; y regresó a su casa. No volvieron a saber nada de ninguno de los dos.

Inés pasó los siguientes días cuidando sus pertenencias. Pero desde que su esposa Victoria vio el nombre de su madre la noche anterior “en el internet”, Inés comenzó a impacientarse, con el transcurso de las horas, a esperar la luz del día para iniciar su búsqueda por los albergues. Inés no tiene teléfono celular. Tampoco sabe leer.

Este hombre forma parte de un gran grupo de familiares de desaparecidos que, tras la erupción del volcán, tratan de encontrar señales de sus allegados, en medio de un visible caos y descoordinación entre el centenar de albergues habilitados y las diferentes instituciones estatales. Son quienes, debido a las distancias –y la desconfianza hacia el Gobierno de Jimmy Morales–, tratan de encontrar las huellas de sus familiares por su cuenta, bajo las cenizas del área devastada, con una retroexcavadora alquilada con fondos propios. Además de un incansable, e interminable, recorrido por los albergues.

El domingo recién pasado, en conferencia de prensa, el presidente Jimmy Morales dijo que había 187 casas soterradas en Los Lotes. Pero ofreció el mismo dato que se ha reportado toda la semana: 200 personas desaparecidas.  El Estado no cuenta con datos relacionados al número de habitantes de esta colonia, perteneciente a la aldea El Rodeo, desde 2002, cuando realizó el último censo.

Hay sobrevivientes que han perdido 30, 40, 50 familiares. Hay familias de las que podría no haber quedado nadie para dar cuenta de la desaparición de los demás. Hay personas, como Inés, que solo daba a su madre por muerta y que no había llegado a reportar su desaparición.

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Inés Lòpez consulta con soldados dónde puede buscar a su madre desaparecida tras la erupción del volcán de Fuego / Foto: Carolina Gamazo

Hay una inmensa barrera de comunicación entre la población y los agentes del Estado. Sobrevivientes que, ante preguntas concretas sobre los desaparecidos, comienzan a contar largas historias de huida; una vez han recordado y constatan que están con vida, intentan responder a las preguntas sobres sus familiares. Y así están ante un Estado que, en catástrofes de esta magnitud, pone de evidencia su ausencia en el país. Cada uno hace lo que puede, como lo ha hecho siempre.

Por indicaciones de un agente de la Policía Nacional Civil, que se encuentra resguardando el acceso al área devastada, Inés se dirige a un puesto de la Coordinadora Nacional de Desastres, ubicado a las faldas de la montaña. Un paisaje tropical caliente, de vegetación frondosa. Cultivos de café y de maíz. Al norte se ve el volcán de Fuego, con el camino de lava abierto; a sus espaldas, el volcán Acatenango; y hacia el oeste, el Volcán de Agua.

“El volcán llevaba retumbando fuerte dos meses”, explica Inés, “las casas temblaban con cada cuentazo (golpe)”. Pero recuerda que, desde que se reactivó hace 40 años, había lanzado sus sedimentos en otras direcciones.

Él vive en la aldea La Reina, la más próxima al lugar arrasado, desalojada el domingo. Ha perdido tres cuerdas de café y maíz. Inés cuenta, en más confianza, que él no abandonó su casa cuando Conred llegó a desalojarlos.

“Cuando venía ese negro echando la lava, ahí nos quedamos esperando la voluntad de Dios. Nos avisaron a las dos de la tarde, que saliéramos, y nos pusieron autobús ahí. Pero no nos queríamos ir, por eso de que si salimos nos roban.  El lunes, cuando mi esposa ya vio ese aire tóxico, salió con mi nietecito y yo me quedé cuidando. Con todos los señores nos quedamos cuidando, rondeamos de noche y todo”.

Inés se queda un rato pensativo, y de repente dice: “No seamos miedosos, si ellos murieron allá, muramos nosotros. Tenemos que morir en nuestra tierra. Es como una guerra, en la guerra hasta la muerte, no hay que salir huyendo. Aquí muramos”.

–¿Usted tiene elementos de valor?

–Mi esposa tiene una venta de tortillas, y tenemos un comal y un cilindro de gas que nos costó Q600.

–¿Hace cuánto tiempo lo compraron?

–Hace cinco años.

En el puesto de la Coordinadora Nacional de Desastres, desde que se paralizaron los trabajos de búsqueda de cuerpos, los oficiales a cargo de las labores de rescate se encuentran más tranquilos, y ofrecen a Inés su ayuda para ubicar a Silveria, su mamá. Les cuenta su historia. Los dineritos de la tercera edad. Que su esposa le dijo que estaba viva.

Sin embargo, todavía no existe un listado consolidado de las personas que se encuentran en diferentes albergues, muchos habilitados de forma espontánea. Después de realizar varias llamadas, le dicen que deberá ir a los albergues, uno por uno, a buscar a su madre.

Le ofrecen seguir recabando información y le piden su número de teléfono. Inés saca del bolsillo de su pantalón un cartón de papel higiénico donde lleva apuntado el número de su esposa, Vicky, y se lo entrega al oficial. Le recomiendan ir a la morgue, donde la Cruz Roja se encuentra elaborando listados.

«Cuando venía ese negro echando la lava, ahí nos quedamos esperando la voluntad de Dios» 

El cielo sigue gris y, cinco días después de la erupción, una fuerte tormenta tropical, con gran actividad eléctrica, se descarga cada noche sobre Escuintla. El Instituto Nacional de Sismología Vulcanología Meteorología e Hidrología (Insivumeh) alerta en sus boletines de que fuertes lahares –desprendimientos de la lava expulsada el domingo– siguen bajando desde el volcán por barrancas y afluentes de los ríos Achiguate y Pantaleón. La cima, a 3 mil 763 metros de altura, expulsa, cada pocos minutos, nuevas fumarolas. El volcán Pacaya, unos 30 kilómetros al este, y el Santiaguito, al noroeste, también están en alerta por fuerte actividad. El choque entre las placas tectónicas sobre las que se sitúa el cinturón de Fuego del Pacífico está mostrando la violenta fuerza de la naturaleza.

La morgue de Escuintla, en la colonia Hunapú, está rodeada de personas que llegan a buscar los nombres de sus familiares entre los listados, también a entregar información para reconocer y ubicar a sus desaparecidos. Hasta el momento, en la morgue, han sido identificados 53 cadáveres.

Inés trata de llegar al despacho donde se encuentra el personal de la Cruz Roja, pero una mujer en la puerta impide su acceso. Inés le explica que busca a su madre, Silveria Hernández, desaparecida el domingo. Le cuenta su historia. La mujer de la puerta, de unos 60 años, con una camisa blanca, busca el nombre de su madre en un listado; su dedo índice baja por cada nombre. Se para a mitad de uno de los folios y lee en alto: Silveria Hernández. Se lo muestra. Inés, quien no sabe leer, solo puede fiarse de sus palabras. “Está en la iglesia católica”, le indica.

Inés dice que le parece raro, pues es el albergue en el que está su familia. Pero dice esperanzado que es posible que no la hubiera visto “con ese gentío”, y reinicia su camino.

La Iglesia Católica Nuestra Señora Concepción cuenta con 300 personas albergadas, la mitad niños. Al entrar es un verdadero caos. Gente entrando y saliendo, personas voluntarias procedentes de diferentes grupos, cargando, descargando, clasificando y repartiendo diferentes víveres en varios puntos. Allí se encuentra a su hija, quien le indica que su abuela no está en el albergue. Que la hubieran visto.

Pero Inés quiere comprobarlo y llega a una mesa donde una monja revisa una computadora. Cuenta su tragedia nuevamente. La hermana Fabiola Gómez, a pesar de ser interrumpida varias veces por la llegada de nuevas entregas de ayuda, le atiende con paciencia. Busca su nombre y le dice que su madre no está allí. Vocean su nombre por un altavoz, pero nadie da señal.

Le explica que la iglesia central también está habilitada como albergue. Y le ofrece un teléfono para llamar a su esposa, para que le ayude a ubicar el listado de Facebook en el que vio el nombre de su madre. Su esposa, quien regresó esa mañana a su casa para resguardar sus pertenencias, le dice que ya no va a regresar al albergue. Le da las indicaciones desde el teléfono acerca de una gran bolsa de ropa que dejó en el albergue, que le donaron en los últimos días, que se la lleve a la casa.

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Los familares de desaparecidos buscan información con los oficiales de rescate / Foto: Carolina Gamazo

Las calles del núcleo urbano de Escuintla están llenas de polvo mezclado con calor y tiendas de venta de cualquier producto; calles cortadas y muchos camiones llevando víveres a los diferentes albergues. En el camino a la Iglesia central se encuentra a una sobrina, albergada en el instituto Simón Bergaño. Ella también es de Los Lotes, y le cuenta que perdió a su esposo y sus hijos. No entra en más detalles.

Antes de regresar a la morgue, a verificar la información del listado en busca de su madre, Inés entrará al albergue Simón Bergaño, donde serán agentes de la Secretaría de Obras Sociales de la Esposa del Presidente (SOSEP), quienes le dirán que Silveria no aparece en sus listados. Allí se encontrará con más familia. Estos también habrán perdido a más familia. También llegará a la iglesia católica del parque central de Escuintla, donde le entregarán un listado con otras iglesias habilitadas como albergues.

Regresa a la morgue a verificar el listado. Antes de llegar, se encuentra con otro sobrino, Jairo Mijangos, quien también está buscando a su esposa y a su hijo pequeño “un varoncito de 40 días”. Inés le relata su travesía.

“El Rubén está en el Simón (Bergaño)”, le responde su sobrino, “Yo le pregunté por mi abuela, y me dijo: ‘mi mama se quedó allá’ y me dijo: ‘Yo no sé si llorar o reír de alegría por haber rescatado a mis nenes”. Jairo le cuenta que él logró rescatar dos hijos, pero perdió de vista a su esposa Wendy Tejeda, y su bebé Jairo Yosef Mijangos.

“Ayer me dijeron que mi a esposa la habían visto en un albergue que está allá. Me dijeron: ‘nosotros la atendimos y todo’, por eso ando vuelteando. Yo les enseñe la foto de ella, la señora me aseguro que la había visto, que le dieron ropa, pañales”.

–¿Usted ya fue allá? – le pregunta su sobrino a Inés.

–Yo subí el lunes. Subí hasta arriba a ver cómo estaba, pero irreconocible– responde Inés.

–Yo subí el martes– le cuenta Jairo. –Yo llegué hasta la casona, pasé arriba de la casa de mi abuela. La casa de mi abuela quedó enterrada, y la escuela, enterrada, todo lo que son las primeras casas, blanco quedó– le cuenta.  

Antes de despedirse, Inés ofrece a su sobrino su terreno en La Reina, para que se vaya a vivir con sus hijos.

–No hay luz ni agua, por lo lejos. Pero espacio sí hay.

Inés vuelve a entrar a la morgue, ya no está la mujer del listado y se dirige al puesto de los oficiales de la Cruz Roja, pregunta nuevamente por su madre, Silveria Hernández López. El oficial observa que Inés tiene los ojos cristalinos. Le dice que Silveria está desaparecida.

–Me dijeron que estaba en la Iglesia Católica. Mi esposa la vio en Facebook que estaba viva, y aquí me dijeron que estaba en la Iglesia Católica.

–Lamentamos que haya sucedido algo así, no deberían de suceder estas cosas. El nombre de Silveria se encuentra en un listado de desaparecidos, fue reportada por su hermana Hilaria López Hernández, debió de traspapelarse de desaparecida a albergada– dice uno de los oficiales.

–Ha venido mucha gente buscando a Silveria. Está desaparecida– explica otro.

El personal de la Cruz Roja entrevista a Inés, le pasa un cuestionario que servirá para identificar a su padre y a su madre. Firma con su huella y ofrece una muestra de sangre. Está inquieto. No se fía de que esté muestra. “¿Como sé que esto no se va a equivocar como se confundieron con los otros dos listados?”. Estos imprimen la constancia del Registro Nacional de Personas de su madre y su padre. Dos folios con dos pequeñas fotos en blanco y negro. Inés se emociona al ver la foto de su madre y les pregunta si es posible que él tenga una fotocopia. Se la entregan.

Entrada la tarde, Inés regresa a la aldea La Reina, cargando el bulto de la ropa donada que le pidió su esposa. Al llegar a su casa dice que al día siguiente seguirá buscando a su mamá en los demás albergues.

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